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26 LO PROMETIDO ES DEUDA
Tenía a su enemigo delante y no podía evitar sucumbir
al llanto. A lo mejor debía morir, había hecho mucho mal. Y ella creía en la
justicia. Acurrucada sobre sí misma, escondió la cabeza en las rodillas y
gimoteaba. Su corazón hervía en un cúmulo de emociones. Desde el rencor y odio
que la había hecho orquestar aquella masacre hasta la culpa de haberse
convertido en una auténtica asesina y carnicera. Sentía el helado suelo de
mármol soportando la gran carga de su cuerpo y la que suponía su alma y todo
daba igual. Que fuera lo que tuviese que ser.
Reidos se acercó a ella. Bien, iba a matarla. Había
matado a su hermana. Era justo. Sin embargo, Reidos la abrazó.
Sin saber si era algún tipo de maniobra para acabar
con su vida o un abrazo sincero, Marta se dejó caer sobre su pecho y siguió
derramando lágrimas. Estaba a la expectativa de que, de repente, le insertara
un puñal o algún tipo de arma letal. Qúe boba. Era inmortal. A lo mejor
guardaba algún tipo de fuego mágico e iba a hacerla arder. Pero Reidos la
mantenía entre sus brazos, respirando agitadamente y no hizo nada.
—Harta de valor —dijo Reidos, con voz queda.
Eso cogió con la guardia baja a Marta. Alzó la vista y
se encontró con sus ojos ámbar, dolidos.
—Verme llorando de esta manera… ¿te hace burlarte de
mí? —musitó Marta, dejando de llorar.
Desde las ventanas se veía una noche incipiente, donde
los colores del cielo se mezclaban como en una pintura de tonos rosáceos
apagados, dando lugar a la oscuridad. Reidos sostuvo la mirada de Marta.
—Has vengado a los tuyos y a los que querían matarte.
No tienes nada que ver con este mundo más de lo que te ha hecho la gente a la
que has matado —terció, bastante alterado.
Marta se deshizo de su abrazo. Corcel seguía en la
ventana. Algo no la dejaba huir. Lo que hizo fue sentarse en la mesa del
difunto líder de hechiceros y encenderse un puro medio consumido que tenía allí
plantado el anciano. Nunca había fumado, ni siquiera en la Tierra. Pero tampoco
nunca había matado, otro hábito recién adquirido. No vio problema en darle una
calada que templó un poco su estado de ánimo.
—He matado a tu hermana —repuso.
—Y es mi culpa —dijo Reidos, que se irguió y la miraba
sin atisbo de amenaza, con la espada envainada y sin rastro de fuego cercano.
—¿Tu culpa? —Logró escupir Marta antes de empezar a
toser por la segunda y fuerte calada que había dado al puro.
Reidos se acercó a ella y le arrebató el puro para
apagarlo en un cenicero de piedra.
—No caigas en la autocompasión por haber sido una niña
mala —le reprochó, duro—.Cientos de personas en este mundo matan a mucha gente
que más de la que tú has matado y les da igual. Es más, no tienen ni mayores motivos
para matar más que el dinero o la diversión. Pero les da igual.
Marta retorció las manos con ganas de tenerlas
ocupadas y se sirvió un vaso de zumo de limón del antiguo propietario de la
estancia. Pensó que necesitaría algo más fuerte.
—Yo no soy como ellos —contestó, invitando con un
vaivén a Reidos a un vaso, que denegó.
—Y lo sé, por eso cargo con la gran culpa de haberte
hecho hacer esto.
Reidos, a pesar de no ser una persona trasparente,
parecía sincero. Había dolor en sus ojos. Marta volvió a recelar de él. Siempre
recelaba de él. Dio un pequeño sorbo al zumo que resultó ser demasiado agrio y
lo plantó de nuevo con fuerza sobre la mesa.
—¿No quieres matarme?
—Lo prometido es deuda —contestó él, recuperando el
tono solemne que lo caracterizaba—. Prometí que te rescataría hasta que
pudieras escapar. Sigo cumpliendo mi palabra.
Marta negó con la cabeza.
—Es otra trampa. ¡Como la de tu hermana! —Exclamó,
nerviosa e incrédula al mismo tiempo.
