1 LABERINTO DE PODER
Llegarían a Ruña durante el primer festejo de El
Laberinto de Poder. En ella, las personas que lo deseasen debían atravesar un
laberinto lleno de obstáculos. La muerte era casi segura. Pero, quien consiguiera
llegar al final, lograría un poder político y se convertiría en un noble.
Laie a pesar de ser una de las heroínas más famosas
del país era una muchacha de veinticinco años muy comedida. Sufría dolores
crónicos de espalda debido a problemas psicológicos que la raza le ayudó a
controlar con ciertas plantas y meditación. Su filosofía era no tener que ganar
siempre, sino nunca rendirse. Eso era lo que la había convertido en guerrera
legendaria. Necesita escuchar y cuidar su cuerpo todos los días para ser quien
era. Para ser la heroína en la que se ha convertido.
El sol aún no había aparecido en el horizonte mientras
emprendían el camino a caballo. Tenían que ser discretos y no tomar un medio de
transporte donde tener que desvelar su identidad. A Laie siempre le había hecho
gracia Poulei. Era una persona a quien no sabía si llamar como distinta, pero
para su favor. Se quejaba de pulgas y piojos en maltrechos lechos durante el
viaje. Iban de incógnito. No podían permitirse lujos. Mucho menos cuando el
país se estaba recuperando de una gran guerra. Sin embargo. era eficaz y letal
en el campo de batalla.
Si encima uno va a pie durmiendo de manera poco
confortable bajo una ciencia que requería conocimientos en no ser visto bajo (o
incluso sobre) copas de árboles… A él lo conocía del Ruña, el lugar de
nacimiento de ambos.
Antes de la guerra, él no era nada destacable. Sus
padres siempre estaban discutiendo. Él tenía una inteligencia brillante.
Siempre se sentía menospreciado. Sus amigos le reconocían lo brillante que era
mientras que su familia lo infravaloraba como si nada bueno pudiese haber
salido de ese hogar. Luchó hasta los catorce para que lo admitiesen en
cualquier lado: medicina, ejército… Estudió, se entrenó, tuvo relaciones donde
siempre tenía complejo de fraude con chicas hasta que llegó a Laie. Laie confió
en él y vio su potencial. Lo comprendió porque, en parte, se sentía
identificada con él. Pidió permiso a la capitana Ganesa para poder entrenarle.
Poulei llegó a enamorarse de Laie pero ella siempre lo vio como un amigo. Nunca
hubo rencores. Poulei era enamoradizo en la época en la que empezó a destacar y
rápidamente encontraba una novia tras otra. Juró guardarle su secreto a Laie
toda su vida en cuanto ella se lo pidió. Aunque fue algo que él nunca lo
comprendió. Alguien que soñó siempre destacar y ser reconocido. En esta nueva
guerra llegaría a Ruña como el vencedor en que Laie/Irial lo había convertido.
En cambio, Laie agradecía poder volver a ser la misma tal y como había nacido,
a pesar de que ella, como su nuevo nombre de Irial, era la guerrera más famosa
de todo el país. Tras haber despegado rumbo al pasado, no se podían permitir la
vuelta.
El astro de fuego insinuaba su resplandor rojizo
cuando cinco noches después se adivinaban los lindes de Ruña. Entretanto ya
había descubierto que su decisión de teñirse el cabello y disimular su
identidad de Irial era acertada. Tras incidentes en posadas, al menos había
disfrutado de la libertad de ser ignorada. Cosa que indignaba infantilmente a
Poulei, quien prefería alguna casona de lujo. Sí, había nacido humilde. Sin
embargo, se había acostumbrado a ser un oficial bien remunerado del ejército.
Durante el viaje ninguno habló mucho. Buena parte del
tiempo se limitaban a un lenguaje que había desarrollado la mutua compañía de
ruidos vocales y gestos. La confianza da asco.
