Os vuelvo a subir al blog las novelas "Tormenta de Primavera" y "El Camino que nadie nombra", capítulo a capítulo y poco a poco.
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PRÓLOGO
—Demostraremos que la libertad y una vida con valores
no es sólo un sueño.
Crepitaban las llamas de las antorchas dando al lugar
un aspecto de penumbra parda. El rey Laisho, con su típico ceño fruncido en
señal de concentración, selló así su nuevo pacto con la reina Elzia. El rey
Laisho era un joven de cabello pajizo y fornido. Hábil estratega militar, a la
par que gobernante. La reina Elzia era de mediana edad aunque su cabello oscuro
brillante y su piel tersa y pálida no lo aparentaban.
—Los valores nos definen. Como personas, como pueblo,
como reino —contestó la reina Elzia con voz firme y gutural—. Compartimos
valores. Compartiremos ejércitos para inculcarlos a un mundo en peligro.
El rey Laisho dio una seca cabezada en señal de
asentimiento. Se encontraban en una parca tienda de campaña típica de los
enclaves de guerra. De hecho, estaban en medio de una batalla. Se dispuso a
salir al exterior, donde le esperaría la lucha hasta que el plan girase el
destino de sus actos.
Con ojo analítico, observó a su escasa caballería en
cuanto salió. No se trataba de una refriega usual ni convencional como sería
alguna para alcanzar algún territorio o, quizás, no perderlo. Estaba en juego un conocimiento
mayor que escondían aquellos bosques. Los hechiceros habían anunciado que, en
aquel día, una profecía sería desvelada en ciertas rocas de la espesura de los
árboles húmedos de ese bosque. Así pues, el dictador Osles del Reino del Este
contra los reyes Laisho y Elzia había enviado una escasa infantería para
encontrarla. Sólo que Osles no había sido el único en ser avisado por los
hechiceros de la profecía. Y eso él no lo sabía.
La aparición de la caballería de Laisho los cogería
por sorpresa y ello les daría ventaja. Pero nunca se podía dar una batalla por
ganada antes de librarla. La calma de una primavera que comenzaba anunciando
tormenta traía tan sólo sonidos de pájaros noctámbulos e insectos atraídos por
el incipiente buen clima. Entre la húmeda brisa y el sonido de ramas crujiendo
al compás del vendaval, Laisho avanzó hacia la comitiva en su oscuro caballo.
Eran buenos soldados bien escogidos. Mujeres y hombres entrenados e instruidos
en educación militar. Le apesadumbraba tener que perder a algunos de ellos. Así
era la guerra. Al menos, no estaba sacrificando inocentes entrenados a la
fuerza como su enemigo, Osles.
—Aunque los ríos y mares se secasen, aunque el sol
dejara de alumbrar, aunque el fuego helara y el hielo quemara… ¡Nuestro valor
siempre seguirá intacto!
El rey pronunció estas palabras acercándose a sus
soldados, que permanecían rezagados en su posición a la espera de órdenes. A modo
de respuesta, se pronunciaron con vítores. Era la señal que Laisho quería
alcanzar para que las fuerzas de Osles se dieran cuenta de que contaban con
enemigos en el territorio y se desviasen de su objetivo: conseguir la profecía.
—Ni el dolor de la noche ni las lágrimas de la lluvia
de las nubes del mediodía podrán con nuestros valores —prosiguió Laisho, con
voz firme y soberana, ante el clamor de sus treinta soldados—. En el ocaso se
quebrarán los enemigos y en el amanecer florecerá nuestro reino. La libertad no
es sólo un sueño. Es un ideal por el que merece la pena luchar. ¡Que la
libertad no sea sólo un privilegio de unos pocos!
Se causó el efecto perseguido. La noche calmada y
centelleante bajo una luna menguante pálida y brillante cesó su calma, tan sólo
quebrada por los vítores de los soldados del rey Laisho, y llegó el eco de
pasos de gente trotando y gritando hacia ellos
Era el momento.
Laisho hizo un gesto y una comitiva de sus cinco
soldados más cercanos se dirigieron al lugar donde el hechicero de la reina
había indicado que se debería encontrar la profecía. Con culpa de honra por
dejar al resto de su batallón combatiendo sin él, siguió las instrucciones de
la reina Elzia y cruzó trotando los horondos y anchos troncos del bosque hacia
donde la misma Elzia con su hechicero, Carlo, lo esperaban.
No cruzaron palabra y se internaron en la espesura
entre el eco del resonar de la batalla intentando pasar desapercibidos hasta
que se toparon con los combatientes del rey que buscaban la profecía. Todo iba
saliendo bien. La maniobra de distracción había funcionado. Laisho, con
maestría militar se dispuso junto a sus soldados a proteger a la reina y a
Carlo.
El hechicero era listo e investigaba entre rocas
milenarias sin descanso para su búsqueda. No obstante, nada era visible. No
había señal de ninguna profecía. ¿Se habrían equivocado? ¿Habrían sido ellos
los realmente engañados?
—Carlo, ¿estáis seguro de que es este lugar y esta
noche? —Preguntó la reina en tono grave.
