Fabián
nunca olvidaría el día en que dos de las familias mafiosas de la ciudad habían
decidido renunciar a su intimidad y se embarcaban en convivir juntas, poniendo
un nuevo precio a sus negocios y a su alma. Ese numeroso grupo de sombras que
se encaminaban decididas por un elegante puente de madera hacia una solitaria
isla. Los insectos en la noche veraniega sorprendían por su ausencia, salvo dos
solitarias polillas que aleteaban danzando bajo la luna. La madera crujía bajo
las diversas pisadas pero en compás con el mar que rodeaba el puente en un leve
murmullo sin llamar la atención, como solían comportarse estas oscuras figuras.
El
sol se estaba escondiendo en un ocaso de fuego, rozando con sus rayos las
suaves olas de pálida espuma que guiaban hacia la isla. La brisa acariciaba el
rostro de Fabián con la vista clavada en su futuro nuevo hogar, acompañado por
el chillido de las gaviotas. El olor intenso a salitre le hacía pensar en su
antiguo hogar en la nieve y lo distinto pero, a la vez, emocionante que iba a
ser su nueva vida. Fabián era un muchacho de dieciocho años de buena apariencia,
o al menos eso pensaban todas las jóvenes. Entre su piel morena y cabello
desenfadado y castaño, destacaban sus ojos de un verde brillante. De hecho, tal
color de ojos era habitual en su familia. Por ello, esta familia mafiosa era
conocida como la familia de los ojos verdes.
Fabián,
al fin y al cabo, era el benjamín de una de las tres familias mafiosas más
poderosas de La Perla. Y, aquel día, la familia de los ojos verdes comenzaría a
vivir con la familia Linares. Toda la situación era un misterio para el joven.
Parcas explicaciones y muchas órdenes. Curioso como era, le hubiese gustado
ponerse a analizar a todos sus acompañantes. Sin embargo, las instrucciones de
su madre habían sido claras: debía ser educado y discreto. Lo que le mandaba su
madre había que obedecerlo siempre.
Su
familia estaba formada por sus abuela, Eulalia, una prima de su abuela,
Dolores, y su madre, Minerva. Fabián había quedado hace unos años huérfano de
padre y su tío, Rober, que era poco mayor que él y también huérfano, se había convertido
en su nueva referencia masculina y un tanto como mala influencia.
La
Perla era la joya más próspera de todas las islas mágicas de la Tierra. Estaba
situada cerca de la costa de Galicia, en España. Al fin y al cabo, la mayor
parte del mundo lo controlaban los no mágicos. Una decena de islas gobernadas
por la magia se desperdigaban por los océanos del mundo. La magia hacía
funcionar todo e incluso existían criaturas que los no mágicos habían descrito
en sus mitos, leyendas y obras de fantasía aunque ellos pensaban que solo eran
fruto de una imaginación desmesurada.
La
Perla destacaba en todo tipo de servicios e, incluso su clima y geografía, la
envolvían en un aura de belleza que la convertía en un espectacular regalo para
los sentidos. En el centro se alzaba un majestuoso volcán cuyo pico estaba
nevado, a pesar de tener un cráter repleto de magma, latente, dormido. Hacía
miles de años que el volcán no entraba en erupción y, controlado por magia como
estaba, tardaría mucho en volver a hacerlo. En los alrededores de este
imponente volcán, se alzaban la ciudad principal y tres pueblos más con
diferentes condiciones meteorológicas. El camello, de explanadas con escasa
vegetación tropical y un gran manto de arena tanto negra como dorada acabando
en una playa quilométrica de aguas cristalinas. El Jardín, rebosante de bosques
y todo tipo de vegetación en parques y en caminos; a la vez un pueblo vivo por
la fiesta. La Torre, pueblo nevado en la cima del volcán, un tanto aislado del
resto. Y, para completar la ecuación, La Dorada. La Dorada era la capital de La
Perla y destacaba por su gran actividad en todos los sectores, gobernada por
una gran playa de aguas oscuras y arenas de muchos colores que eran bañadas por
el tranquilo mar de la ciudad.
El
manejo de la isla lo llevaban las mafias. Ellas eran quienes controlaban los
flujos de ríos de magia y, como allí todo dependía de la magia, eran quienes
más influencia ostentaban. Aquel lejano día esas dos familias mafiosas llegaban
por fin a la pequeña isla en frente de la Dorada que el presidente había tenido
a bien de regalarles por motivos desconocidos.