Si Poulei tenía aspecto de cansado no lo mostraba más
que por dos ojeras a las que Laie ya se había acostumbrado en sus múltiples y
conjuntas misiones. Por lo que había comprobado, operaba bastante bien en
operaciones delicadas. Esta le venía como anillo al dedo. Tan sólo hacía falta
explicarle lo que se estimaba como necesario que conociera. Laie lo puso,
cavilando agudamente, en situación durante el trayecto.
Tras una apacible tarde soleada aunque con brisa
fresca, aparecieron en el pueblo, tal y como habían planificado. Poulei
exclamaba ante los cambios del pueblo. En cambio, Laie, callaba ante los pocos
que veía. Poulei tenía razón en cuanto los festejos proferían una luz
multicolor y decoración a las casas que pocas veces habían tenido. Sin embargo,
Laie notó la ausencia de la guerra. No era un ducado beligerante, de ello se
había encargado la duquesa Talma. Por ello notó la ausencia de ruinas o
edificios desmerecidos por la batalla que había presenciado los últimos años.
Sacudió la cabeza ante tales pensamientos y callando,
mientras su mejor amigo disfrutaba de verdad la vuelta al hogar. Ella sólo
tenía en mente la reunión junto a la capitana, el comandante y el inspector. El
objetivo estaba claro.
Los esperaba con los ojos bien abiertos. Tampoco
quería que dieran todo por sentado. Pudo, por suerte, evitar varios contactos
por protocolo más que por deber. Tras la muerte temprana del rey la operación
era secreta. No esperaba de ellos grandes avances pero esperaba ayudarles en lo
que estuviera en su mano.
Ruña era un pueblo costero de casas de piedra y
pintorescas. Bajas pero anchas. Parcas de fachada pero esbeltas en sus tejados.
Calles empinadas entre baldosas de granito. Aquel día la algarabía y la fiesta
reinaba en todas sus esquinas. Puestos ambulantes, mimos, cantantes y resto de
músicos callejeros, comerciantes artesanales. Hasta que llegaron al centro.
Allí la plaza principal de Ruña estaba llena a rebosar y apenas podían andar
mientras Poulei abría mucho los ojos ante lo que veía y Laie se ocultaba en su
capa preocupada, más bien, de llegar a la posada en donde había quedado.
No pudo evitar alzar la cabeza y media hora después de
los fuegos artificiales, ver a la duquesa Talma anunciar con un discurso que
apenas pudo escuchar entre los gritos de los asistentes y la lejanía al
estrado. No obstante, sabía de sobra de lo que estaba hablando. El Laberinto de
Poder.
Antaño, el laberinto se utilizaba como ocio y como
forma de liberar a los esclavos. Quien llegara al centro lograba romper sus
cadenas como esclavo y ser libre. Con el tiempo, era tan sólo divertimiento y
competición entre los más fuertes. Este año habría otro de los que se habían
prohibido hacía más de una década. Los únicos que ella recordaba y había
conocido. Los que quieran presentarse tan sólo han de depositar su nombre en el
ayuntamiento y, por sus logros en los siguientes meses, serían escogidos.
La gente aullaba eufórica ante tal espectáculo tras
una guerra. Si ellos supieran lo que realmente significaba una guerra, no
querrían algo así para celebrarla. Al menos eso pensaba Laie. Negó con la
cabeza mientras se abría paso entre la muchedumbre y no pudo evitar ver el
signo de la espiral. El signo del Laberinto de Poder.
La espiral representaba los viajes que debemos
emprender para conocernos y amarnos de verdad. De estos viajes interminables
regresamos con más poder y sabiduría. Laie no pudo evitar resoplar. Ella sí era
de los que había emprendido un viaje que la habían cambiado por completo. No
sólo por dentro, sino ante los ojos de un país.
Decidió parar la marcha hasta que acabasen los
espectáculos. Así era imposible moverse sin llamar la atención entre gentes con
todo tipo de ropajes menos lujosos hacia el lugar donde la esperaban la
capitana, el comandante y el inspector. La sibila del pueblo se alzó junto a la
duquesa Talma. La duquesa lucía una sonrisa brillante mientras que la sibila se
mantenía firme y a pesar de ser tan menuda y mayor.
