El
pueblo Novaesmeralda recibía la templada noche de mediados de julio con un gran
acontecimiento que debatía a sus habitantes entre la indiferencia y la
indignación. El alcalde acababa de ordenar la quema de todos los libros de la
villa. Una gran hoguera que emitía olor a papel chamuscado se alzaba en el
centro de la plaza del ayuntamiento, alentada por la brisa veraniega. Sus
edificios antiguos se mostraban bañados con un rubor anaranjado ante tal
colosal pila de fuego. El día ya había agonizado y los libros, escritos por
diccionarios de palabras, por diccionarios de sentimientos y emociones humanas,
ardían. El poder de la palabra en papel se esfumaba entre llamaradas de humo,
que danzaban al compás de los rayos de la alta y pálida luna menguante.
Pablo,
como otros, se traicionó a sí mismo arrojando su libro favorito a la hoguera; cuyo
autor había sido lo más cercano a la idolatría que tuvo jamás. Así, Shakespeare
se juntó a Cervantes, Espronceda, Bécquer, Rosalía de Castro y muchos otros en
la tumba de fuego. La plaza repleta de transeúntes, creaba más expectación que
las criaturas de feria ambulante o animales de circo que, a menudo, se dejaban
caer por Novaesmeralda. El pueblo sangraba por los libros desterrados.
—La
incineración de la cultura —escuchó decir Pablo a José, un profesor de su
modesto colegio que siempre tenía consejos sobre libros para cualquiera que estuviera
interesado en escucharle—. Parece que el fuego es el arma de los poderosos
contra el saber. Como la inquisición contra aquellas brillantes mujeres que
hacían pasar por brujas.
—Hoy
el pueblo está de luto —murmuraba Helena, con su translúcido rostro compungido,
cuando Pablo se juntó al corrillo de sus amigos, atestado de una incierta
inquietud interna. Helena adoraba leer y tenía risa fácil, pero en aquella
ocasión ese rasgo estaba dormido. En cambio Andrés, se mantenía mirando con
gesto sabio la casa del alcalde en la plaza del ayuntamiento. Adoptaba su
típico gesto de entendido cuando quería decir algún chisme, o algo que nadie
más supiera. Verdaderamente, parecía enterarse de todo gracias a su padre,
Roberto. Roberto paraba poco por casa y solía dar paseos o mezclarse en las
tertulias de los bares cuando su trabajo de vigilante le dejaba tiempo libre.
Su mujer no hacía preguntas, exceptuando las que tenían que ver con cotilleos.
Era feliz en casa, cuando no peleaba con el rebelde de su hijo Andrés.
—Lo
que dices es imposible. Es cierto que ese tío es un desalmado, pero de ahí a lo
que tú afirmas… —comentaba Magdalena. Una ruda amiga de Pablo a la que le
encantaba llevar la contraria pero que le gustaba ser partícipe de sus
elucubraciones.
—Mi
padre vio a la bruja entrar en su casa esa noche. Hacedme caso, el alcalde ha
hecho un pacto con el diablo. Ha vendido su alma.
Luis
rio y asintió como solía hacer cuando escuchaba palabras que no llegaba a
entender bien. Aunque lo cierto es que Luis siempre reía, no importaba la
situación. Cosa que sacaba de quicio a sus padres y profesores. Nunca parecía
tomarse nada en serio. Excepto cuando perdía partidas a las cartas. Por otro
lado, el resto de amigos del corrillo escuchaban impresionados a Andrés.
No
era el primero de los rumores sobre el alcalde de Novaesmeralda. Temido y
querido al mismo tiempo, Alberto había llegado hace diez años al pueblo. Entre
la incertidumbre, lo único que se sabía y, de hecho, se supo con certeza sobre
su vida fue que había combatido en la guerra y se había casado en dos
ocasiones. Por un lado amado, pues mejoró la economía del pueblo atrayendo a
prósperas empresas, logrando pactos favorables para la política y mejorando, en
general, el progreso de la localidad. Pero a la vez temido, debido a las
sospechosas muertes y destrucciones de carreras de personas alrededor de su
persona. Además, la figura de Alberto hacía recelar a sus habitantes por su
carácter ermitaño. Apenas salía de su casa en el ayuntamiento, ni siquiera para
pasear, y solía apalabrar sus negociaciones a través de segundos, evitando el
contacto directo con la gente.