—Mi plan falló. Me olvidé de Niara y sus sucias
mariposas —decía Reidos sentándose a su lado—. Nunca sospeché que las utilizara
hasta ese punto conmigo. Sucia traidora —añadió, con desprecio—. Debí
mantenerte a mi lado y que no llegara a acorralarte. Entiendo que tuviste que
matarla para sobrevivir y escapar.
—Pero… era tu hermana —musitó Marta.
—Digamos que ni Osles ni Niara, ni yo teníamos grandes
vínculos afectivos más allá de nuestra unión para instaurar un imperio
—respondió el príncipe Reidos, poniendo los ojos en blanco.
Marta había aprendido ya en confiar en ese hombre más
de lo que su instinto le decía. Decidió proseguir la charla con él, a pesar del
inquietante murmullo de sus soldados fuera del Bastión Morado, ansiosos por
matarla.
—Suena horrible.
—Niara murió como soldado que era —prosiguió él—. No
empuñaría una espada pero era hábil en la guerra y tenía su bonita mente
maniobrando estrategias y triquiñuelas que la hacían letal. Parecía una
muñequita pero fue la mujer más peligrosa que llegué a conocer. Sé, que si la
ocasión lo requiriera, no dudaría en matarme o apresarme. Tal y como vi que
osaba hacer con el rey Osles.
—¿Cómo lo sabes? —Inquirió Marta, más tranquila pero
triste. La culpa no se había ido y todavía sentía un dolor intenso dentro de
ella.
—Sabía utilizar sus mariposas. En cuanto supe que
estabas con ella fui corriendo hasta el cuarto donde intentó matarte y las vi.
Usé las mariposas y vi lo que había pasado —explicó Reidos.
—¡Pero no lo has ocultado! ¡Has traído hasta aquí a
soldados para que me maten! —No pudo evitar gritar Marta.
—Tenía que cumplir mi plan, Marta. No seas tan ingenua
—dijo, con paciencia—. Quiero salvar tu cuello pero el mío también importa,
¿sabes?
Marta asintió con la cabeza. Se sentía conmovida ante
el corazón tan bien escondido del príncipe del Reino del Este. Y supo
entenderlo pues, de ponerse en sus zapatos, ella estaría igual. A la vez, que
Reidos sabía ponerse en su lugar y no romper su promesa de que escapara salva.
—Entiendo. ¿Cuál es tu maldito plan ahora?
—Fingiremos que hemos luchado y has escapado —dijo,
como si tal cosa.
—¿Te creerán?
—Tendrás que herirme y yo a ti.
—¡Qué bonito! —Exclamó Marta. No obstante, tenía mucho
sentido.
—La guerra no es bonita. Lo que siento por ti y me
hace actuar así, sí. Mis soldados nunca cuestionan mi palabra y, aun así, qué
más da. Que se vayan, quedémonos solos.
—Empiezo a creerte —terció Marta. No dudó en golpear a
Reidos haciéndole un moratón en la cara y cogió una antorcha rápidamente con la
que se quemó parte del brazo izquierdo. Un dolor nada considerable con el de su
alma. Reidos apenas se inmutó pero sonrió y asintió, a la vista de que Marta
había actuado veloz con el plan—. Ya está, ya tenemos coartada— añadió Marta
después y se irguió para pasear inquieta por la habitación blanca.
—La feliz ignorancia de la dulce equivocación —dijo
Reidos, mirando su nuevo moratón en un espejo, como dándole aprobación—. Quiero
tenerte, Marta. Te vi llena de luz, la que temía mi hermana y te veo ahora tan desenfrenada y triste que deseo con toda mi alma salvar tu esencia… a ti.
Marta se paró en seco. Suspiró y se encaró:
—No puedo amarte.
— No necesitas mi amor pero yo sí
amarte —añadió él, acercándose a Marta y acariciándole el rostro.
—¿Y qué nos depararía ese futuro? O cambias o no estoy
dispuesta a tenerte —contestó ella, inmutable—. No puedo luchar por lo que tú
luchas. Yo quiero un futuro de justicia, de paz, de igualdad… de bien.
Giró la cabeza y clavó su vista en Corcel escondido
entre la oscuridad de la reciente noche. Silencioso e invisible por sus dotes
de bestia entrenada por elfos.
—Deja de hablar sobre el futuro. No me preguntes por
él. Está ya en nuestras manos —terció Reidos, enigmático—. Pero sé que entre tú
y yo no hay futuro. Aunque siempre podríamos escribir otra historia. Sin
finales felices.
