12
Siento impotencia cuando las aguas
vuelven a la normalidad y ya no hay rastro de Rober. Una parte de mí cree haber
sido la culpable. Quizás hubiese podido salvarlo.
Nuestros rostros son un poema y solo
Paolo rompe el tenso silencio.
—Le haremos una tumba aunque no
podamos recuperar su cuerpo.
Ian se encarga de coger una roca no
muy ancha y la coloca en la orilla. Sele graba con su cuchillo el nombre de
Rober. Cada uno pronuncia unas palabras para despedirlo y rendirle honores.
—Debemos seguir adelante. Estando en
Daos, cualquiera puede morir en cualquier momento —interrumpe Paolo.
Aunque detesto la frialdad de Paolo,
admito para mis adentros que tiene razón. Tendré que cambiar mi forma de pensar
si quiero salir con vida de aquí o, al menos, cambiarla mientras esté aquí. Ya
habrá tiempo de volver a ser yo misma cuando llegue a Hafix. Pero una parte de
mí empieza a pensar que nunca volveré a ser la misma. La guerra lo ha cambiado
todo.
Avanzamos en silencio por los lindes
del boque y la orilla del río. Resuena el piar de los pájaros con las ráfagas
de viento que mecen los árboles en una danza acompasada. Tras una hora de
caminata, Paolo anuncia que ya no nos encontramos en la zona de las corrientes.
Pero aun así nadie tiene ganas de volver al río.
Parece que el discurso de Paolo ha
hecho mella en todos nosotros pues veo que todos están muy alerta ante todo lo
que nos rodea. Yo no soy menos, tengo mis cinco sentidos puestos en el camino.
Todo parece tranquilo hasta que la camarilla entera damos un respingo porque
oímos un ruido acelerado en el interior del bosque que se acerca a nosotros.
Nos quedamos inmóviles. Veo en las
caras de los demás terror. Me doy cuenta de lo que oigo parece el ruido de unas
bestias.
—Son perros salvajes —anuncia Paolo
con alarma—. ¡Todos al agua! ¡Allí no nos cogerán!
Sin pararme a reparar en el resto me
sumerjo en el agua, que está tibia. Noto el suelo embarrado en mis pies y
compruebo con alivio que no hay corrientes. Me percato de que estamos todos en
el agua menos Ian, que se encuentra apuntando con su espada hacia el bosque.
—¿Qué demonios haces, Ian? ¡Ven al
agua o te matarán! —Brama Paolo fuera de sí.
—No pienso caer en las corrientes
—responde Ian—. Haré frente a los chuchos. No creo que sean peores que los de
mi pueblo.
—¡Ven aquí ahora mismo o te morirás!
—Insiste Paolo.
Pero Ian no obedece. En el poco
tiempo que lo conozco siempre me ha parecido cabezota y gruñón pero creo que
ahora se está pasando. Deseo con toda mi alma que pueda con los perros pero una
parte de mí lo duda porque nunca había visto a Paolo tan alarmado.
—Vámonos, y no miréis —dice Paolo
empezando a nadar.
Obedecemos y comenzamos a nadar con
un silencio tan solo roto por nuestras respiraciones jadeantes. Avanzamos unos
metros y es entonces cuando lo oímos. El rugido de una estampida que ha llegado
al campo y feroces ladridos de bestias sedientas de sangre. Lo siguiente que se
escucha es a Ian forcejeando pero rápidamente empieza a gritar de dolor.
No quiero mirar y hacer caso a Paolo.
Ver el rostro de Sele cuando ella sí se atreve a mirar lo dice todo. Ian gime
de sufrimiento y no me quiero imaginar lo que le han hecho esos perros. Solo
pienso que ojalá le hubiésemos obligado a meterse en el agua.
La agonía de Ian cesa finalmente y
nadie se atreve a decir nada, sino que seguimos nadando lo más rápido que
podemos. Comienzo a meditar en que Daos reserva las muertes más horribles que
se pueda imaginar y que Paolo tiene razón: cualquiera puede caer en cualquier
momento. Quizás sea yo la próxima. Pero, al menos, habré muerto luchando por
los que más quiero.
Tras un cuarto de hora nadando, Paolo
frena con nueva expresión de alarma. Vuelvo a estar asustada porque sé que
significa ese gesto en su rostro. Se trata de un nuevo peligro.
—Salid del agua lo más rápido que
podáis —ordena con fría calma.
En ese momento lo veo. Aunque me
parece absurdo porque nos encontramos en un río y no en el mar, diviso la aleta
de tiburón acercándose a nosotros.
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