PROLOGO
—¿Qué
tal estás?
—Salvando
vidas.
—¿Muchas?
—Un
país entero. Bromeaba.
El
rey relajó el gesto. Tal hecho tranquilizó, en parte, a Laie. Era medianoche y Laie
no había conseguido conciliar el sueño mientras leía un denso ejemplar de
novela clásica del país del Ocaso. País al cual servía como militar. Un
comandante le había salvado de tan pesada lectura comunicándole que el rey
quería verla. Rápida como era, se presentó en los aposentos de su majestad, un
hombre mayor con grandes entradas de cabello castaño, bajo pero fuerte y de
ojos oscuros. Su barba y cejas espesas enmarcaban su mirada fiera cuando se
dejó de andarse con rodeos en su bien decorado despacho de asuntos urgentes.
—Se
trata del comandante Hier. Nadie sabe dónde está desde hace días—. Laie asintió
en señal de comprensión. Parca de palabras como era, el rey entendió su gesto
como una invitación a proseguir—. Hubo una redada dirigida por él en las fronteras
de Ruña. Encontraron sus cuatro agentes muertos junto con el capitán del
ejército rebelde Epios, también muerto. Lo curioso del asunto es que Epios
portaba una tarjeta identificadora falsa que le daba una nueva identidad.
—Entiendo
–terció Laie—. Supongo que habrá que descubrir quién es el traidor que está
dando falsas identidades a los rebeldes supervivientes y libres.
—¿Sabes
por qué te elegido a ti, verdad?
Laie
asintió. Aunque ella su nombre verdadero era Laie y no era más que una huérfana
que había pasado por dos familias hasta que acabó practicando como sanadora
cuando había estallado la guerra contra los rebeldes, el mundo la conocía con
otro nombre. Irial. La guerrera Irial que había sido crucial para ganar la guerra.
Una heroína sin rostro conocido. Anónima, excepto por el nombre entregado por
una raza que vivía clandestina y apenas se mezclaba con humanos. Sus hazañas
eran legendarias. Esa era la explicación que se le ocurría a Laie.
—No
es lo que tú piensas –dijo el rey tras su pausa. “Varister, pues”, pensó Laie—.
Me consta que tú has nacido en Ruña y conoces muy bien el ducado.
Le
hizo la síntesis de los detalles más relevantes de la muerte y de su contexto.
Todo apuntaba al mismo lugar. La guerra era como una cloaca que se hubiese
cerrado, pero aún había ratas escapando por las rendijas. Los combatientes del
reino enemigo supervivientes se resistían. Irial había logrado una gran
victoria. Aún siendo aclamada por todos, podía desenvolver un papel final que le
venía como anillo al dedo. Investigar de incógnito, con su antigua identidad,
el crimen en el ducado de Ruña.
—Varister
aún está de por medio. Otra vez me mandáis como cebo a ese rebelde.
—Por
favor, tómame en serio –contestó muy recio el rey—. Varister seguirá siendo una
amenaza hasta que por fin tenga su cabeza de trofeo. Y tú eres una de sus
debilidades.
Se
sintió avergonzada. Sopesó las implicaciones de lo que acababa de oír. No sólo
por la gravedad de los hechos, sino por lo que le atañía a ella misma. Varister
era un asunto personal para ella. Uno de los grandes dirigentes del bando
enemigo que seguía vivo y oculto. Tan sólo llegaría el momento de darle muerte
y la guerra habría puesto su verdadero punto y final. Le habían puesto un gran
precio a su cabeza pero ni los cazarrecompensas más experimentados eran tan
diestros como él en combate. Debía ser alguien muy hábil en la batalla quien
consiguiera darle muerte y Laie se lo tomaba como un capricho suicida propio.
—¿Hay
alguien que haya cantado? –Preguntó la joven, cambiando de tema.
—Uno
cantó. Le mataron. Ahora tenemos nuestras sospechas.
Hizo
una floritura con la mano desdeñosa.
—Migajas
para ellos.
