LA
MUJER QUE NO ERA NADIE
Héctor
jugaba a las cartas con su hermana pequeña mientras esperaban a que la tormenta
tropical se calmase, respirando lo que les quedaba tras los estragos en el
interior de su casa. A sus dieciocho años vivía en un pequeño pueblo rodeado de
mar en el que la mayoría de sus habitantes eran marineros. Algo que esperaban
también de él pero no estaba seguro de si cumpliría.
Tras
horas de espera, por fin pudieron salir de su refugio para comprobar los
estragos. Sorprendentemente, los daños fueron escasos. Lo extraño fue cuando la
gente comprobó que se había producido un naufragio que había traído a una
muchacha joven al borde de la muerte por ahogamiento e hipotermia. Días
después, la joven seguía siendo la comidilla de los comentarios ya que, al
recuperar la consciencia parecía ilesa del desastre, sin daños aparentes, como si
una gran determinación interna la hubiese salvado de la inevitable muerte sin
más secuela que no ser capaz de hablar. Había quien decía que el susto la había
dejado muda. Había quien decía que seguramente ya era muda de nacimiento. “La
mujer que no era nadie” o “la mujer sin nombre”, le llamaban.
Hospedaron
a la chica en el hospital del pueblo y siguió dando lugar a habladurías ya que
muchas veces se escapaba a la playa a sentarse en la arena a observar las olas
batiendo contra sus pies descalzos en un verano templado en aquellas tierras
del norte. Algunos intentaban adivinar sus intenciones o incluso instarla a
reinsertarse en la vida del pueblo. Ella nunca daba señal de querer obedecer a
nadie, ni siquiera de entender sus palabras.
Héctor
solía dar cortos paseos nocturnos por la playa y, el día que se enteró de la
noticia de que ahora la playa era frecuentada por la misteriosa náufraga, quiso
caminar cerca de ella para ver su rostro. En medio de una noche de luna llena
alta y pálida, escuchó una voz femenina que cantaba cual sinfonía fantasmal en
un idioma extraño. Un eco dulce y melodioso que resultó ser producto de la
misteriosa muchacha. Él permaneció inmóvil, absorbiendo las notas que emanaban
de su voz. Ella tenía una maraña de pelo castaño y la piel aceitunada. Sus ojos
eran oscuros y sus rasgos afilados. Era de belleza interpretable. No sobresalía
pero resultaba atractiva. Aquel día, el joven sintió como si una ola perdida de
la tormenta por fin lo hubiese alcanzado y le atase a la extraña.
Los
paseos nocturnos por la playa despertaron algo dentro de Héctor. De repente,
todo lo que había vivido y lo que había sido su vida hasta el momento le pareció que carecía de sentido. Las
mañanas estudiando y leyendo, las tardes aprendiendo a pescar como un profesional
y tejiendo redes con sus ya callosas manos, curtidas de tanto ensayo; los
antiguos paseos solitarios en los que se limitaba a contemplar las vistas… La
llegada de la muchacha sin nombre y el haberse acostumbrado a escuchar sus
solitarios cantos con tan sólo el mar, la arena y firmamento como testigos; habían
calado su alma como un relámpago. Esa mujer era el rayo que lo fulminaba poco a
poco, llegado de la tempestad.
Aquel
día que cambió su vida, decidió escucharla más cerca y aventurarse a intentar descifrar
el idioma de su melodía. No cantaba seguido. A veces hacía pausas sin despegar
su mirada del mar, siempre lo prudentemente cerca para que la espuma no la
rozase.
Soplaba
brisa cortante y, mientras Héctor intentaba acercarse sigilosamente, la mujer estaba
callada. El viento frío arrastraba arena entre los arbustos en los que Héctor
se había escondido con prudencia. Solamente se escuchaba el eco de las olas
rompiendo contra la arena. De pronto, volvió a entonar otra canción:
—“La
noche es oscura y es la que mejor guarda secretos. Caminante consentido de la
noche, el destino ha querido que tú me encontrases y que yo te encontrara…”
Acto
seguido, se giró levemente fijando sus profundos ojos oscuros en Héctor, o lo
que se distinguía de él en la penumbra de la playa iluminada bajo una media
luna. Esbozó una sonrisa que tiñó de amargura su rostro. Héctor captó la
indirecta: lo había descubierto, aun antes de lo que él imaginaba. Fue junto a
ella.
Ella
volvió a girarse al océano y Héctor se sentía como los marineros de Ulises
acercándose a las peligrosas sirenas que los seducían con sus canciones para
luego matarlos. Algo de su sentido común le decía que se alejara, que era
peligrosa. Pero él no hacía caso más que de su curiosidad y corazón.
—Pensé
que no hablabas, de pronto te escucho cantar. Pensé que no sabías mi idioma y
hoy he descubierto que sí que lo hablas —dijo Héctor sentándose a su lado y
manchándose de arena.
—La
vida está llena de sorpresas. Nunca sabes que te va a revelar el océano.
La
muchacha hablaba con acento sureño y su piel oliva delataba que venía del sur,
a su vez. Al muchacho le gustó su aire envuelto en misterio.
