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13
La elegante pero temida aleta se
encuentra apenas a siete metros de nosotros pero avanza con rapidez. Lo que
antes resonaba como un suave vaivén del agua al moverse ante nuestras
tranquilas y apesadumbradas brazadas se vuelve un chapoteo frenético formado
por nosotros cuatro, nadando rápidamente para salvar la vida.
Soy buena nadadora, al fin y al cabo,
la capital dispone de grandes distancias bañadas por el mar y Dani siempre me
ha insistido mucho en que nade como parte de mi entrenamiento. Nado lo más
rápido que puedo en otra nueva maniobra para sobrevivir. Afortunadamente,
estábamos nadando bastante cerca de la orilla y solo quedaban tres metros para
llegar desde donde avistamos al tiburón. No obstante, aun cuando estoy a un
metro de la tierra, no me relajo e incluso espero a que llegue el dolor que
signifique el mordisco mortal del depredador acuático.
Paolo y yo llegamos a la vez a la
orilla. En ese momento me permito mirar a atrás y, aunque noto la fría mirada
de Paolo taladrándome de forma reprochante, veo como Katerina se encuentra un
metro detrás de mí con la aleta del tiburón a sus espaldas.
Veo por el rabillo del ojo como Paolo
emerge del agua y ayuda a Sele a salir. Y, aunque he sido aconsejada a no
hacerlo, le doy la mano a Katerina e intento salir yo también del agua. Oigo el
grito desgarrador de Katerina y sin inmutarme sigo empujando de ella mientras
salgo. Contemplo horrorizada cuando estoy en tierra y Katerina con medio cuerpo
fuera, como el agua se tiñe de un rojo escarlata de la sangre de la mujer.
No puedo evitar mi expresión de
horror y las fuerzas me flaquean. La mano fuerte de Paolo me ayuda a sacar a
Katerina del agua, cuya mano se cierra muy débil sobre mi brazo y cuyo rostro
adquiere una tonalidad muy pálida, acompañada de su gesto agonizante. Cuando
está fuera del agua, la aleta del tiburón se aleja elegantemente y comprobamos
sus estragos: la mitad de la pierna derecha de Katerina ha desaparecido y
presenta una marca de un gran mordisco que sangra a borbotones.
—¡Hay que hacerle un torniquete! —Mi
mente reacciona rápido y corto un jirón de tela de mi pantalón—. ¡También hay
que lavarle bien la herida! ¡Hay que darse prisa!
—Miranda… —Paolo pronuncia mi nombre
en tono seco y severo lo cual, aunque me sorprende, no logra que cese de
preparar la tela.
—¿A qué esperáis? ¡Mojad un trapo
para lavarle la herida! —Grito, comenzando a sentirme frustrada ante su
inactividad. Observo conmocionada como Katerina gime y se revuelve con
expresión de infinito dolor.
—Miranda, por favor… —murmura Sele.
Ignorándolos, arranco otro trozo de
tela.
—¡Miranda escúchalos! —Es el grito
roto de Katerina lo que me hace pararme en seco y detenerme en su mirada.
Respira entrecortadamente, envuelta en sudor—. ¡No puedes hacer nada! Ya estoy
muerta—. Intento replicar pero ella habla antes—. Por mucho que lo intentes no
creo que logres salvarme de esta herida. Y, aunque lo consiguieras, solo
ganaría unos días. Teniendo en cuenta que estamos en Daos, mucho menos. ¿O te
crees que los peligros que hay aquí o los demás asesinos me perdonarían?
Debiste haber dejado que el tiburón acabase conmigo en el agua.
—No pienso pedir perdón por salvarte
la vida —replico. Pero me detengo y me desplomo sobre mis rodillas asumiendo
que tiene razón.
—Alargarla, más bien. Has hecho mal.
Deberías haber seguido los consejos de Paolo y dejarme atrás. Por poco el
tiburón no te muerde también a ti.
—Tiene razón, Miranda —replica Paolo
muy serio—. Tú deseas más que nadie salir de Daos. Así no lo conseguirás.