—Migajas
para nosotros. Para vosotros. Para ti.
—¿Qué
quieres decir?
—Que
no será un gran esfuerzo para la gran Irial.
—Así
me llaman en el país entero. No será así en Ruña.
—Será
mejor para tu investigación que ignoren quién eres en realidad. Los ignorantes
no son conscientes de los barrotes que los encarcelan
—Y
no pensar. Yo estuve mucho tiempo encarcelada —–divagó Laie mientras cavilaba
su decisión. En Ruña ya no es que fuera una más del montón, es que siempre
había sido despreciada. No esperaba un buen recibimiento.
—Ahora
todos te adoran. Eres una heroína.
—Eso
piensan de Irial. En cambio, mi rostro sigue siendo el mismo. El de la misma
marginada que marchó como una No Válida.
El
rey inspiró hondo y clavo su oscura mirada en los ojos azules de Laie.
—Habla.
Pronúnciate. Muéstrate y hazlos callar.
—Supongo
que ese es el menor de mis problemas.
—Pero
le das tanta importancia que el problema ha crecido con ella. Te quiero allí
para que me ayudes. Sin embargo, también es algo personal para ti.
—Eso
no significa que sea la más adecuada.
—En
esta guerra siempre has sido la mejor para todo.
Laie
se giró hacia un gran espejo del salón del rey y se pudo ver tal y como era en
aquel momento. Pelo pajizo, ojos azules, tez pálida y cuerpo atlético salpicado
de cicatrices.
—La
guerra ha acabado –se pronunció, tras la pausa.
—Aún
quedan ratas que aplastar
Finalmente,
asintió. Sí había un asunto que le importaba en Ruña que nadie conocía y había
dejado de lado.
—De
momento tan sólo deseo volver para volver a ver mi lugar de nacimiento.
—¿Alguien
hay vivo que te espere allí? –Se interesó el rey.
—Mis
familias. La biológica y la que me ha acogido, a parte del tercer padre que me
ha dado mi madrastra –rezongó Laie.
Notó
que se tomaba su tiempo para responder.
—La
duquesa de Ruña no dejará su puesto fácilmente.
—Entiendo
vuestras palabras pero tal no es mi deseo –contestó educadamente.
—¿No
quieres el ducado de tu lugar de nacimiento? Creo que sería un buen premio si
lo haces bien.
—No
–se limitó a contestar ella.
Sabía
que al rey a veces le gustaba jugar con las lealtades de la gente otorgando
títulos. Como Irial, ya había sido propuesta a general, puesto que ella
rechazó. Realmente no tenía claro qué hacer en el futuro pero el poder no
estaba dentro de sus planes.
—Por
ello serías la mejor—. El rey sirvió un par de copas de té, tranquilo pero
interesado—¿Cómo se puede razonar con esa lucidez antes de que te maten?
—Hay
quien dice que, al morir, toda tu vida pasa sobre tu cabeza. Yo he sido siempre
niña de espíritu y mi vida se pasa ganándola, luchándola. Quizás estar tan vivo
de mente y espíritu es lo que me ha librado de la muerte.—Decía Laie casi por
acto reflejo como si fuera un concepto elemental—Es la esperanza la que hace
vivir al guerrero. Y, en ausencia de ella, la que provoca su derrota.
—Te
describo el mundo real. Tú has pintado un mundo placentero, colorido, feliz.
Pero aún quedan resquicios del antiguo golpe de estado. El caos, la
desesperanza, lo triste…
Hubo
un silencio entre los dos.
—Tus
silencios son tan escandalosos… Callas pero gritas por dentro y tan sólo
alguien que te conozca sabe interpretarlos –comentó el rey mirándola con
curiosidad.
Laie
resopló ante los jueguecitos mentales del rey y volvió al tema:
—Tendré
que mentir. No podré ser yo misma.