—¿Cuál
es tu historia, chico? —Preguntó con tono duro. A pesar de vestir andrajos y
mostrar un aspecto tan deteriorado tenía cierto aire de dama, de buenos modales
y mostrando una gran fuerza.
—La
mía no es interesante. Sólo soy un estudiante y aprendiz de marinero.
—Ya.
Supongo que da más morbo la mía. La de una pobre náufraga que trajo la marea
que no pronuncia palabra.
A
Héctor la mujer que no era nadie se le antojaba como una delicada arma que
había que manejar con cuidado para que nadie saliese herido.
—Eres
del sur. ¿Me equivoco?
—Supongo
que lo has adivinado por mi acento. Sí, soy del sur. ¿Y qué sabes del sur?
—Sólo
historias —comenzó a explicar Héctor, emocionándose—. Está muy lejos. El sur y
el norte deben estar separados por un gran océano y apenas se comunican.
—Muy
listos los hombres del norte —intervino con un ademán la muchacha.
—¿Tan
malo es eso?
—Lo
es. ¿Qué más sabes?
—Que
es tierra de príncipes y reyes…
—Y
damas, princesas y reinas. Además de caballeros y guerras —prosiguió la joven
un tanto impaciente.
—Sí,
eso he oído.
—Por
tu voz denoto que puede parecerte emocionante. Pero no lo es. En absoluto. Es
una tierra donde gente inocente es torturada y muere todos los días. Es un
lugar donde el poder se forja a base de luchas y matrimonios concertados entre
grandes señores—. Hizo una pausa. Su voz sonaba ronca de tanto haber callado.
Parecía que escupía sus palabras tras haberlas guardado tanto tiempo—. Yo me
llamo Dafne. Era una dama de un reino cruel. Y me prometieron con un marido más
que cruel. Era un monstruo, un sádico… Pero conocí a un príncipe que era como
una luz en una oscura soledad. Cosme. Era bueno y tenía principios. La parte
mala del asunto es que su reino se rivalizó con el de mi prometido. Hubo una
guerra y, aunque Cosme perdió, yo me uní a él y nos embarcamos juntos y huimos
de mi prometido y mi familia. Pero naufragamos.
—Y
has llegado hasta este momento —concluyó, muy impresionado, Héctor.
Ella
se limitó a asentir con la cabeza.
—¿Y
por qué no has hablado nada? ¿Por qué te pasas el tiempo sentada en la arena
mirando el mar?
Dafne
suspiró y esbozó una sonrisa acongojada.
—Prefiero
que nadie sepa mi identidad. Tengo miedo, un espantoso miedo de que me
reconozcan y me quieran mandar de vuelta al sur. Si algún mercenario se
enterase de tal revelación no dudaría en ponerme precio y comerciar conmigo.
—El
norte es diferente —terció Héctor con voz queda.
—Eso
dicen las historias. Aquí sois libres. Podéis tener oficios humildes y estar
seguros. Podéis ser quien queráis. Tenéis gobernantes que os otorgan libertad…
Desde niña soñaba con el mar y embarcarme a este mundo. Lástima la manera de
cumplir mi sueño.
—Lo
siento mucho.
-—Gracias.
La razón porque no soy capaz de hacer otra tarea que no sea mirar el mar es
porque espero que me devuelva lo que me ha arrebatado. Aunque sea un sueño
inverosímil.
Se
hizo una pausa tensa entre ambos, mientras una solitaria nube tapaba la media
luna y el rostro oliva de Dafne se oscurecía aún más.
—Si
no confías en nadie… ¿por qué me lo has contado?
—Hace
tiempo que sé que me espías y te he estado analizando. Tengo el don de conocer
a la gente y he visto amor en tus ojos. Adoro ver amor en los ojos de la gente.
Sé que eres de fiar y no me traicionarás. De todas formas, sería procedente que
me dieses tu palabra.
—La
tienes.
—Gracias.
Dafne dio un beso en la frente a Héctor ante
el sonrojo de éste. Héctor quiso deshacerse del embarazoso momento ante la
condescendencia de Dafne.
—Tú
siempre has soñado con el mar. Y yo con la tierra. Siempre he soñado con
explorar desiertos y montañas. Cascadas y ríos…
—Sueños
nobles. Me caes bien. ¿Cómo te llamas, muchacho?
—Héctor.
—Deberías
descansar, Héctor. Mañana habrá tormenta y marejada. Te necesitarán.
—Parece
que para ser sureña conoces bien el mar del norte.
—El
conocimiento no entiende de barreras, Héctor —se limitó a contestar ella,
encogiéndose de hombros.
Héctor
no fue capaz de dormir aquella noche. No cesaban de dar vueltas en su mente las
revelaciones de Dafne. Estaba decidido a ayudarla, aunque no sabía cómo. Finalmente,
al nacer el día con un sol escarlata, le venció el sueño.
Despertó
horas después entre el rugido del viento azotando los cristales de sus ventanas
a golpe de calor y frío. Su madre gritaba alarmada. Al principio, el letargo no
permitió al joven entender lo que decía, pero tras el desconcierto inicial
consiguió distinguir que la náufraga se había vuelto loca y se había echado al
mar.