Niego con la cabeza pero agacho el
rostro ante la heladora verdad de sus palabras.
—Marchaos ya —ordena Katerina, pero
con voz mucho más débil—. Me quedarán cinco minutos, calculo. ¿No es así Paolo?
Paolo asiente, inmutable.
—No podremos salvarte, pero
esperaremos hasta que te vayas —digo, esbozando una sonrisa forzada que
pretende ser consoladora.
Es palpable como Katerina no está
conforme pero está mucho más pálida que antes y, tras un gemido escalofriante,
asiente cerrando los ojos. Le doy la mano y, acto seguido, Sele y Paolo hacen
lo mismo. Katerina abre los ojos por un breve momento y sonríe.
—Ni este mundo ni el que estábamos
eran buenos hogares para mi bebé. Prometedme que serán mejores para otros
bebés. Para que crezcan sin miedo y sin violencia.
No sé si está delirando o lo dice en
serio pero, sabiendo que quizás es lo último que oiga, respondo:
—Te lo prometo.
Katerina, con una mezcla de felicidad
y dolor en su expresión, desploma la cabeza, inerte.
Mis lágrimas ya se han secado. Al
final he acabado acostumbrándome al dolor continuo que conlleva Daos pero no
por ello deja de doler. No enterramos a Katerina, pues Paolo insiste en que
sería perder un valioso tiempo. Pero sí permitimos que su cuerpo flote por el
río y se desintegre en las ahora turbias aguas en lugar de dejarlo tirado en la
tierra de manera que cualquiera pudiera profanarlo. De todas formas, cogemos
dos grandes rocas en las que inscribimos los nombres de Ian y Katerina, para
honrar su memoria.
El cielo está brillante y el pardo
sol del ocaso deslumbra en el horizonte. Parece que ya no somos capaces de
estar callados si no que hablamos de cosas irrelevantes, casi absurdas; como si
no hubiera pasado nada y nadie hubiera muerto; como si no estuviésemos
continuamente en peligro de muerte ni estuviéramos en el mismo infierno.
Cuando empieza a oscurecer Paolo
enmudece y nos guía al interior del bosque. Nos asentamos en una explanada de
Tierra tras pescar tres peces de no muy buen aspecto y nuestro líder insiste en
hacer una pequeña hoguera.
—Estamos cerca de la frontera con
Hafix —anuncia Paolo.
Durante unos segundos no soy
consciente de nada de lo que sucede a mi alrededor. Se acalla el murmullo de
las ramas de los árboles con el vaivén del viento, los pájaros silencian su
canto y no veo a mis acompañantes ni el espeso y oscuro bosque que me rodea.
Tras mucho tiempo, experimento la felicidad. Hasta me siento extraña cuando
siento la energía de alegría que sube por mi cuerpo. Entonces, veo sus caras:
la de Dani, la de Pedro, la de Marc, la de Tom… Hacía mucho que ya casi no
pensaba en ellos. Siento que estoy cerca de ellos y la emoción me hace temblar.
Esbozo lo más parecido que mi rostro puede dibujar a una sonrisa pero, a pesar
del torbellino que hay en mi interior, estoy paralizada. Paolo me pone la mano
en el hombro y me devuelve a la realidad.
—Estamos muy cerca pero ahora nos
espera lo más difícil. Hay obstáculos que desconozco para encontrar su salida.
No es como entrar. Entrar en Daos siempre es mucho más fácil que salir. Y,
repito, nos encontraremos con los carroñeros. Son la peor calaña que habita
Daos y ya es mucho decir. Son los psicópatas y asesinos sin sentimientos más
despiadados que habitan Hafix. Aquellos que han decidido entrar en Daos por sí
mismos para dar rienda suelta a su instinto asesino —explica muy serio—. Pero
no debéis mostrar miedo ante ellos. Tenéis que tratarlos como a los animales
fieros.
Una losa se hunde en mi interior. Me
lo tenía que haber imaginado. Siempre hay un “pero” sobre todo aquí, en Daos.