—Por
desgracia, debes abandonar tu cómoda armadura como legendaria guerrea Irial
para volver a ser la triste muchacha que
eras… con sus ropas de dama. Tienen tu cuerpo, no tu alma. Has cambiado. Pero,
durante la travesía, todos cambiamos. No seas egocéntrica.
El
rey dio un sorbo al té mientras que Laie lo apartó educadamente. No tenía ganas
de bebidas estimulantes. Entonces, sucedió. El rey tosió sangre y cayó
inconsciente frente a ella.
Laie
se levantó rápidamente y pudo ver como el rey dejaba de respirar y de tener
pulso. Estaba muerto. Olfateó el té y comprobó que estaba envenenado. Habían
asesinado el rey y también habían intentado asesinarla a ella. Más que nunca se
decidió a seguir con su misión, No obstante, para marchar en Ruña no se podría
fiar de nadie. Había un traidor cercano y no se imaginaba quién podría ser. En
aquellos momentos, tan solo confiaba en una persona. Pero antes debía alertar a
la reina.
Marchó
corriendo por los pasillos pedregosos. La reina debía estar en sus aposentos
reales y ella sabía bien donde se estaban debido a tantos encuentros con el rey
en plena jornada de sueño durante la guerra, cuando ella ya disfrutaba de las
comodidades del palacio real.
Llamó
a la puerta tras descubrirse ante sus guardias que, conociéndola como la
heroína Irial, le dedicaron una reverencia. La reina parecía despejada pero no
quiso traspasar el umbral de la puerta. Lejos de sus elaborados peinados
habituales, lucía un pelo lacio y negro
con un flequillo que semejaba ridículo. Portaba un camisón elegante que bien
podría pasar por un vestido de una doncella.
—Mi
señora, el rey ha muerto.
La
reina no respondió. Permaneció callada con su mirada oscura perdida en un punto
fijo, forzando retener el llanto.
—Cuéntamelo
todo –dijo, finalmente.
Era
una reina fuerte pero lejos de los asuntos de su antiguo marido. No por ello
era estúpida. Ciertas estrategias e ideas del rey las había tramado ella,
aunque permaneciendo en el anonimato. Laie se dispuso a contar toda su reunión
con el rey hasta el momento de su muerte. La reina asentía y dejó escapar una
lágrima.
—Debes
continuar la misión en Ruña –terció con aplomo.
—¿Estabais
al tanto? –Quiso saber, Laie, hablando con delicadeza.
—Tu
duquesa planea volver a convocar el laberinto de poder. Quizás no nos veas
merecedores de tu talento aquí. Mas allí podrías demostrarlo.
A
Laie le extrañaban las palabras de la reina. Decidió pensar que se trataba de
alguna de sus triquiñuelas con el rey. Al fin y al cabo, al difunto rey no le
había dado tiempo la vida para dejar de hablar de su plan. Mientras tanto, un
silencio sepulcral inundaba los corredores, tan solo cesado por el crepitar de
las antorchas. Ni siquiera los guardias reales daban señal de haber oído nada
de lo contado.
—Es
una prueba vedada a esclavos.
La
reina resopló y esbozó una sonrisa de autosuficiencia ante la respuesta de Laie.
—Ese
será tu destino si no decides volver sobre tus pasos. Puedes ganar. Puedes
gobernar. He de confesar que te he temido. Te he subestimado. Verás, resulta
que en tu ducado natal existen ciertos negocios turbios que atentan contra el
reino. Puedes descubrirlos y tu duquesa será apartada del lado por la fuerza…
—No
me incumbe. Eso es ilegal.
A
Laie le sorprendía la frialdad de la reina. A decir verdad, nunca la había
conocido demasiado bien de primera mano. No supo discernir si se trataba a su
entereza y templanza o… a otro motivo más turbio.
—…
O bien puedes ignorarlos y acabar demostrando tu valía en el tan aclamado este
año el Laberinto de Poder.
—Vuestro
marido no lo hubiese ordenado –contestó Laie.