—Veremos
si habéis llegado todos —les recibió firme una mujer joven de cabellos rizados
y rubios y una gran sonrisa de dientes blancos entre un cierto olor a humedad
cargada por el calor. Fabián no quiso desaprovechar la ocasión y le guiñó un
ojo con picardía, gesto al que la muchacha respondió bajando la mirada y
tocándose el pelo.
La
joven comenzó a nombrar a todos los presentes. Fabián reparó lo mínimo en la
otra familia, siguiendo las órdenes de su madre. Escuchó que sus nuevos
acompañantes se llamaban Juan, Sofía, Aurora, Rosa, Helena y Jose. Quien
primero llamó su atención, sin poder evitarlo, fue Juan, el padre y líder del
clan Linares. Era un hombre robusto de cabello canoso bien cuidado que le daba
cierto aire de galán. Bien vestido, emanaba un aura de seguridad y cordialidad
que te invitaban a comenzar una conversación con él. Precisamente fue ese
hombre quien quiso romper el hielo. Como si inevitablemente tuviera que ser él.
Minerva,
de cabello castaño claro y firmes ojos verdes, y Juan se miraron de manera
desafiante pero de apariencia cordial. Juan, con su eterna sonrisa congelada en
el rostro se acercó a ella y le estrechó la mano. Pocas veces Fabián había
visto a Juan, o por lo menos, reparar bien en él. Le agradaba. Quizás su
sonrisa siempre presente era un tanto artificial pero era muy educado y sabio
regalando buenas palabras.
—Por
lo visto nuestras familias tienen que unirse de nuevo. Aunque esta vez de una
manera un tanto más íntima —comenzó Minerva estrechando firmemente la mano de
su nuevo compañero.
—Así
son los negocios. Y la mafia es como los negocios y ahora nuestra familia
emprendemos con vosotros una fusión interesante y productiva.
—A
la vez que urgente y necesaria —sentenció Minerva—. Y tienes razón. La mafia en
la Perla son negocios en los que el fin justifica los medios.
—Detalle
que no es tan diferente de cualquier otra empresa —intervino Sofía. Era una
mujer de cabello negro alborotado, tez morena y algo ancha de cintura, tirando
a menuda pero de gesto letal—. Me encanta tu cicatriz en la frente —añadió.
—Hecha
en la antigua guerrilla —se limitó a responder Minerva sonriendo y encogiéndose
de hombros.
—Mamá,
deja de incomodar a la gente —dijo la muchacha a la que Sofía había estado
acariciando el cabello.
—No
importa. Me gustan las cicatrices. Son señales de que has luchado, haber
burlado a la muerte y haber sobrevivido.
Minerva
y Sofía intercambiaron miradas. A pesar de la leve hostilidad que destilaban
sus palabras, parecía que congeniaban. Sofía asintió.
—Y
todo el mundo sabe de sobra el gran papel que has logrado en la guerra de
guerrillas. Heroína de guerra, sin duda —añadió Juan en referencia a Minerva,
que simplemente se mantuvo con una media sonrisa.
—Por
ahí viene el presidente —dijo Sofía cambiando de tema. Y así era. Dos figuras
silenciosas se encaminaban hacia la entrada a la isla—. Parece que no trae
escolta. Las novedades que traen deben de ser relevantes si prefiere que nadie
más lo oiga.
—Desde
luego debe ser un asunto bien gordo para montar la que ha montado —dijo Álvaro.
Incorporándose a la conversación.
—A
veces me pregunto porque no nos lo quitamos del medio y gobernamos ya
directamente nosotros. Luego me doy cuenta de que a veces es mejor mover los
hilos del mundo desde la sombra y sin dar la cara —Reflexionó un tanto
divertida Sofía. El resto rieron y dieron muestra de asentimiento.
El
presidente no necesitaba presentación y era una persona clara y tajante. Era un
anciano de cuerpo delgado y cabello un poco largo, salpicado de canas como
hebras de plata, las cuales no se molestaba en ocultar. Saludó cordialmente y
se dispuso a dar sus noticias pero no contaba con la interrupción de Dolores:
—Mira,
señor presidente. A mí esta casa no me agrada. Prefería la antigua.
—¡Pero
señora! Usted que se mantiene joven y lozana… observe que estamos rodeados de
mar. Y, aunque usted no le haga falta, el mar rejuvenece a cualquiera—intervino
Jose. Fabián evitó reír pues Dolores era una señora mayor que no se conservaba
nada bien precisamente—. A pesar de que debería ser un anciano me mantengo
joven visitando el mar todos los días. No hay nada mejor que un baño en agua
fría...