No obstante, la esperanza no se ha escapado de mi cuerpo y siento que sería
capaz de acabar con cualquier carroñero y obstáculo que se interpusiera ahora
mismo en mi camino con las energías renovadas que tengo.
—Son ellos los que te han impedido
volver a Hafix, ¿no? —Pregunta Sele con mirada escrutadora, desconcentrándome
de mis pensamientos.
—Yo nunca he querido volver a Hafix
—responde Paolo. Su mirada denota una tristeza que nunca había percibido en su
rostro. Por primera vez lo veo rendido, y me doy cuenta de que se trata de sus
recuerdos. Veo que Sele va a decir algo que seguramente sea impertinente, pero
me adelanto.
—No tienes que darnos explicaciones.
—¿Sabes qué, Miranda? Creo que deberíais
saberlo. La pena y la culpa son cargas de las que en algún momento hay que
liberarse. Dado que puede que estoy cerca de la muerte… es mejor que me deshaga
de esa carga.
Paolo se sienta, sereno y Sele y yo
lo imitamos. Lo miramos serias y él comienza a hablar:
—En Hafix tenía una vida próspera,
tras acabar mi época como militar fundé una empresa y mi negocio de vinos iba
bien. Además, conocí a una hermosa profesora de la que me enamoré profundamente
y nos casamos un año después de nuestra primera cita. Tuvimos a Elany, la niña
más bella que jamás ha pisado este mundo y éramos felices. Mi negocio mejoró,
superando incluso a los demás prósperos negocios cercanos de vino y eso
conllevó más trabajo. La empresa creció y empecé a ganar mucho más dinero pero
apenas podía pasar por casa. Siempre he tenido mucho genio y, a veces, lo
pagaba con mi exmujer. Tras dos años difíciles nos divorciamos. Pero yo seguía
viendo a mi Elany los fines de semana y era feliz.
>>Recuerdo todas aquellas
tardes de sábados y domingos en las que podía escaparme del trabajo y llevaba a
Elany al cine, al parque con los otros niños, al teatro, a conciertos, a
museos… —Paolo alza la cabeza, cerrando los ojos y suspira esbozando una
sonrisa. Me cuesta imaginar a Paolo en aquella época, cuando era feliz y no el
anciano desengañado que es ahora—. Mi exmujer conoció a otro hombre que, aunque
no frecuentaba los mejores ambientes, parecía bueno y se portaba bien con
Elany, lo cual me parecía suficiente y si ella era feliz con él, ¿quién era yo
para cuestionarlo?
>>Pero un día recibí la peor de
las noticias que puede recibir una persona. El dolor que sentí no se lo deseo a
nadie. Elany había salido a pasear con el marido de mi exmujer y una losa le
había caído sobre su pequeña cabeza: había muerto. Todo apuntaba a que había
sido él… —Paolo comienza a ponerse nervioso—. Era un brujo con el poder de la
telquinesis y la policía lo señalaba como principal sospechoso. Tenía un
motivo, con la muerte de Elany se llevaría parte de la herencia. Así pues, ciego
de ira lo busqué.
>> La ira y el dolor me
nublaron tanto el juicio que, cuando lo encontré, no reparé ni en sus lágrimas,
ni en su mirada de pena y súplica; ni siquiera quise escuchar sus explicaciones
y lo maté con mis propias manos. Cuando llegué a comisaría, dispuesto a
entregarme satisfecho por haber vengado a mi querida hija, aparecieron los
verdaderos culpables.
Sele emite una exclamación ahogada.
Paolo esgrime una mueca y prosigue su historia:
—Unos niños habían estado practicando
con sus poderes en la azotea de aquel edificio. Cuando sus padres no los
vigilaban comenzaron a practicar con losas, con tal mala suerte que una de
ellas cayó y alcanzó a Elany. Cuando me enteré hui. No solo estaba roto del
dolor por perder a mi hija sino también por haber matado a una persona
inocente. Sentía que merecía el peor de los castigos, pero también necesitaba
huir y evadirme de mi pasado. Así que hui a Daos. Desde entonces nunca he
querido volver. Pero ahora que siento que mi muerte se acerca por mi edad
además de por los peligros de este continente, quería poder ayudar a alguien a
escapar y darle la vida que yo no tuve, la que he quitado, la que mi hija
tampoco pudo vivir… Una manera de aliviar mi culpa. Una expiación.