Reaccionó
deprisa, como impulsado por un fuego hueco y loco que le obligaba a buscar a
Dafne. Ante la confusión de su familia los instó a que permanecieran en casa
seguro, excusando su marcha con que ayudaría a los marineros. Se dirigió
corriendo en la playa. Allí estaba Dafne, en una orilla de un océano fiero y
alborotado, esquivando las olas buscando pedazos del naufragio que la marejada
estaba llevando a la costa.
—¿Habéis
intentado sacarla de ahí? —Preguntó Héctor asustado a un hombre que comenzaba a
alejarse de la escena.
—Claro
que lo hemos intentado —respondió otro hombre a sus espaldas—. No hace caso. La
chica ha perdido el juicio en el naufragio. Afortunadamente nosotros no, así
que nos largamos.
Pero
Héctor no se marchó, sino que se encaminó hacia Dafne para intentar rescatarla
de la locura que hubiese en su cabeza.
Dafne
se agachaba y levantaba continuamente recogiendo extraños objetos que iba
encontrando para arrojarlos al mar de nuevo con su rostro teñido de un llanto
desesperado. El cielo estaba inundado por nubes grises y la lluvia arreciaba,
aportando al mar la apariencia de una jungla de plata. La joven estaba empapada
y él se descalzó para intentar disuadirla de lo que fuera que se propusiera.
Cuando se acercaba, se lastimó con una luna de oro y la cogió, pensando que era
valiosa. En el preciso instante en que pensó que esa preciada joya podría
distraer a Dafne, la joven la vio y corrió hacia él; cumpliendo sus
suposiciones.
—¿Por
qué eres tan estúpida? —Farfulló abrazándola en medio de lágrimas desesperadas.
Dafne parecía parte de la marejada, una ola que viene y va.
—Es
la luna que me regaló Cosme —musitó de forma casi inaudible una joven
derrumbada—. Me la regaló en uno de nuestros encuentros clandestinos… —. Agarró
el colgante y se lo puso en su fino cuello, desplomándose en la arena mojada y,
acto seguido, incorporada por los brazos de Héctor.
—Vámonos,
estás muy débil y esta marejada nos puede matar.
—No
lo entiendes —insistió ella con una luz renovada en su mirada—. La luna es un
astro que está siempre en el cielo. Aunque sea de día no la vemos, pero sigue
en el cielo. Es lo que decía que era él para mí. Pero… pero… también decía que
me guiaría cuando él no estuviera y que este colgante me guiaría hacia él.
—Dafne…
Dafne
lo ignoró y fijó su vista en el grisáceo horizonte como si de nuevo quisiera
sumirse en su bosque de silencio, una pausa en la tempestad.
—El
mar me ha arrebatado a Cosme y me lo ha devuelto de otra manera. Cosme ha
muerto pero lo he recuperado en ti. Me preguntaste porqué me he fiado de ti.
Pude ver en tu mirada enamorada la esencia de Cosme. Le vi en ti y ahora sé que
estoy destinada a estar contigo.
—Oh…
Dafne
besó con un beso húmedo al aturdido muchacho mientras la lluvia los calaba y
las olas se alejaban.
—Desde
que te vi estoy enamorado, Dafne. Aunque no sé si merezco tu afecto, acabas de
sufrir una gran tragedia.
Y
en aquel momento adoraba todo de ella, como si la marejada no existiera. Su
pelo despeinado y mojado, sus ojos achinados por las lágrimas y la lluvia, los
lunares de su cuello, sus desgastadas ropas que no le pertenecían. Conservaba
el porte de la dama que había sido, pero ahora había un ímpetu en su mirada que
mostraba que estaba dispuesta a una nueva vida.
—Te
repito que tengo el don de sentir a la gente. En el sur era horrible. ¡Tanta
maldad! ¡Tanto odio! Constantemente me impregnaba de energía negativa. Ni
hablarte quiero de lo que notaba de mi prometido… Cosme era diferente de la
misma manera que lo eres tú. Ambos puros y buenos. Seamos libres en estas
tierras del norte. Viajemos por tierra y mar con la libertad como único señor.
Dafne
lo miraba con un destello que hacía pensar a Héctor que la libertad era como un
deseo mucho tiempo anhelado y un tanto infantil para ella. Sin embargo, a pesar
de ser ambos invisibles en medio del caos, no podía ser más feliz. Sintió que
sus antiguas elucubraciones sobre su futuro habían obtenido respuesta con la
llegada de esta mujer que parecía sacada de alguna de sus novelas de aventuras
que tanto adoraba. La vida que le proponía era lo que él siempre había querido
y que era un paso que no se había atrevido a dar sólo. Y la mujer de la que se
había enamorado le correspondía. Quería ayudarla y que ambos se salvasen. El
momento había llegado.
—Lo
haremos. Seremos libres y viviremos juntos. Te lo prometo. Recorreremos mar y
tierra si es preciso. Hasta el fin del mundo.
—Hasta
el fin del mundo —repitió.
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