—Papá,
este no es el momento —le cortó su hija Sofía. Fabián reparó en que, en cambio,
Jose para su edad si se mantenía bien porque aunque las arrugas adornaban su
piel había en él un aura y una energía contagiosa, no como Dolores, que sólo
inspiraba negatividad.
Dolores
rio, cosa que extrañó a Fabián, pues esa mujer pocas veces reía. Él no pudo
reprimir una sonrisa, cesada por un codazo de su tío Rober. Rober, la viva
imagen de Fabián, eran muy parecidos sólo que a Rober se le notaba la década
más que tenía delante.
—¡Pues
alguien tendrá que limpiar y cocinar en esta casa de tantos secretos! —continuó
Dolores ante alguna mirada de impaciencia entre los presentes—. Otra cosa no me
dejan hacer… siempre con asuntos secretos y gestiones. Mira que no me gusta
esta familia, pero no tengo problema en cocinar para ellos.
--Seguro
que su comida es exquisita, Dolores—dijo Juan, ya cortante—. Y si quieres
limpiar nadie se lo prohibirá. De todas formas, tengo gente de confianza para
ayudarla en esas tareas. Y, volvamos al asunto.
—¿Podré
traer animales, señor presidente? —Rosa aprovechó la ocasión para hacer su
pregunta. Rosa era una niña de cabello negro y grandes ojos del mismo color. Su
mirada desprendía curiosidad e ilusión.
—Pequeña,
seguro que tu madre te deja traer una granja entera si quieres y yo no me voy a
oponer —repuso el presidente con una sonrisa bondadosa.
—Si
aún trajeran unos buenos cerdos—. Todo el mundo ignoró a Dolores.
—Claro
que sí, preciosa —respondió Jose—. Los animales son de lo más bonito de este
mundo. Buenos, llenos de amor y cariño y dispuestos a dar siempre lo mejor de
si mismos si los tratas bien y solo atacan para defenderse… Todo lo contrario
que nosotros.
—Por
favor, señor presidente, prosiga —instó cordialmente Juan.
—Bien,
mi gobierno y todos los que me han precedido llevamos mucho tiempo tolerando
vuestras actuaciones, las de la mafia. Hasta consentimos que gobernéis
influyendo en nuestras gestiones sin dar más la cara que a través de
infiltrados en nuestros órganos e incluso tratando directamente con vuestros
representantes… o incluso vosotros mismos —. El presidente hizo una pausa,
tranquilo—. Es una buena situación. Alejáis a la Perla de peligros aunque a
veces el peligro ya lo sois vosotros mismos y controláis de manera eficiente el
flujo de los ríos de magia. Por supuesto, yo ya sabía que vuestras dos familias
planeabais un acercamiento entre vosotros —otra pausa, todos los presentes
escuchaban, expectantes y atentos—, y yo he decidido acelerar el proceso
proporcionándoos esta maravillosa isla con esta increíble casa para que
conviváis—. Álvaro quiso interrumpirlo pero el presidente lo hizo callar con un
gesto de su mano de arrugas creadas por los años—. Pero algo más grande que
todo lo que conocemos se avecina. La última semana he sido el afortunado de
escuchar una profecía que también conoce vuestra familia mafiosa enemiga, la
familia del Diamante, como todos la conocemos.
—Se
escuchan profecías todos los días y la mayoría suelen ser falsas —intervino
Eulalia.
—Si
gentil señora. No obstante, durante la última semana se produjeron fenómenos en
el universo y en las constelaciones que influyen de manera casi increíble en la
magia. ¿Qué hay más mágico que el firmamento? Me habían avisado y por mi mismo
me di cuenta de que los astrólogos estaban en lo cierto… La profecía decía que
dos factores llevarían al fin de las familias de la mafia: un arma muy poderosa
y un niño…
—Eso
parece totalmente improbable… —comenzó a decir Sofía.
—Pero
es cierto. Tan cierto como que la familia del Diamante ha escuchado la profecía
y ya se ha puesto manos a la obra en la búsqueda de esas dos cosas.
Se
produjo un silencio tenso. Hasta Fabián se daba cuenta de la gravedad de los
hechos.
—¿Por
qué nos lo dices? —Preguntó Minerva.