—Alguien se alzará en este último laberinto sin que
nadie se lo espere dando fin a esta tradición –anunció con voz áspera y
desentrenada.
Si bien entre el público se escuchaban murmullos,
quejas, rumores y demás; no se escucharon por encima del himno de Ruña que se
empezó a entonar tras las palabras de la Sibila, predictora del futuro del
pueblo. La sacaron unos guardias del estrado y la duquesa Talma se lucía ante
le himno. Laie permaneció un momento cavilando. Nunca había hecho caso de
premoniciones ni trucos de falsas brujas y, sin embargo, de tantas veces que
había escuchado a la sibila, nunca le había parecido tan sincera. Decidió
despejar su mente de pensamientos innecesarios y fijarse en su objetivo. Mas
cuando Poulei tiró de ella para guiarla a la taberna donde tendría lugar el
encuentro no pudo evitar que el himno de Ruña se le embriagase como un lamento.
La melodía del himno de Ruña. Le recordaba a su infancia. Dudaba si era la
primera canción que había memorizado en su vida.
Entonces, comenzó a sonar la gesta de Irial por parte
de un juglar. Laie resopló y quiso escapar corriendo. La gente empezó a
aclamarla, como la guerrera en la que se había convertido. ¿Qué sabrían ellos?
Los estaba rozando, empujando, apartando. Y, sin embargo, no reparaban en ella,
sino en la imagen del estrado.
Como guerrera, siempre había sentido cerca la muerte.
La había visto, olido, rozado. Esperaba que el símbolo que se había convertido
en tantos corazones no se extinguiera aunque se sintiese un fraude por no poder
corresponder a tanto amor y admiración que, en el fondo, había aprendido
durante toda su vida a no sentir. ¿Desaparecería su nombre? ¿Seguiría en la
historia? No eran cuestiones relevantes para ella pero sí le ofrecían un toque
de curiosidad morbosa.
—Hablan de Irial y su historia en el reino –comentó
Poulei, sardónico mientras llegaban a la taberna y ante la aparente sordera de
Laie. —Irial, tú.
—No es solo eso. Es Irial, la desinformación y la
manipulación contra el miedo –zanjó Laie.
Poulei rio y se encogió de hombros.
La bodega no era demasiado aparatosa ni demasiado
decorada. Más bien se trataba de un antro amplio donde los tonos predominantes
eran los pardos de la madera de la barra, sillas, mesas y taburetes con el tono
beige con manchas de grasa de las paredes. Allí ya se encontraban la capitana
Ganesa, el comandante Sult y el inspector, a quien Laie aún no conocía. Era un
hombre que parecía ir vestido de incógnito, con una larga capa gris y una barba
y bigote espesos que tapaban casi todo su rostro. Lo destacable eran sus
profundos ojos azules que intentaba disimular con unas lentes cuadradas.
Calzaba botas de policía y su cabello parecía no haber pasado por un buen
lavado en días. Miraban con expresión de desaprobación a su redor, a la par que
parecía que estaban estudiando el ambiente con su disciplina militar. No
parecían tener ganas de charlar. Sólo había en toda la bodega un par de
borrachos solitarios y grupos de gente mal arreglada que se disponía a celebrar
los festejos del pueblo.
Poulei quedó dándoles la espalda y vigilando al grupo
sin entrometerse en la conversación. Tan sólo pendiente de que nadie inesperado
o indeseable los interrumpiera. Acató tal orden de Laie/Irial sin rechistar.
Laie se presentó ante ellos bajándose la capucha y mostrando su antigua melena,
no la de la guerrera Irial. Los demás asintieron sin saludar y el comandante se
dispuso a hablar:
—Bien lo que está sucediendo es lo siguiente: antiguas
bandas que se dedicaban a traficar con alcohol y otros tipos de drogas mudaron
su comercio en cuanto estalló la guerra para traficar con otros conceptos, esta
vez con suministros vitales… comida, productos de higiene, etc –Laie asintió
para corroborar que lo estaba siguiendo—. Sin embargo, en cuanto se distinguió
un bando vencedor, optaron por un nuevo tipo de negocio, además de los
anteriores: documentación falsa para supervivientes del bando enemigo. Al
principio eran nuevas identidades y documentos para cualquiera…
Ganesa, con su resolución habitual se impacientó por
interrumpir:
—Este tipo de mercado lo llevaban solo dos bandas.