—Cuando el universo habla, hay que escucharlo —se
limitó a responder el hechicero envuelto en un halo de misterio.
—¿Sois firme de que es lo correcto, mi reina?
—preguntó el rey Laisho, afinando los sentidos hacia cualquier amenaza.
—Creo en la paz, en la libertad, en el amor a quien
nos rodea… Podría seguir, tengo una lista de valores infinita —contestó ella,
pendiente de los pasos de Carlo—. Si la profecía es cierta, será una gran ayuda
para conseguirlo en esta gran guerra.
—Las profecías siempre han cumplido un papel
importante en las guerras que he librado. Decisivo o no, es un rol en la batalla
a tener en consideración —terció el hechicero, concentrado en su tarea pero
pendiente de la conversación.
La guerra. La mayor guerra en décadas se cernía en el
continente. Laisho sintió una punzada de preocupación ante todas las
consecuencias. Hacía apenas un mes que se había declarado y las consecuencias
primerizas ya habían sido nefastas.
En ese preciso instante, una nube solitaria clara y
perlada se impuso sobre la reluciente luna y, en las rocas, aparecieron unas
inscripciones doradas en un lenguaje desconocido para todos menos para el
hechicero.
—Lo tengo —anunció Carlo, triunfante.
***
Días grises, pensamientos grises. A veces la historia
no sólo se define por lo que la gente hace. A veces la historia se desarrolla
por lo que la gente no hace. Aquella noche nublada de primavera congelada en su
memoria, Marta desapareció.
Se encontraba
en una discoteca de la noche festiva universitaria de los jueves en Santiago de
Compostela. Estaba bailando con dos amigas y, tras haber bebido más de la
cuenta, decidió marcharse ella sola intentando buscar algún rincón donde
vomitar sin ser vista. Vomitó y, tras ello, se desplomó en el suelo con toda su
cabeza dándole vueltas. No se supo más de ella en toda la noche.
Marta pudo haber dado señales de vida, o de lo que
estaba haciendo. Pudo haber avisado a sus amigas de que marchaba y qué
pretendía al salir ella sola de la discoteca. Pudo haber pedido ayuda. Pudo
haber llorado por teléfono a algún conocido. No hizo nada de eso. Simplemente
se esfumó.
Sus amigas de la noche compartían su borrachera y no
se enteraron hasta la mañana siguiente de que Marta no aparecía. No contestaba
al móvil, su última conexión del whatsapp era de las tres de la madrugada,
ningún conocido más tenía noticias de ella… En fin, era Marta. No había que dar
mayor explicación.
Marta era una joven estudiante de medicina de
veinticinco años. Estaba en el último curso, pendiente de entrar en la
residencia de pediatría. Marta siempre había sido un espíritu libre. Por lo que
sus amigas sabían, toda su infancia y adolescencia las desarrolló apuntándose a
hacer muchas actividades y a sacar las mejores notas. Era experta en esgrima y
artes marciales. Quiso entrar en el ejército pero lo descartó para, finalmente,
a los dieciocho años marchar como voluntaria al Sáhara.
Todo el mundo se olió siempre algo fuera de lo normal
en Marta. Ella también lo sentía.
Siempre destacó por ser altruista. Andaba buscando sin
saber dónde encontrarse. Tras pasar meses entre africanos viviendo en la
miseria, regresó a España y comenzó la carrera de medicina. Aun así, por un
lado y por otro, Marta vivía a caballo entre mil lugares. Seguía realizando
actividades de voluntariado de pueblo en pueblo de Galicia; cursó cuatro meses
de Erasmus en Italia; se presentaba a cada beca permitida para ampliar sus
horizontes… A veces los profesores ignoraban sus faltas a clase, que eran
muchas.
Marta era alegre y llena de vida. Los profesores la
adoraban por su dedicación, notas de matrícula de honor y entusiasmo y
curiosidad por aprender. Motivaba a sus compañeros y, por ello, eran
indulgentes con ella.
En fin, que era Marta. Había desaparecido, sí. Su gran
defecto era beber demasiado al salir de fiesta y perder el norte. Ya
aparecería. Aunque no sería extraño que apareciese en el otro lado del mundo,
como Nueva Zelanda.
Quizás tras una semana sin aparecer por la residencia
de estudiantes donde era lo más parecido a una casa que tenía; quizás sin
asistir a clase ni actividades, quizás sin cambiar su hora de conexión del
móvil y sin dar rastro de vida para ningún conocido… quizás así sus amigas
alertarían a sus tíos y la policía la buscaría sin obtener resultado de que
siguiera viva. Se iría apagando el sentimiento pero no el recuerdo en aquellos
a los que tocó su corazón puro.
Una chica más desaparecida. Bien pudo ser violada,
secuestrada, asesinada… Pasaba todos los días. Sólo que sus tíos tenían sospechas
que no podían contar a la policía. Marta tenía un gran secreto en su vida que
ni ella misma conocía.
El mundo miró para otro lado. Al menos este mundo
llamado Tierra.
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