Permanecemos callados. El silencio es
muy tenso y hasta parece que los pájaros se han callado como respeto a la pena
de ese hombre. No me quiero imaginar lo que ha vivido y comparto su
sufrimiento. Entonces, reparo en detalles de su historia que me descolocan.
—¿Cine? ¿Teatro? Por lo que cuentas,
Paolo, parece que Hafix tiene todo tipo de lujos. Pero a mí siempre me han
dicho que Hafix es un mundo pobre y que la gente no tiene casi dinero para
vivir…
Sele suelta una seca carcajada y mira
a Paolo con complicidad. Paolo me mira tranquilo, aun con la sombra de su
historia en el rostro.
—He conocido a gente de Lanan
suficiente y, además, en Hafix sabemos lo suficiente para revelarte que la vida
que os hace vivir vuestro gobierno en Lanan es una mentira. Hafix es un mundo
próspero donde la mayoría de la gente vive bien y disfruta de multitud de
derechos que no se limitan a la magia. Hay libertad de verdad. Mientras que
Lanan es una dictadura donde el pueblo está sometido y vuestro gobierno miente
sobre Hafix para que no haya un levantamiento y no peligre su cómoda posición,
donde unos pocos reúnen toda la riqueza a costa de la mayoría.
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Durante los siguientes minutos,
escucho de forma distante como Paolo y Sele me cuentan lo próspera que es la
vida en Hafix. Parece hasta utópico. Me hacen partícipe de todos los lujos de
los que la población allí dispone, todas las libertades de las que gozan, todos
los derechos de los que disfrutan y lo feliz que es en general allí la gente,
muy contenta con su gobierno, al contrario que en Lanan.
Las historias de cómo es la vida en
ese continente desconocido para todos los habitantes de Lanan resuenan como un
eco mientras mi furia con el gobierno de Lanan hace que esté a punto de
estallar. Siento que he crecido viviendo una mentira. Pero no sólo yo, sino
toda la población de Lanan. Pienso que nos han manipulado y todo para conservar
la horrible dictadura del presidente, que no puede ser llamado así, a costa de
la vida y felicidad del resto de la gente.
—Así pues, todo lo que os han contado
en Lanan sobre Hafix es una tapadera, mentiras para evitar un levantamiento de
vuestro dictador, no presidente.
Quiero hacer más preguntas a la vez
que mi ira no desaparece. Pero entonces, escuchamos sonidos de pisadas cerca de
nosotros. A pesar del inminente peligro, resoplo pensando que es típico de
Daos, apenas hay momentos en los que tener la guardia baja y poder pensar en
otra cosa que salvar la vida.
Paolo está muy serio y Sele se pone
nerviosa, apuntando con su vista a todos lados.
—No tendría sentido que escapásemos.
Nos cogerían de todos modos —comenta Paolo tranquilo, como quien habla del
tiempo.
—Carroñeros —digo yo.
—Exacto. No podré daros instrucciones
ni consejos en su presencia, ya que se darían cuenta. Solo os diré que penséis
rápidamente en un plan para salvaros y reaccionéis deprisa. Utilizad vuestros
puntos fuertes pero no mostréis todo de lo que seáis capaces.
Justo cuando Paolo termina su
parlamento, aparecen a nuestro lado tres personas. Se trata de dos hombres
fornidos y una mujer ancha. Visten con harapos y portan un hacha y dos espadas.
En cuanto nos ven nos dedican miradas de regodeo y se sonríen con complicidad.
—Carne fresca —comenta el hombre más
alto, cuya melena castaña le llega por los hombres y parece que lleva meses sin
dedicarle un cepillado.
—No os conviene llevarnos —dice Sele
muy segura y sonriendo.