Pero las dos querían el monopolio de esta actividad tan peligrosa pero que
tanto dinero les da. En el crimen de la frontera fue asesinado el cabecilla de una
y ahora las dos están en guerra entre ellas. No descartamos más asesinatos, de
hecho, el inspector sospecha de algunos crímenes que acontecieron esta semana.
Laie optó por esperar a conocer el punto de vista del
inspector.
—Sí, tres asesinatos en extrañas circunstancias en la
calle de sujetos que no pertenecían a Ruña sin poder ser resueltos. Se
ocultaron muchos indicios. Sospecho de infiltrados en la policía —. Lo contó
con una sonrisa tristona. Era una negligencia, pero la intuición de Laie le
decía que estaba dispuesto a enmendar su error poniendo todo su empeño en ello
y sería una gran baza ya que era nacido en Ruña y podría filtrarse sin
sospechas en más lugares que el resto de la comitiva.
—¿Por qué Ruña? –Preguntó Laie dándose cuenta de una
persona a la que se estaban refiriendo sus interlocutores.
—Es un ducado bastante desapercibido en el país y
tiene puerto.
—Entiendo.
Los enemigos con nueva identidad intentarían marcharse
en barco, un medio que los mantendría más ocultos y seguros para marcharse sin
tener que atravesar el continente gobernado por el bando vencedor.
—Eso no es todo –prosiguió el comandante—. Tememos que
una de las bandas tenga acceso a nuevas identidades para peces más gordos del
bando enemigo que hayan conseguido escapar.
Laie rio secamente.
—Varister.
—Podría ser –confirmó la capitana Ganesa.
Laie fijó sus grandes ojos en Ganesa. Era la única a
la que conocía del grupo. Había sido su profesora. Laie conocía su historia.
Fue una joven brillante. Excelente estudiante y deportista. Se enamoró de un
individuo que resultó acabar en el otro bando. Lo asesinó y estuvo años sin querer
saber nada de amor. Volvió a enamorarse pero decidió que era un romance sin
futuro. Dejó un hijo. Lo dio en adopción sin decírselo al padre que falleció en
la guerra entre el bando contrario. Se dedicó a la clausura y dar clases de
medicina a sus alumnas repudiadas de algún modo. Ganesa se había sentido
siempre indentificada con Laie. También había salido de una familia que no
comprendía su talento. Le dio permisos a Laie para que entrenase para ser la
medico-guerrera en la que debía convertirse. Había visto antes que nadie su
potencial y puso sus expectativas frustradas de vida en ella, como si de ella
misma se tratase. Laie le debía todo.
—Entiendo porque me han llamado aquí —. Añadió
mientras se mecía en sus elucubraciones y la objetividad—. Ruña es mi pueblo de
nacimiento, tengo experiencia con los más altos cargos del bando enemigo y…
—Uno de los jefes de las bandas sospechosos es su
padrastro –añadió el comandante Sult.
Laie asintió sin mostrar atisbo de emoción.
—Supongo que se pretende que vuelva a mi antigua casa
a investigar como infiltrada. Bien. Así sea. No diré mi verdadera identidad.
Durante la investigación volveré a ser tan sólo Laie.
—Podrías intentar adivinar detalles sobre sus
trabajadores de la banda para poder infiltrarme yo donde tú no puedas –añadió
Ganesa.
Laie asintió con ademán contemplativo para poder darle
el visto bueno a Ganesa.
—Eso será más adelante. De momento, capitana y
comandante, id uno al censo del pueblo y otro al registro del puerto para
comprobar todas las identidades a ver si damos pescado a alguno ya encubierto.