—Porque
quiero que vosotros encontréis el arma y la destruyáis. No negaría que estaría
encantado con el fin de la mafia pero sé lo que ello conllevaría: guerra. Una
guerra de dimensiones colosales y consecuencias catastróficas para mi pueblo y
mis habitantes, que son mis protegidos. Además, prefiero que seáis cualquiera
de vuestras dos familia quien se haga con ella. Sé que no se puede entrar en
razones con la familia del Diamante y, si ellos la encuentran, no quiero ni
imaginar lo que ocurriría. Y eso os atañe a vosotros, pues os destruirían.
—De
acuerdo —dijo Juan tras un momento de reflexión por todos los presentes—. Mi
familia colaborará.
—La
mía también —terció Álvaro.
—Excelente
—prosiguió el presidente—. Mi única condición es que os olvidéis del niño y
dejéis esa parte de la profecía para que yo me encargue. Por suerte, la familia
del Diamante no escuchó la profecía entera y desconocen la parte del niño. Y
los niños son inocentes. La infancia hay que protegerla. Mis colaboradores y yo
seremos quienes lo busquen e intentaremos protegerlo y alejarlo de vosotros
para que la profecía no se culpa. Sin derramar sangre inocente.
Parecía
que Sofía iba a replicar, pero Juan la detuvo.
—Estupendo.
Estaremos en contacto. Ahora marcharé y espero que meditéis mis palabras y, a
pesar de que ya veo que colaboraréis conmigo, mañana esperaré vuestra
respuesta. Ahora Pedro os explicará la estructura de la isla y de la casa.
Buenas noches.
Sin
más preámbulos. El presidente se marchó con su silenciosa acompañante.
—¿Qué
pensáis? —Rompió el silencio Álvaro.
—Que
tiene razón y que en cuanto hayamos hecho el paripé de instalarnos en nuestro
nuevo hogar deberíamos reunirnos —decidió Minerva—. Sólo los veteranos—. Añadió
mirando a Fabián y dándole un beso en la frente.
—Yo
puedo estar, ¿no papá? —Preguntó con dulzura la muchacha de cabello castaño a
Juan.
—Tesoro,
tú no eres una veterana.
—Sabes
que puedo aportar cosas interesantes —insistió con picardía la joven con una
sonrisa que derretiría glaciares.
—Aurora,
todos en nuestra familia te damos la razón. Pero no puedes asistir.
El
semblante de la joven llamada Aurora se ensombreció y se puso muy seria.
—A
pesar de que tengo veintidós años soy eficiente y nunca he fallado en ninguna
misión. Soy mejor que muchos de los hombres preparados que reclutéis —a medida
que hablaba su tono de voz iba aumentado hasta acabar gritando.
—Aurora,
¡no! —le bramó exasperada su madre, Sofía.
El
rostro de la joven era un poema. Respiró profundamente, lista para gritar
todavía más pero su padre se acercó a ella y le puso una mano en el hombro,
enfrentándose a esos grandes ojos oscuros llenos de ira.
—Te
pondremos al tanto de todo lo posible. Y, claro está, tendrás tu papel en este
cometido. Pero no es el momento. Sé consciente de lo delicada que está la
situación, cariño.
Aurora
volvió a suspirar y calló. A Fabián le llamó la atención como el carácter de la
chica iba in crescendo. De cómo pasó de ser la más alegre y luminosa joven a
pasar a ser un huracán de carácter con sus rectas cejas fruncidas. Había algo
duro y a la vez indefenso en su apariencia. Con su rostro inocente parecía
hasta gracioso verla enfadada. Finalmente, se rindió dando la espalda a todo el
mundo y encendiendo un cigarrillo cuya humareda que soltaba se perdía en el
oscuro cielo nocturno, como su mirada, que también apuntaba alto, ya un tanto
perdida de lo que le rodeaba en la tierra.
Se
adentraron en la isla entre el gorjeo de los pájaros que asomaba de los árboles
de un pequeño bosque que rodeaba la que sería la casa de todos los presentes
por un tiempo incierto. La casa era de grandes dimensiones. Más bien ancha que
alta y de paredes albinas con grandes ventanales por todos lados. El hombre
llamado Pedro era un señor de prominente barriga con el cabello pelirrojo un
tanto dubitativo. El zumbido del viento acompañaba sus palabras. Les explicó
que la casa tenía dos plantas. En toda la planta superior estarían sus cuartos
y el resto de habitaciones de convivencia como el salón o la biblioteca. En la
planta inferior estaba la cocina, el comedor y las salas de reuniones y
trabajo. Además, en los terrenos contaba con una piscina, una terraza, un
pequeño acantilado y una breve cala donde podrían bañarse en el mar. A Fabián
le parecía un hogar de ensueño en el que seguramente ya no echaría tanto de
menos su antigua casa.