La actitud de Sele parece descolocar
a nuestros atacantes. Abandonan su expresión de triunfo y miran a la muchacha
de forma escrutadora.
—Somos vuestro billete para salir de
Daos —anuncia contenta Sele. Me doy cuenta de lo que trama. Está aprovechando
su punto fuerte, la manipulación, para salir del entuerto.
—¿Qué pasaría si nosotros no nos
queremos ir de aquí? —Replica la fuerte mujer con una voz áspera.
—¿Unos asesinos tan eficaces y
fuertes como vosotros no querrían ir a un lugar donde tuviese más mérito matar
que aquí? Siendo francos, aquí todos ya están medio muertos…
Pero el plan de Sele no sale como
ella se esperaba. Los tres sueltan unas risotadas mientras uno de los hombres
la apunta con la espada.
—Aquí siempre hay posibles víctimas
todos los días sin tener que preocuparse por la ley —dice el hombre de melena.
—Sí, y además el peligro de muerte lo
hace más emocionante —replica la mujer.
Sele cae presa del pánico y todo sucede
muy deprisa. Intenta escapar y, justo en el momento en que se da la vuelta para
echar a correr, uno de los hombres la atraviesa con su hacha.
Creo que entro en estado de shock.
Apenas soy consciente mientras los asesinos de Sele nos atan las manos a Paolo
y a mí y nos hacen enfilar el camino por el bosque. Paolo ha dicho que
pensáramos rápido, pero mi cerebro parece no querer funcionar. La muerte de mi
compañera, las revelaciones sobre Hafix y ser capturada por estos asesinos
sedientos de sangre son demasiadas cosas que procesar y mi mente está
paralizada.
Llegamos al final del bosque. Ante
nosotros se extiende una explanada de Tierra que acaba en una zona llena de
plantas enredaderas de un color verde oscuro. Allí hay varias jaulas de madera
con gente asustada y demacrada. Son custodiadas por un círculo de carroñeros
sentados alrededor de una hoguera.
Veo con horror montículos de tierra a
nuestro alrededor que adivino se trata de tumbas de sus anteriores matanzas. Al
menos se toman la molestia de enterrar los cuerpos. Paolo tenía razón, son
psicópatas, gente que mata por puro placer y no por motivos como la guerra o la
defensa propia. Solo la gente que está realmente enferma actúa de esa manera.
Veo que tienen un montículo lleno de armas de todo tipo. Si pudiera llegar a
ellas podría escapar. Analizo a mis captores y me percato de que no son buenos
luchadores. Puede que sean asesinos implacables pero el ver como dos de ellos
se pelean de manera bruta hace que analice su forma de luchar y no son tan
hábiles como yo. Mi única opción sería salir de la jaula, hacerme con armas y
escapar. No obstante, ello significaría dejar atrás a todas sus restantes
víctimas. Pero yo no puedo hacer nada por ellos. Y, en caso de que huyera, ¿a
dónde iría? Lo que quiero es salir de Daos y no escapar de una muerte para
adentrarme de nuevo en los confines de este continente y enfrentarme a nuevos
peligros de muerte sin cesar.
—Tú, ¿por qué decía tu difunta
amiguita que erais nuestro billete para salir de Daos? —Pregunta uno de los carroñeros
que nos capturó a Paolo, justo al acabar la refriega.
—Muy fácil. Porque sabíamos cómo
salir.
—¿Ah, sí? Salir de aquí es
prácticamente imposible —espeta el mismo hombre, con mirada de loco, como si
escupiese las palabras. Luego se gira a sus compañeros—. ¿Les digo cómo?
—Díselo —dice una mujer.
—Sí, díselo, total ya están muertos.
Será divertido contárselo antes de que mueran —añade divertido un hombre.
Todos ríen a carcajadas.
—Primero deberíais pasar por estas
enredaderas espinosas. Lo hemos intentado y es prácticamente imposible… Después
llegaríais a una zona con grandes vendavales para luego llegar a un terremoto,
pasar por un suelo lleno de brasas ardiendo y, por último, un gran torrente de
agua.