Una
figura silenciosa se encaminaba también desde las afueras de Novaesmeralda
hasta la puerta trasera de la casa del alcalde. Se trataba de la doctora Ramírez.
Era una mujer poco expresiva que durante el camino se preocupaba de que las
piedras del arenoso camino no ensuciase sus cuidados y caros zapatos. El
alcalde Alberto era otro más de los peces gordos de su lista de pacientes. Los
altos cargos la querían a ella como médico. No sólo por su experiencia y
conocimientos, sino también por su profesionalidad y secretismo. Discrección,
rigor, objetividad. Valores que destacaban en ella. Pacientes que se curan,
pacientes que siempre padecen, pacientes que mueren. Era el pan de cada día
para ella que apenas le importaban, sin contar el salario que obtenía por ello,
fuese quien fuese.
La doctora Ramírez no estaba, en absoluto,
intimidada por ver a tan polémico dirigente. Esperaba obtener de él quizás
algún empujón en su inmaculada carrera. No obstante, la doctora traía malas
noticias. A pesar de que no despertaba ninguna emoción en ella ni parecía
mostrar empatía por sus pacientes, dar malas noticias era la parte que menos le
gustaba de su trabajo. Nunca se sabía cómo podría reaccionar la gente.
Le
sorprendió ligeramente la precaución por cómo la hicieron entrar en casa del
alcalde. Sabía que el pueblo estaba realizando una fiesta para quemar libros, y
se le antojó una barbaridad sin sentido. Polvo a polvo, los libros se
desintegraban por el rostro escarlata de su prematura muerte. Pero ella no
residía allí y las decisiones que se tomaran en Novaesmeralda no le incumbían.
Los vigilantes apenas le echaron un vistazo, los sirvientes de la mansión de
piedra ni la miraban, exceptuando un mayordomo con el que apenas tuvo contacto
visual. Nadie parecía querer reparar en ella. Mientras que la luna contemplaba
la escena, impasible.
La
estancia del alcalde Alberto era digna de un dirigente aunque parca en
decoración. La doctora miró instintivamente hacia abajo al entrar, ya que le
recordaba a un cuarto de un empresario que había atendido hace poco en la que
tropezó con su alfombra; pero esta vez no había alfombra. Llamó su atención la
fina capa de polvo que había en algunos muebles como si nadie acudiese a
limpiar allí con asiduidad. Las paredes guardaban secretos y los muebles
callaban, envueltos en un halo de misterio. Menos un cuadro firmado por el
mismo alcalde. Permaneció mirándolo, impresionada. Todo artista suele tener su
toque de incomprendido, pero lo que había en ese cuadro estaba más allá de la
incomprensión. Se preguntó qué habría en la mente del alcalde para motivarlo a
crear esos enrevesados hilos de colores un tanto atormentados. Y, sentado sobre
un sillón verde, al final de la habitación, se encontraba Alberto, el famoso
alcalde.
A
pesar de que la doctora Ramírez solía ser una mujer inmutable, Alberto le dio
escalofríos. Si un color lo definiese sería el gris, en su opinión. Cabello de
hebras de plata y tez morena y cenicienta. Su mirada semejaba vacía y en su
rostro era más difícil interpretar una expresión que en la “Gioconda” de
Leonardo Da Vinci. Volviendo a reparar en su último pensamiento, se fijó en su
rostro inexpresivo. Ningún asomo de emoción afloraba en su rostro. Simplemente
permaneció observando a la doctora con mirada hueca y ojos sin vida, como en la
oscuridad de un túnel sin salida.