Inspector, continúe su labor, pero esté atento y apunte todos los indicios de
algo sospechoso sobre los crímenes habidos y por haber y sobre los posibles
infiltrados. Nos reuniremos en esta taberna cada día de fiesta de la semana
para no levantar sospechas. Nos haremos pasar tan sólo por extraños amigos.
Todos estuvieron de acuerdo. No obstante, el
comandante Sult replicó más tranquilo:
—¿Se puede saber por qué este lugar en medio de toda
la muchedumbre del pueblo en fiesta?
Laie rio.
—En este pueblo cuanto más oídos haya, menos te oirán.
Para no levantar sospechas en la investigación—. Mientras veía sus secas
cabezadas de asentimiento, añadió: —Perseguimos peces muy gordos.
Y ahí estaba el documento del crimen oficial. El
inspector se lo otorgó antes de marchar. Además de lo que le habían explicado
resumidamente de manera hablada se veían imágenes de víctimas ensangrentadas.
Parecía que se habían ensañado con ellas.
La sangre era a algo a lo que se había acostumbrado.
Una gota, un hilillo, un reguero. La cantidad de sangre que se escapase de un
cuerpo era la diferencia entre leve herido, grave herido o muerto. En las
batallas el color de la sangre era un escarlata que adornaba la estampa. Era
inevitable.
Poulei lo miró con impresión interrogante cuando se
marchaban. La multitud en la plaza también se estaba despejando. Laie siempre
supo ocultar sus intenciones y pensamientos. Su cara de póker era conocida. Fue
espía para el rey escalando como buena guerrera a la para que nadie conocía sus
intenciones. El rey fue listo cuando la descubrió cuando en una ocasión tuvo
que huir. Se hizo amiga de enemigos e, incluso, del principal líder del bando
contrario. Así fue que lo mató. Las historias hablaban de heridas de guerra en
contra de la verdad, él último aliento del enemigo fue gracias a la traición de
una soldado doble. Con estreza, inteligencia y su famosa cara de póker. Siempre
quiso ver el lado bueno de las personas. Y Poulei era una de ellas. Era su mejor amigo
que nunca la había traicionado y se merecía la verdad.
—De momento es cuanto tenemos pero averigua todo lo
que puedas sobre gente que haya luchado en la guerra.
—Y tú te encargarás de investigar a tu padre –terció
Poulei tras la explicación.
—No es mi padre. Es mi padrastro.
— Tienes demasiados padres –intentó bromear Poulei.
Ante el semblante serio de Laie,a ñadió—. Él siempre te subestimará. Eres la
mejor para conseguirlo. Si llega a saber quién eres realmente sospechará…
—¿Y quién soy realmente?
Laie arqueó las cejas. Ante una pregunta que
aparentemente era simple, se escondía un dilema vital para ella.
—Para mí y todo el país siempre serás Irial. La que ha
acabado la guerra y salvado millones de vidas.
—No es sino la sombra de una ilusión en lo que creéis.
Laie le dio la espalda y marchó con paso rápido frente
a su amigo entre una callejuela que ambos conocían. En aquel pueblo nunca había
sido nada. Todo había cambiado al llegar como No Válida al hospital del ducado
de Merk. Era una buena aprendiz. Consiguió ser doctora antes de lo previsto.
Dura, de ceño fruncido, callada, seria y arisca. Muchos parecidos con su padre.
Un día se subió a lo alto del hospital, no sabía si quería morir o no. Un señor
le habló. Ella le dijo que quería aprender a defenderse, no sólo como médica,
sino también como guerrera. Él se lo prometió. En poco tiempo, un par de años,
se hizo una gran guerrera. Había un tratamiento controvertido, ella se lo
ofreció a cambio de partir con él. Lo curó, él fue su padrino en la lucha y la
llevó consigo. La parte mala había ocurrido después. Nunca había hablado con
nadie de ello y aquel día no sería una excepción.
—Siempre he creído que tenía que arreglar el mundo. Al
menos, en este pueblo durante semanas, me lavo las manos de lo que ocurra. No
seré responsable –dijo, brusca, mientras las pisadas fuertes de ambos oficiales
resonaban en el suelo pedregoso de la callejuela.
