Fuegos artificiales. Aitor nunca entendió el porqué de
tanta expectación. . Los dos amigos con los que había venido se encontraban en
una atracción, cosa que no iba con Aitor. De hecho, parecía que esa verbena no
iba con él. Sus lugares habituales eran los pubs, las discotecas e incluso los
garitos pijos que se estaban poniendo tanto de moda en la ciudad.
Le quedaban un par de minutos que matar antes de que
diera el momento de reencontrarse con sus colegas pero en lugar de en los
fuegos que estaban atronando sus oídos, reparó en una joven de cabello moreno
con volumen que, al igual que él, los ignoraba. Tenía el ceño de sus afilados
rasgos fruncido con la vista fija en un libro. Decidió acercarse a ella, pues
le parecía más fascinante que el espectáculo de luces del cielo nocturno. Esa
mujer podría convertirse en una pieza más de su larga lista en el juego del amor.
—He leído ese libro.
—Voy por la cuarta página. Parece aburrido —contestó
ella sin apenas alzar la vista de las líneas que estaba leyendo.
—Mejora —Aitor correspondió a su alarde de amabilidad
con la mejor de sus sonrisas.
—¿Y es interesante?
—No tanto como tú.
Edurne alzó la vista de su libro, intrigada por aquel
extraño que había llamado su atención. Sin reparo, paseando los ojos por toda
su apariencia. Ella era del pueblo y había pasado un aburrido día de reunión
con su familia en la fiesta, entre conversaciones de niños y bodas de la que no
paraban de caerle indirectas. Harta, decidió que su familia se acercase sin
ella al meollo de los fuegos y buscar un poco de tranquilidad leyendo, a pesar
del alboroto festivo. Pensó que ese hombre llamado Aitor con maneras de
caballero misterioso podría ser un error más de su currículum de exnovios y
examantes.
Fue parca la conversación inicial pero Aitor recordó
las palabras de su padre, ya encorvado por los años, de que algún día llegaría
la mujer que le haría plantearse su vida tal y como la conocía.
Lo que surgió entre ellos en cuanto se dieron dos
modestos besos en la mejilla era más grande que sus miedos o deseos. Unión,
lazo, pasión… Tiene muchos nombres. Tras escasas palabras, Edurne cerró su
libro y siguió cogiendo la áspera mano de Aitor y se sentaron en una terraza
bohemia con muebles de mimbre marrón cercana a la orquesta de las fiestas.
Nadie preguntaría por ellos. La familia de Edurne daría por sentado que se
había ido al chalet familiar de las afueras del pueblo y los amigos de Aitor,
darían por sentado lo que ocurría, ya que siempre ocurría: Aitor ya habría
encontrado a alguna chica. Solo que esta chica no era como las demás para él,
ni él era como los demás para ella.
Dedicaron la noche entera a conocerse. A Edurne la
forma de actuar de Aitor le parecía un reflejo de ella misma. Un depredador.
Seguro, erguido, zalamero e incluso inquietante. Pues bien, ella también era
una depredadora. Así que decidió comenzar la actuación de la que rápido
olvidaría el guion. Pensó que había llegado el hombre capaz de tocar el escudo
de su corazón. Se fascinaban, se adoraban desde el primer segundo. Ambos eran
personas de la fiesta y la noche.
Hay noches de borrachera que unen más que meses de
amistad. Cosa que les ocurrió a ellos charlando en una terraza llena de
alboroto y acompañada por pasodobles provenientes de la verbena. Bebían con la
embriaguez suficiente para notarse por los aires pero lo justo para recordarlo
todo al día siguiente. Su conversación se asemejaba a un juego de póker o a una
partida de ajedrez, con jugadas y ases bajo la manga de la que, sin empatar,
ambos salieron ganadores. El premio era el otro.
Cuando el
amanecer ya se acercaba se propusieron perfilar una vida juntos. Él seguiría
dando clases de francés particulares mientras se abría camino en el mundo de la
escritura. En cambio, ella intentaría buscar trabajo como física. Edurne, como
mujer de números que era encontraba fascinante la pasión de Aitor por las
letras.
—Una cosa que encuentro excitante de escribir es
decidir más vidas que la mía— confesó Aitor en un halo de misterio.
—Te gusta jugar a ser dios.
—Creía que era a eso a lo que os dedicabais los
físicos—. Edurne no respondió y se metió una aceituna en la boca para
amortiguar el silencio. Hay silencios que hablan. Aitor puso su palma sobre la
palma de ella—. Si fuéramos física, seríamos la ecuación con más elementos y
más complicada de todas.
—Al fin y al cabo, el amor es sólo química. Y nuestra
química es más explosiva que los fuegos artificiales —sentenció ella y apuró un
trago de su cóctel.
Hay algo bello en contemplar la destrucción, como
cuando la madera arde en la hoguera. Había llegado el ocaso de sus vidas tal y
como la conocían para renacer como el fénix de sus cenizas o los árboles que
pierden sus hojas para volver a recuperarlas tras el gélido invierno y la
llegada de la primavera y comenzar otra nueva. Esa noche sus miradas color gris
y color chocolate se encontraron y se dieron cuenta que estaban perdidos.
Edurne pensó que ya no existía su pasado, pues nunca podría volver a él por
mucho que lo desease a cambiarlo. Importaba el ahora. Pero él sí pensaba en un
futuro en el que despertarse besando, con el sonido del despertador, esos finos
labios. Ya no pertenecían a la noche, se pertenecían el uno al otro.
Quizás fue el destino o quizás debía ocurrir sin que
la mano de la fortuna interviniese. Enterraron sus armas de la guerra de la
noche de fiesta. Aitor, su gomina y su cartera con la que invitar a copas a sus
posibles víctimas. Edurne, su pintalabios carmín y sus tacones de aguja, la mayoría
de las veces color negro. Él quiso dejar atrás las noches en que tanto rubias,
como morenas, pelirrojas subían a su segundo piso sin ascensor, armando ruido
con sus pisadas ebrias por las escaleras. Ella, renunció a sus despertares en
pisos de hombres desconocidos en un amanecer con cierto olor a hábitat extraño
y cigarrillos consumiéndose en un cenicero al lado de una cama que no conocía
para luego desaparecer en un halo de misterio despidiéndose de un pretendiente
que nunca más volvería a ver. Rostros que no recuerdan, teléfonos borrados de
la sim de su teléfono móvil. Almas por y para la fiesta. Atrás dejaron los
remordimientos de haberse pasado tras una noche loca. Atrás quedan las bebidas
sin control. Dos almas perdidas que se encuentran. Ella fría como un iceberg,
él caliente como el sol. Hielo y llamas que se juntan. Ángeles caídos que se
encuentran y deciden ascender juntos al cielo como salvación.
Así empezó su amor. Gente de la noche, olvidaos de
ellos.
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