—Buenas
noches, alcalde —saludó la doctora, incómoda. Sentía que aquella mirada la
estaba taladrando.
—¿Y
bien? —se limitó a responder el alcalde sin ápice de movimiento en su cara.
—En
vista de las pruebas se le ha detectado un tumor…
—¿Cuánto
me queda? —Pregunta impasible Alberto, haciendo un ademán con la mano como si
le estuviera restando importancia al asunto.
—Con
tratamiento…
—No
quiero tratamiento que me haga vivir sufriendo.
La
doctora se estaba desesperando de que el alcalde no le permitiese hablar. Y, su
reacción, otra de las tantas que había presenciado a lo largo de su carrera.
—Debe
tratarse. Quizás pueda ganar cuatro años más de vida.
—Doctora,
mi pregunta es cuánto me queda y no pienso medicarme.
Ramírez
tomó aire. Realmente le desagradaba aquel hombre. La mayor insolencia no era
que no quisiera aferrarse a unos pocos años más de vida, sino que no le
permitía realizar su trabajo.
—Así,
sin más, unos dos años. Pero insisto, podría ganar años o incluso producirse un
milagro médico y vivir mucho más…
—Los
milagros son peligrosos y muy caros —se limitó a responder, tranquilo y neutro,
Alberto—. Puede marcharse.
Aquello
sentó a la doctora Ramírez como una bofetada. Se fijó en la mirada azabache del
alcalde que permanecía vacía y sin asomo de sentimiento ante tan terrible
noticia. Aun acabando de recibir la noticia de su prematura muerte, el hombre
no mostraba ningún atisbo de emoción. La doctora agarró su maletín de piel y se
marchó frustrada, pero obediente; incapaz de acceder a la oscuridad que lo
envolvía. Siempre había pensado que la enfermedad era algo que se podía
combatir y aplazar, incluso vencer. Pero los entresijos que no lograba entender
de la mente de Alberto le inhabilitaban su acción. El mal de su cuerpo había
vencido a su mente y a sus ganas de vivir.
Una
segunda figura entró en la casa del alcalde esa noche. A pesar del secretismo,
los guardias, sin evitarlo, se fijaron en que era una mujer joven que vestía
estrafalariamente e, incluso, semejaba paranoica. Miraba hacia todos los lados
pero sin reparar en nada exactamente. Fulares, bisutería… no parecía del
pueblo.
—Dos
mujeres la misma noche —comentó un guardia con sonrisa grotesca.
—El
alcalde también tiene derecho a divertirse —respondió el otro y estallaron en
risas.
La
joven se llamaba Lisa y era una hechicera bastante reconocida para su temprana
edad. Un escalón, tres escalones, cinco escalones. ¿Qué querría de ella el
alcalde? Nueve escalones. Sabía que había visto hace años a la bruja Eugenia y
esa no tenía escrúpulos. Quince escalones, diecisiete escalones, nadie a la
vista. ¿Qué barbaridad habría hecho Eugenia con el alcalde? Cuando dos personas
sin escrúpulos se juntan no se puede esperar nada bueno. Lisa seguía contando
los escalones y examinando el ambiente para descartar amenazas. Sabía que ella
misma tenía una enfermedad mental y, aunque hubiese gente que lo atribuyese a
sus poderes como hechicera, Lisa sabía cuándo debía distinguir entre ciencia y
entre magia. Para ella, sus conocimientos
el interior de su pensamiento correspondían sólo a ella y a nadie más.
Rara vez se paraba a pensar en asuntos de interés común. Su relación con el
mundo y las personas se había tornado algo muy automático, relegado a la
intuición. Veintiún escalones, veintitrés… ya está. Llegó a la primera planta
recordándose a sí misma que estaba a la altura de la situación. Se había
formado por todo el mundo en magia en toda su vida. Chamanes de áfrica, monjes
de la India, brujos de Europa… Fuera lo que fuera lo que había hecho Eugenia
ella podría superarlo. No obstante, no sabía qué encontraría en la habitación
que tenía ante ella. El alcalde había sido muy breve en su carta.