—Tú no eres una mala persona. Tus actos te han llevado
por la senda de tus circunstancias –respondió, sin intimidarse, su amigo.
—¿Y tú?
Poulei calló. Para él la situación era distinta. Él no
tenía que ocultar su identidad y sería recibido como un héroe. Laie soltó una
carcajada áspera y le dio un leve golpe en el hombro como seña de complicidad.
—Desde luego más difícil de explicar que tú. Te
mereces ser el héroe durante unos días.
—La gloria es tuya.
—En este lugar es difícil.
—Sin la guerra no hubiera existido la historia. Una
historia que ya no se podía rectificar.
Entre compañeros que no se hartaban de compartir
bromas groseras las conversaciones serias se volvían incómodas. Laie se
despidió al llegar cerca de la que había sido su casa hacía diez años con
nuevos propósitos. Poulei parecía nervioso ante acudir a la suya. Llegaron en
la encrucijada a un lugar extraño para ambos que lucía como un desagüe. Laie se
había acostumbrado antes de la guerra, en el instituto como No Apta, de
medicina, a los peores olores del ser humano. Aquello ya tenía otra estética,
otra dimensión. Lejos del hogar que Laie recordaba. Parecía que su acompañante
pensaba igual ya que no mediaron palabra mientras miraban con ojos muy abiertos
en su redor. No quería preocuparlo y quería tumbarse en una cama decente e
investigar aquello en otro momento. No comentó nada. En cambio, disimuló su
asco con una risa nerviosa.
Partió sola hacia la mansión de sus padrastros. La
aclamada victoria de la guerra se desmoronaría en cuanto se conociesen los
últimos acontecimientos. Más aún y se descubría el crimen que daba luz a la
vuelta de algunos rebeldes. Caso que trataba Laie. Deseaba confiar en la reina
Astigia en que… no obstante, sospechaba de ella. Era inevitable para el sentido
común. Debería enderezarse lo que se hubiera torcido. Laie temía un caos
social.
Parecía un desafío prueba de sus probabilidades. No
las de Laie. Eso quería pensar ella. Si había un lema en su vida es que nada
era imposible y, otro, que nada era nunca suficiente. Algo que no le apetecía
demasiado, sabiendo que solo disponía de días de libertad mientras durase la
investigación en su pueblo. Y, sabiendo que podría estar Varister de por medio,
esos días de extraña libertad podrían acabar en la muerte.
Nunca se libraría de la estampa de haber blandido una
espada que le había llevado a ganar la guerra. Aunque nunca había puesto las
cartas sobre la mesa. Nadie, excepto el rey sabía cómo lo había logrado
realmente. No obstante, no por ello Irial dejaba de ser respetada y conocida
heroína patriota.
Le resultaba reconfortante verse entre la muchedumbre
como una más. Como Laie. No como Irial. Sobre todo, en aquellas noches donde el
pueblo cobraba vida cuando solían dormir al atardecer, por costumbre. Estaba
escuchándola como cuando la hipnotizaban los mejores cánticos de los
espectáculos de la capital. Desde luego, la condesa sabía hablar y cómo captar
a su público. Sin embargo, sabía marcar distancia. Como si algo fuera ella sola
y otra la muchedumbre. En el mismo centro de la ciudad, en las inmediaciones de
unos jardines se encontraba la tan temida casa de su infancia y parte de
adolescencia.
La mansión por fuera se presentaba con el mismo
aspecto de siempre. Una amplia estructura de piedra grisácea con un ancho patio
de adoquines en cuyo centro reinaba un árbol podrido y sin hojas. Caminó con
paso decidido y timbró. Unas pisadas taconearon hasta la entrada.