Habitualmente
se permanecía inmutable en su semblante pero aconsejarle entrar en el Laberinto
de Poder le hizo sentir escalofríos. Había escuchado historias sobre aquel
lugar desde que era pequeña. Ninguna solía acabar bien.
—Pero
no está en sus capacidades de ordenar. La ignorancia no te valdrá a tu favor.
Sé que no conocías las intenciones de la condesa de Ruña –proseguía la reina—.
Cumple el último deseo de mi viudo. Yo me encargaré del resto. Por algo soy
reina.
—Por
favor, que sea secreto –apuntó Laie.
La
reina asintió con una sonrisa condescendiente.
—Mandaré
algún soldado con título allí pero no dejaré que sepa quien sois. Si es de
vuestro agrado.
—De
acuerdo.
—Los
conocerás. Podrás contactar con ellos en cuanto queráis y veáis que no os
perjudica. Ellos en cambio a vos, no.
Bastante
desconcertada, Laie hizo una reverencia mientras la reina se volvía a adentrar
en sus aposentos. ¿Tendría algo que ver en el asesinato de su marido? A saber.
Lo que sí sabía era que en palacio no estaba ya segura. Le dio la sensación de
que la reina la quería muerta. Al menos era lo que sus palabras denotaban.
Pero… ¿por qué matar a su marido? ¿por qué matarla a ella? O lo que era peor,
¿por qué matarlos a los dos? Eran interrogantes sin respuestas, de momento.
Corrió
a ver a la única persona que creía digna de confianza y lealtad para
acompañarle. De hecho, él también había nacido en Ruña. Se trataba de su mejor
amigo desde que les había acaecido la guerra: Poulei. Con paso ligero, llegó al
ala más abandonada de palacio, donde tan sólo algunos soldados preferentes
tenían cuarto. A veces, compartido con otros del mismo rango.
—¿Qué
hora es? –Musitó él con voz ronca cuando Laie irrumpió con su llave maestra en
su cuarto.
—La
hora de la conversación.
Poulei
se irguió de golpe frotándose sus ojos color miel con sus largos rizos negros
cubriendo su rostro.
—¿Para
eso me has despertado?
—Se
avecinan cambios.
Cuando
se irguió dando una seca cabezada de militar en seña de asentimiento mostró su
cuerpo fuerte pero esbelto de estatura mediana.
Laie
procedió a explicarle todo, lejos de oídos indiscretos. Él, como soldado
experto que era, asintió. Se vistió rápido para acudir otra vez con Laie a sus
aposentos donde Laie agarró sus cosas de viaje y se cambió de ropa sin pudor
ante su mejor amigo. Partirían ya.
Cavilando
y luciendo el talento del que presumen las mujeres de realizar más de dos cosas
a la vez se dio cuenta de que la gran tragedia de ese país no era la guerra.
Era la muerte. Muerte de vivir tranquilo, libre, feliz. Para todos y cada uno
de los ciudadanos. Ella podía contribuir a impedirlo.
-Nuestros
soldados no han vivido muchos años y aún no acaba la guerra –se lamentaba Laie
cuando marchaban cuales sombras silenciosas en la oscuridad de palacio.
—Veo
temor en sus ojos. Todos los días. De que vuelva…
Laie
le interrumpió.
—Yo
veo valor.
—¿Cómo
dices?
—Yo
veo ese valor difícil de distinguir. Veo el valor de quien ha tenido miedo y lo
ha superado. De quien ha sufrido y ha superado sus lamentos. Del ave fénix que
renace de sus cenizas—. Sonrió y le estrechó la mano con fuerza —. Te agradecemos,
de verdad, tu cooperación.
840.000
personas habían muerto en la guerra civil. No era muerte natural. Era
asesinato. Era la guerra. Habitantes entre habitantes del mismo país. Había
visto dolor y alegría. Sufrimiento y dicha. La guerra tiene siempre demasiados
matices. ¿Cómo sería regresar a casa? ¿Seguiría todo igual? La guerra no le
había dejado escapar de ella, a pesar de todo.
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