Entró
tras haber llamado tres veces con una breve respuesta en la estancia. Se le
antojó un lugar tenebroso y ceniciento, falto de color. Pero él. ¿Cómo lo
describiría? Aparentemente un hombre de mediana edad serio, pero a la vez como
si se tratase de un fantasma. Inexpresivo, sin mostrar seña de saludo. Era
extraño, como los días sin amaneceres. Semejaba que faltaba algo en él. Parecía
que le habían amputado algo sin darse exactamente cuenta de qué. Tras escasos
segundos observándolo minuciosamente, se percató. Un chakra.
Se
acercó sin mediar palabra y le tocó el corazón. Ambos inmutables. Ambos
mirándose. Pero nada romántico en ello.
—¿Qué
te han hecho? —Preguntó triste Lisa. Estaba desconcertada, vencida, sin poder
reaccionar—. Te han arrancado el chakra del corazón.
—Me
han arrancado el corazón —contestó el alcalde Alberto.
—¿Por
qué semejante atrocidad?
—Te
has dado cuenta en seguida. Los rumores de tu eficacia son ciertos —comentó,
imperturbable, el alcalde.
—Pero…
¿por qué? —. Se limitó a responder la hechicera. Nunca hubiese imaginado tal
cosa. La bruja Eugenia era más malvada de lo que había pensado.
Alberto
suspiró y se sentó. Aun sin mostrar un ápice de emoción. Al fin y al cabo, no
tenía corazón. Lisa hizo lo mismo en un sillón verde musgo a sus espaldas. La
luna se filtraba con halos de plata entre las cortinas del ventanal y aun se
distinguía el manto escarlata de la luz que emitían las escalofriantes hogueras
de libros.
—Pasé
por una guerra. Muertes, mutilaciones, heridas tanto físicas como psicológicas
—comenzó a hablar el alcalde—. Compañeros que nunca olvidaré, muertos olvidados
ya, parientes que suplicaron ayuda que nunca pude conceder, represalias,
torturas, traiciones, hijos que quedaron sin padre, padres que quedaron sin
hijos… no obstante, pude con ello. Luego llegó Priscila y su muerte fue como
una nueva tortura, peor que las que sufrí en la misma guerra. Y llegó Amalia,
con sus aventuras y su rechazo. Se aprovechó como quiso de mí, de mi dinero, de
mis sentimientos… Tras tanto sufrimiento no me veía capaz de seguir viviendo.
Quería arrancarme el corazón, arrojarlo a las llamas de la chimenea. Cada
error, cada vaso caído, cada fallo era un nuevo martirio para mí. Ya no sabía
lo que era la felicidad. Fui débil, no fui capaz de sobrellevar mis emociones.
>>Por
ello me puse en contacto con la bruja Eugenia. Ella me comprendió y me ofreció
una alternativa aunque hasta a mí se me antojó fuera de lo normal. Me ofreció
anular el chakra de mi corazón, o lo que es lo mismo, arrancarme el corazón y
cualquier forma de sentimiento que pudiese florecer en mí.
>>
El resultado fue instantáneo. Fui libre. Podía hacer lo que se me antojase sin
sentir nada. Y sin sentir nada me sentía bien. Me levanté, me superé, me
convertí en alcalde y traje prosperidad a este pueblo. Vivir sin sentimientos
es alcanzar la libertad. Obrar libremente sin culpas, decepciones,
frustaciones… Pero es una libertad maldita, incluso antinatural. Aunque el
animal es natural y por naturaleza actúa sin emoción, sin orgullo, sin culpa…
Sin embargo, al ser humano le hacen creer que hace sentir cuando actúa. De
todas formas, había una forma de que sintiese algo. Los libros. Cuando leía un
poema, una novela, un ensayo, una obra de teatro; sentía. Las palabras hacían
revivir en mí lo ya olvidado. Incluso con lo que no era capaz de notar emoción,
sentía la frustración por ello. Transportado a mentes de otros personajes que
describían sus sentimientos, en mí afloraban los míos. Llegó el punto en el que
no pude soportarlo y ordené quemar todos los libros del pueblo.