Al cruzar el umbral se accedía a un amplio recibidor
que ahora estaba ostentado con decoración que se le antojaba un derroche:
armaduras, esculturas, cuadros que con ojo avizor se adivinaban caros… Frente a
ella, su madrastra. Los años habían hecho mella en ella. Más arrugas y un
cabello ahora caoba que adivinó, taparían sus nuevas canas. Gritó. Laie quiso
sonreírle hasta que su padrastro irrumpió a trompicones. Él parecía conservar
mejor la edad. Era el mismo, exceptuando hebras de plata en su denso cabello.
Vestía una bata verde botella y estaba con los ojos como platos mientras que su
madrastra empezó a sollozar.
—¡Ni una sola carta en todo este tiempo! ¡Te dábamos
por muerta! –bramó su padrastro.
—Los hospitales no son como el frente. Aún hay moral
para tenerlos considerablemente bien protegidos –respondió ella. Tenía el pulso
acelerado pero se mostraba tranquila.
—Pues con más motivo –añadió él, un tanto aturdido a
la ausencia de la antigua sumisión de la muchacha.
—Mi destino no está con vosotros.
—Romian ha muerto –anunció su madrastra entre
lágrimas.
Laie bajó la mirada ante el semblante duro de su
padrastro y la congoja de su madrastra. En ese mundo se había acostumbrado a
ver cadáveres y sangre. No a ver a su padrastro envuelto en turbios negocios a
los que no se quería abrir a nadie. Ni siquiera a sus hijas, ni a su hijo menor
fallecido en batalla. El sistema estaba tiritando.
Dibujó una sonrisa apagada con un abrazo flojo para
intentar consolarla.
—¿Qué tal está Gía? Lamento mucho la muerte de mi
hermano pequeño. No sabéis cuanto.
Su padrastro la miró entonces con una expresión de
perplejidad, como si no estuviera convencido de su explicación.
—Tu hermanastra está perfectamente. A punto de forjar
un matrimonio perfecto con un noble de Ruña.
—Me alegro mucho –contestó Laie.
—Vamos chica, te haré un té – la instó su madrastra.
Los tres acudieron a la cocina donde tantas cosas
habían ocurrido desde que la habían adoptado. Sus hermanastros jugando mientras
ella estudiaba y luego la culpaban a ella, conversaciones familiares, prácticas
de cocina entre niños y mayores… Sin embargo, Laie no podía dejarse llevar por
lazos sentimentales. Su padrastro era el principal sospechoso de una
investigación de guerra de nivel nacional. Estaba allí por eso y no porque
guardase, precisamente, buenos recuerdos familiares ni nostalgia.
Su padrastro le sostuvo la mirada. Como buen nuevo
jefe era un animal que sabía oler el miedo. Por lo tanto, había que mostrar
respeto, pero nada de amilanamiento. El interrogatorio inicial desembocaría en
un rapapolvo. Ella lo miró con determinación.
—Querida, me duele la espalda. ¿Podrás prepararme tu
mágico brebaje?
—¿No ves que tiene sueño? Mamá, no prepares ningún té.
Me iré a cama ya.
—¿Unos años en medicina y ya te atreves a conducir mi
vida? ¿La de tu padastro? –vociferó.
—Tan sólo he visto a mamá bostezar. Si no es mucha
ciencia, teniendo en cuenta las horas que son, significa que quiere dormir.
—Ay, hija. Te doy la razón –murmuró con cansancio su
madrastra.
—Más os vale. Ha vuelto mi hija de a saber dónde con
aires de grandeza y ahora tengo que tratar con ella.
—Mañana será el día.
Su madrastra la miró con ternura y abandonó con manos
temblorosas la cubertería de porcelana que estaba preparando. Su padre volvió a
torcer el semblante.
—Mañana tengo una reunión de negocios.
—¿De las secretas? –susurró su madrastra, pero Laie la
entendió demasiado bien, con oído agudo, por sus años de experiencia en
combate.
Su padrastro asintió.
—Estoy muy cansada por el viaje. Estaré en casa pero
intentaré no molestar –terció Laie fingiendo un bostezo mientras se levantaba.
Estaría atenta por si aquella reunión secreta le hacía avanzar en su
investigación—. ¿A qué cuarto puedo ir para dormir?
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