—Sí, lo sé, las pruebas de los
elementos.
El hombre mira a Paolo boquiabierto.
Entonces me doy cuenta de un detalle, las enredaderas huyen cuando uno de los
carroñeros acerca, por un momento su antorcha a ellas.
—Entonces, ¿lo sabías?
—He oído rumores —se limita a
responder Paolo.
—¡No nos matéis! —Grito fingiendo
sollozar, dando golpes en los barrotes—. ¡Dejadnos ir! ¡Tened piedad!
Al principio los carroñeros me miran
atónitos para luego dedicarse sonrisas de regodeo y acercarse a mí casi
relamiéndose, como si hubieran encontrado a la víctima perfecta. Hasta Paolo me
mira incrédulo. Me gustaría poder hacerle partícipe de mi plan pero no puedo.
—Tú serás la primera en morir —dice
un carroñero y abren mi jaula y me empujan al suelo.
He logrado lo que quería. Dejo de
fingir que soy una enclenque y golpeo a los carroñeros que están más próximos a
mí. Escucho sus gritos de furia y me encamino al montículo de armas. Agarro una
espada decente y cojo una antorcha. Quiero encaminarme a las enredaderas pero tres
carroñeros se interponen en mi camino. Haciendo alarde de mis dotes de lucha,
mato a dos y dejo inconsciente al tercero. El mundo parece detenerse, ya que
todos me miran confusos.
Ignoro todo y acerco la antorcha a
las enredaderas, comprobando eufórica que estas se alejan del fuego y ante mí
se abre un camino. El camino que me llevará fuera de Daos. A pesar de oigo
gente correr a mis espaldas, el mundo entero se detiene y solo existo yo. La
pena y el dolor se esfuman de mi cuerpo y solo siento una emoción: esperanza.
Avanzo a grandes zancadas, corriendo
como jamás corrí en la vida entre este bosque de enredaderas asesinas. Siento
que estoy muy cerca de mi objetivo. Todas las penurias que he vivido desde que
se anunció la guerra y desde que he entrado en Daos quedan atrás, ahora solo
siento euforia y la adrenalina invade todo mi cuerpo.
Apenas soy consciente del gran
vendaval que se produce al salir de las enredaderas y que arroja arena a mi
rostro, abriéndome pequeñas heridas. Tampoco parezco reparar demasiado en el
terremoto que viene después y consigo sortear las grietas que se abren en la
tierra casi sin esfuerzo, haciendo piruetas y dando saltos tal y como Dani me
ha enseñado a sortear obstáculos.
Un grito me despierta durante un
segundo de mi trance. Me giro y veo a Paolo luchando con dos carroñeros en la
zona del vendaval. Contemplo como Paolo lanza a uno de ellos por una de las
grietas que se han abierto en la tierra a causa del terremoto. Paolo me mira y
me grita algo que no soy capaz de discernir, debido al estruendo en el que nos
encontramos por culpa del vendaval y el terremoto. Pero adivino que me pide que
corra y llegue al final.
Llego al suelo lleno de brasas y, sin
dudarlo dos veces, me adentro en él y casi no soy consciente del dolor cuando el
fuego quema las suelas de mis zapatos y hace que me ardan las plantas de los
pies. Corro y solo pienso en correr. Parece que la adrenalina calma el dolor y
que ya no soy capaz de pensar en nada más que de llegar al final.
Por fin llego al torrente de agua del
que hablaba el carroñero, que más que presentarme un impedimento me resulta un
alivio a las quemaduras de mis pies. El agua me empuja, me hace retroceder pero
yo lucho y sigo adelante. Cada torrente aparece cada cinco segundos pero yo
lucho y es entonces cuando veo la salida.
Una gran puerta de luz dorada se alza
apenas unos metros delante de mí. No puedo creer lo que estoy viendo. Me
pregunto si estaré soñando pero el dolor me recuerda que sigo despierta.
Ignorando todo corro y corro hasta que alcanzo la reluciente puerta.
Salgo de Daos.
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