En
cuanto Pedro acabó de hablar, todos se dispusieron a acomodarse en su cuarto.
La primera en tomar la decisión fue Aurora que, cuando entraron en la casa,
subió primera las escaleras con pisadas apresuradas y un deje de enojo. La
fueron siguiendo poco a poco y, aunque tanto el recibidor como el corredor
mostraban escasa decoración, tenían su encanto, entre alfombras de colores
elegantes y algún que otro cuadro de paisajes.
Su
madre, Minerva, le deseó las buenas noches con un gran abrazo y un beso en la
frente. El joven estaba acostumbrado a las muestras de cariño de su madre y le
gustaban. Su abuelo, Álvaro, decía que podía llegar a ser un joven un tanto
caprichoso con ese trato. Lo cual lograba que a veces Fabián se avergonzase
pero con el tiempo aprendió a apreciar ese cuidado especial.
Le
agradó su amplio cuarto en el que no faltaba de nada. Disponía de una gran cama
de edredón escarlata, dos armarios anchos de roble, un escritorio y un cuarto
de baño. Destacaba también el gran ventanal con terraza entre paredes de un
amarillo suave y luminoso. Cuando acabó de instalarse, decidió asomarse a la
terraza.
Su
habitación daba a la piscina. Dio una profunda calada para impregnarse del olor
a vegetación y a mar. No obstante, le llamó la atención la presencia de Aurora
en una tumbona frente a la piscina. Estaba tomando una copa de vino blanco,
contemplando todo lo que le rodeaba. Fabián, como siempre, nunca dejaba escapar
una situación para ligar y entonces no quiso desperdiciar la situación.
—Ya
me puedes ir diciendo dónde has encontrado el minibar que a un vino como tú no,
pero a un cócktail si me apunto.
La
muchacha se giró tranquilamente, un tanto sorprendida.
--No
deberías espiar a las señoritas —repuso—. Y esta botella de vino la llevaba en
la maleta.
—¿Me
invitas a una copa?
—¿No
querías un cocktail?
—Creo
que con un vino puedo conformarme.
—Otro
día quizás. Hoy prefiero beber sola.
—¿Un
mal día?
—Todos
los días son malos.
—¡Qué
pesimista! Los hay buenos.
—Todos
los días son buenos también. Los días son buenos y malos siempre, depende con
lo que te quedes de lo que te ha ocurrido.
—Vaya
si eres toda una filósofa. Yo también puedo ser muy misterioso. Tú eres
misteriosa e interesante.
Aurora
calló y clavó su vista en el rostro de Fabián como si lo estuviese estudiando
con el ceño fruncido. Sólo se oía el compás de las ramas de los árboles a
merced del viento. Fabián se lo tomó como una victoria.
—¿Sabes?
Eres la imagen de tu tío Rober.
Aquel
comentario frustró al muchacho. Acababa de lanzarle un dardo y le contestaba
con una de las cosas que más odiaba que hiciese la gente: compararlo con su
tío.
—Yo
soy más guapo.
—¿No
deberías estar durmiendo? —Replicó de nuevo, esta vez ya sin prestar atención y
con la vista fija en las danzantes hojas Aurora.
—No
tengo gran sueño. Podía bajar ahí contigo y escapar de este mundo juntos.
Confiaba
que quizás con ese comentario pudiera tener algún efecto para ligar con ella.
—Al
fin del mundo creo que preferiría ir sola… o con mi novio.
Y
volvió a envolverse en una humareda, guiñándole un ojo con sonrisa pícara mientras
Fabián no hacía más que frustrarse con aquella muchacha.
—Buenas
vistas, ¿eh? —Añadió apurando un trago.
La
luminosa piscina alumbraba el ambiente creando un ambiente un tanto fantasmagórico
y dotando a ella de un aura que se le antojaba divina. Envuelta en sus nubes de
ceniza y con el vino en la mano, mirando la piscina, Fabián se dio cuenta de
que ni siquiera era guapa. Sólo era una chica que parecía del montón con su
cabello un poco largo castaño y su piel pálida, delgada pero sin llegar a ser
demasiado flaca. Sin embargo, no podía describirlo pero había algo en ella que
llamaba su atención. Cualquier otra chica hubiese caído en su red de juego de
seducción que se había propuesto en ese mismo instante… pero ella no.