Marta no pudo evitar darle un abrazo en el que él se
aferró con fuerza, tanto que la apretaba aunque no le molestaba, la
reconfortaba. Él le besó el cabello. Ella no se opuso.
—Te aprecio, de verdad —afirmó Marta, franca—. Y tú
parece que lo sabes todo. Sé que podrías hacer cosas buenas pero no quieres.
Tendremos que despedirnos.
—Volveré, no te vas a librar tan fácilmente de mí. La
vida se queda corta cuando te tocan el corazón —dijo Reidos, al deshacerse del abrazo.
Marta puso los brazos en jarras ante aquellos ojos que
brillaban. Y supo que su sentimiento era fuerte y sincero. Y Marta sintió
también dolor al estar haciendo daño a aquel hombre.
—Me haces sentir peor. Cambia.
—Tan sólo quiero refugiarme en el camino y no
desviarme de él —repuso, con sinceridad y poniéndose nervioso. Marta nunca lo
había visto perder el control.
—Realmente eres una persona que podría llegar a amar.
Eres una lucha de luz y oscuridad. Parece que quiere luchar fuerte la luz pero
siempre dejas vencer a la oscuridad.
Marta le acarició la espalda acorazada y él esbozó una
sonrisa resignada para contestar:
—Es mi camino.
—Tu camino es lo que me aleja de ti. Y no sé ni a
dónde vas.
—Yo tampoco. Pero es lo que debo hacer —insistió.
—Te diría que traicionases a tu reino, a tu hermano…
Ya no sólo uniéndote a Elzia. Exiliándote, escondiéndote hasta que acabe todo
esto. Pero no puedes—. Marta hizo una pausa—. ¡No puedes! Te amaría de no ser
por tu oscuro camino, mi lealtad al reino… y…
—Tu amor por Laisho —adivinó Reidos.
Marta sintió una punzada en el corazón.
—Sí —confirmó, sonriendo dulce—. Tan sólo puedo
pedirte una cosa —tomó aire—.Más allá de que me estés constantemente salvando
la vida. Una vida más… ¿qué más da que sea una elfa? —Reidos hizo amago de
hablar pero Marta lo detuvo—. Calla. Esta guerra es difícil para ambos bandos.
Si ganase el reino del Este, te pediría que fueses fiel a la luz de tu corazón
e intentases gobernar de la manera más justa posible. Que intentases frenar a
tu hermano en su crueldad e intentases un bien mayor para la gente.
Mantuvieron una mirada cargada de sentimiento y
palabras no dichas durante unos instantes. Reidos soltó una seca risotada.
Sacudió la cabeza y, finalmente, contestó serio:
—Te lo prometo.
—A veces me sorprende ver eso que llamáis luz de mi
reflejada en la gente. Me asusta y me gusta a la vez. Espero poder ser
realmente esa luz en la que confiáis. Superar mis demonios interiores y llegar
a conseguir un mundo mejor —habló Marta rápidamente.
—Tengo fe en ti. Nunca podré olvidarte.
Reidos cogió su mano suavemente y la besó.
—Nuestros caminos quizás vuelvan a cruzarse. Pero
entonces tendremos que luchar a muerte —dijo Marta, abrumada ante sus palabras.
—No hemos nacido para estar juntos, a pesar de lo que
siento —respondió él, tranquilo. Hablar de guerra no era algo grave para él—. Uno
de los dos tendrá que morir.
—Sí. Gracioso, ¿eh? —Terció Marta, con una risita
incómoda.
Entonces el clamor de los soldados se hizo más fuerte
y, entre la constelada noche del exterior, se escuchaban gritos y golpes de
alarma. Quizás sospechaban que deberían salvar a su general, a Reidos.
—Marcha. Te debo no deberte nada.
Reidos la agarró fuertemente del brazo y la arrastró
hasta la ventana donde la aguardaba Corcel.
—Yo te debo mucho —dijo Marta con un hilo de voz.
Reidos, impaciente, hizo un movimiento con la mano para restar importancia—. Supongo
que no es un adiós.
—Llámalo “hasta luego”.
Tras dedicarle su última sonrisa. Marta vio como
Reidos corría escaleras abajo y ella despegó con Corcel sorteando a los
bárbaros soldados del Reino del Este rumbo, de nuevo, a Vuelaflor.
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