>>Hace
poco me he enterado de que me estoy muriendo. Lo sabía antes de que me lo
certificara la doctora. Un tumor. No obstante, en cuanto fui consciente de ello
reparé en lo que había hecho. ¿No es cuándo nos hacemos conscientes de nuestra
propia muerte cuando nos sentimos más vivos? Reparar en que dentro de poco
moriré hizo volver algo en mí. Creo que se trata del ansia de sentir emociones
de, como he dicho, volver a sentirme vivo—. Hace una pausa y mira a Lisa
penetrantemente—. ¿Podría devolverme el corazón?
En
contraste con la inexpresividad del alcalde, en el rostro de Lisa podría
entreverse la pena y el asombro que el relato habían causado en ella. La
emoción, mezclada con la expectación ante semejante reto, la invadía
progresivamente. Se revolvió las manos, nerviosa, para luego apoyar su mejilla
en su puño derecho.
—¿No
es lo que siempre habías querido? —Preguntó con un hilo de voz. La brujería
podría trabajar con corazones intactos, enteros, elásticos, rotos, partidos.
Sin embargo, haber eliminado el chakra del corazón y volver a instaurarlo no
sería fácil. Un corazón, tantas veces regalado. Ahora muerto, sin dueño.
—Ya
no.
Los
empleados de la casa del alcalde se preguntaban el porqué de las extrañas
tonalidades de voz, de los ruidos y los gritos que esa noche se produjeron en
el cuarto de Alberto hasta el amanecer. Sabían que había una señorita, y los
vigilantes pensaban que se trataba de una noche loca. Era algo extraño. Al
alcalde no le gustaban las visitas y, mucho menos, por la noche. Finalmente, al
alba la extraña doncella marchó de la casa en un mar de lágrimas.
Dolor.
¿Por qué tuvo que ser esa la primera emoción que tuvo que sentir Alberto al
recuperar su corazón? Hecho un ovillo torturado en su estancia, el torrente de
emociones que creía desaparecidas volvió a él. Comenzó a ser más consciente de
todos sus actos en los últimos años. Gente asesinada, gente cuyas carreras y
reputaciones fueron arruinadas, personas que por su culpa se sumieron en la
pobreza… Recordó las palabras de Lisa: “Ahora has de reconstruir tu mundo”.
Decidió que sería fuerte y empezaría de nuevo mientras tuviera tiempo.
A
los habitantes del pueblo les sorprendió la nueva orden del alcalde. Fue
convocado un nuevo festejo en el que se repartirían libros gratuitos para todos
los habitantes. Nadie comprendía nada pero pensaban que se trataría de una
nueva argucia de Don Alberto para traer prosperidad al pueblo. Aquella noche la
alegría brillo en toda la fiesta. Hubo una sorpresa. El mismísimo alcalde bajó
a celebrarlo.
Las
copas de los árboles brillaban con luces; las llamas ya no quemaban los libros,
sino que los alumbraban en las casetas repletas de obras para que los
habitantes eligiesen cual quedarse, cual devorar. El alcohol corría por los
bares y la gente bailaba al compás de una orquesta. Solo el alcalde parecía no
disfrutar. Se paseaba entre la multitud mirándolos con gesto nostálgico. No se
sentía cómodo, como si fuese ajeno a todo ello y no mereciese sentir la alegría
que sentían el resto de las personas.
—Gracias
por devolvernos los libros —lo sorprendió el pequeño Pablo cuando se cruzó con
él.
El
alcalde lo miró con curiosidad y le sonrió antes de que se marchara con ligeras
zancadas a reunirse con sus amigos. La sonrisa. La creía muerta en su rostro.