—Las
vistas son increíbles. Pero no tan bonitas como tú —dijo finalmente Fabián. Un
tanto desesperado ya.
Aurora
suspiró y se levantó, dispuesta a marcharse.
—Si
me disculpas voy a acabar lo poco que me queda de copa viendo el mar. Me ha
aburrido la piscina. No te molestes en buscarme, en un rato ya me retiraré a mi
cuarto.
Y
así, sin más, dejando a Fabián mudo, Aurora se encaminó entre la penumbra rumbo
al otro lado de la casa. Caminaba con decisión y porte seguro. Con un tanto de
rabia en sus pisadas. Fabián se dio cuenta de que eso no iba a quedar así y
esta chica acabaría por caer ante sus encantos, como todas. Era un nuevo reto,
un nuevo objetivo. La conversación lo había desvelado y decidió salir de la
habitación a tomar el aire. Aunque ella actuaba como un imán, no quiso ir a
verla al mar. Aquello era una partida de póker donde no debía mostrar todas sus
cartas. Era una comida que se cocinaba a fuego lento.
Cuando
estaba en la planta baja unas voces llamaron su atención. Se dio cuenta de que
provenían de la sala de reuniones. Adivinó que era la reunión de los mayores. A
pesar de que sabía que habitualmente insonorizaban las salas de reuniones
también se percató de que podía ser que el primer día de reunión no pudieran
insonorizarla. Curioso como era, acercó su cabeza a la puerta para escuchar
aunque fuese solo un rato.
—…Enrique
dice que el chivatazo es de fiar. Fran también quiere comprobarlo —decía la voz
de Álvaro. Enrique era un infiltrado de la mafia de los Ojos Verdes y Fran su
colaborador.
—Suena
extraño. Muy propio del presidente que tenga el arma esa inscripción —comentaba
seria Sofía.
—No
me doy por vencido y el amor podrá con todo —murmuraba Juan meditabundo.
—En
fin, parece que tendremos que buscar un arma con esa frase. Las cosas se ponen
más fáciles ahora que tenemos una pista —intervino Eulalia.
—No
es tan fácil. Debemos intentar adivinar qué tipo de arma es exactamente y,
también, tener algún indicio de dónde se encuentra. La Perla es muy grande
—apuntó Juan.
—Enrique
comentó que escuchó algo más —dijo Minerva—. Que le pareció entender que el
arma se encontraba en una playa probablemente de La Perla.
—Eso
aclara cosas —exclamó Juan con un leve triunfo en su voz—. Pero no podemos dar
pasos en falso hasta que tengamos más información. ¿Estáis seguros de que la
otra mafia no sabe nada?
—Eso
dice Enrique, aunque no está del todo seguro. Habrá que esperar a que Fran lo
corrobore —respondió Álvaro—. Y, tienes razón, hay que actuar con cautela sin
ser escandalosos ni levantar sospechas. La búsqueda del arma tendrá que esperar
a nuevas noticias.
—En
el plazo de dos semanas —terció Minerva—. Más no veo conveniente esperar.
—Aurora
podría ayudar bastante en este tema —indicó Juan—. No me miréis con esa cara.
Ya sé que sólo tiene veintveintidós pero es hábil para misiones secretas. Es
sigilosa, discreta, sabe guardar y ocultar asuntos y ve cosas donde nadie más
las ve.
—Ya
lo pensaremos. Habrá planes para ella, desde luego —lo cortó Sofía, en un amago
protector con su hija. Como si su retoño se le escapara de las manos—. Y, antes
de acabar, deberíamos hablar del tema del niño que menciona la profecía.
—Hay
que eliminarlo —terció Juan.
A
pesar de toda su curiosidad por el asunto, Fabián decidió subir otra vez a su
cuarto porque la conversación estaba finalizando y podrían descubrirlo. Sabía
de sobra que no era nada bueno que los mafiosos te cazaran escuchando sus
conversaciones a escondidas. Ni siquiera siendo parte de su misma familia. Se
metió en cama rápidamente y en pocos minutos comprobó cómo la reunión había finalizado
escuchando pisadas por el corredor. Se quedó dormido meditando todo lo que
había ocurrido en aquel intenso día.
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