Se le antojaba ahora una mueca forzada que no sabía si se vería incluso
estética. Pero debía sonreír.
Alberto
se dirigió a la caseta que vendía libros menos concurrida. El toldo era azotado
por la infatigable brisa marina del este. Aún seguía siendo un lobo solitario y
quiso apartarse momentáneamente de la marabunta. Pero unas delicadas manos
blancas tropezaron con las suyas.
—Perdóneme,
señor —una voz suave y dulce se disculpó a su lado. No había reparado en la
joven que acababa de llegar a la caseta.
Alberto
se giró para sonreírle pero, al verla, se quedó helado. Algo se removió dentro
de él y volvió a notar las llamadas “mariposas en el estómago”. Larga melena
repeinada con bucles castaño claro, vestido con remiendos que semejaba ser
vestigio de una cara pieza de costura; quizás demasiado gastado pero muy caro
en su compra. Y un palo alargado en su mano izquierda mientras que con manos hábiles
de quien ha perdido un sentido rebuscaba algo entre los libros en braille. La
muchacha era ciega. Solo que aquello no detuvo al alcalde Alberto.
—No
se disculpe, señorita. Daría lo que fuera por que sus manos rozasen otra vez
las mías —dijo, tras una pausa.
—¿Daría
su corazón? —Replicó, poco impresionada, apuntando a saber dónde con unos ojos
que no veían. El viento peinaba sus cabellos en un tocado de rizada melena
salvaje. A Alberto le parecía que esta mujer emanaba algo. Quizás luz, quizás
calor. Hasta su mirada inerte estaba llena de vida. Sintió que ya estaba
perdido.
—Sé
lo que es no tener corazón. Ya lo he dado una vez. Y no me importaría
entregárselo ahora a usted.
La
chica rio dulcemente y comenzó a mostrarse nerviosa y a tocarse el cabello.
—¿Sabe
una cosa, señor? Soy ciega. Y no ciega de amor. Ni ciega de odio. Ni siquiera
ciega para no ver los males del mundo. Soy ciega de verdad. Tan ciega como
ahora quiero llevarme un libro en braille y necesito un bastón para poder
moverme.
—Lo
sé. ¿Qué importa eso? —replicó, sin ser vencido por su angustiada confesión.
—No
juegue conmigo.
—Jamás.
No
abandonaría la escena todavía, ya que la osadía era uno de sus atributos más
fuertes.
—¿Cómo
se llama? —Inquirió la muchacha tras una pausa—. Yo soy Esperanza.
—Yo
soy Alberto.
—¿El
alcalde? Entonces es cierto que usted no tiene corazón.
Alberto
rio y comenzó hasta adorar los raídos zapatos de Esperanza, sin poder evitar
rendirse a sus pícaras palabras.
—Lo
he recuperado —respondió burlón.
—Entonces
demuéstrelo.
—Ya
he traído mucho dinero y prosperidad al pueblo. Ahora comenzaré a tomar medidas
para ayudar a la gente y realizar obras de caridad.
—Estoy
totalmente de acuerdo. Pero creo que usted va muy rápido conmigo —replicó
frunciendo el ceño Esperanza.
—Vayamos
despacio, pues —. Alberto estaba feliz. Hacía mucho que no sentía la felicidad.
Bendijo su decisión de recuperar su corazón. Puede que hubiese hecho mucho mal
pero el amor es la mejor medicina para curar cualquier herida del alma—.
¿Bailaría usted conmigo, Esperanza?
—Sí
—aceptó sonriente Esperanza, buscando el brazo del alcalde. Su hueca mirada
también denotaba felicidad—. Y cuénteme, ¿cómo es que no tenía corazón?
—Es
una larga historia —culminó, esperando por un venturoso nuevo momento antes de
que las sombras de su enfermedad apagasen la llama de los latidos de su
corazón, recién recuperado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario