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2
El mundo se detiene y el sonido de
las palabras del general se convierte en tan sólo un susurro que es para mí
como un eco lejano. Tenía razón Dani al pedirme que controlase mis poderes.
Siento como las llamas de las antorchas que adornan el estrado tintinean en un
vaivén poco habitual. Me obligo a controlarme y a concentrarme para que mi
piroquenis, que es el poder de controlar el fuego, no vaya a más y no empeore
todo aún más delatando que soy una bruja. Afortunadamente, todo el mundo debe
estar tan absorto con la noticia que ni se ha dado cuenta.
Guerra, guerra, guerra…
Esa palabra resuena en mis
pensamientos y, a pesar de que intento distraerme, no logro quitármela de la
mente. Apenas consigo entender al general dando instrucciones tanto a los
soldados como a los civiles. Clavo mi mirada en un estandarte situado en el
estrado e intento dejar mi mente en blanco cuando un increíble peso se cierne
en mis entrañas y me dan ganas de vomitar todo lo que he comido en el desayuno.
El general deja de hablar y noto la
mano de Pedro sobre mi hombro mientras yo sigo con la mirada perdida. Me giro y
veo su sonrisa. Pedro nunca deja de sonreír aunque esta vez es una sonrisa
triste, compungida y alarmada.
—Vamos —me susurra.
Y alzo la mirada viendo como todos
los presentes comienzan a abandonar la plaza entre murmullos. No reparo en cómo
hablan sino que sigo a Pedro, quien me sostiene por el hombro, y emprendo el
camino a su lado con la mente en blanco y en estado de shock. Adivino que me
lleva junto a mi hermano y no me equivoco. Allí está Dani muy serio pero
todavía sereno y me da un gran abrazo. Pedro se une y aguanto las ganas de
llorar.
Quiero hablar y decir mil cosas pero
de mis labios no salen las palabras y solo puedo apretar más fuerte ese abrazo.
Finalmente, los tres nos separamos y Dani me dice:
—Ya lo has oído. Partiremos esta
noche. Deberías ir a despedirte de tus amigos. Nos vemos por la tarde —quiero
replicar porque mis ojos no quieren perder la visión de mi hermano y la de su
mejor amigo—. Prometo estar pronto en casa —añade.
Asiento sin rechistar y me dirijo
hasta la zona de la plaza donde estarán mis compañeros de colegio. Mi cerebro
comienza a volver a funcionar y reparo en la gente que me rodea. A pesar de que
la mayoría adoptan un tono serio y sobrio; cuchicheando, hablando serios y
muchos, llorando; me lamenta ver a gente celebrando la noticia. Al fin y al cabo,
nos han criado en una cultura de guerra y las guerras están bien vistas.
Fue mucho decir por parte de Dani que
fuera a despedir a mis amigos. Creo que los amigos se cuentan con los dedos de
la mano; en mi caso, con uno. Mi mejor amigo y, de hecho, la única persona que
me atrevo a llamar amigo es Tom. Es un chico menudo y bajito de pelo negro y
tez pálida que va conmigo en clase. Desde los ocho años decidí no
entremezclarme mucho con la gente de mi edad, salvo lo necesario, pues como soy
una bruja debía tener la guardia siempre alta para no ser descubierta. Así
pues, siempre me he limitado a ir a clase para sacar las mejores notas y nada
más. Pero Tom es distinto. Es un joven tímido y muy buena persona. Me aporta
una increíble confianza y, aunque no le he contado mi secreto, estoy segura de
que lo aceptaría y no lo contaría.
Tom, tan ajeno a la guerra y tan
diferente a mí en fuerza que no sé cómo será capaz de apañárselas en una
batalla. Problema más grave aún sabiendo lo que solo los militares saben: a los
soldados sin preparación menores de 17 años; es decir, menores de edad; los
envían a las batallas perdidas. Batallas en las que solo necesitan enviar a los
menos válidos, los prescindibles, los innecesarios… como en las maniobras de
distracción. Ellos, los menores de diecisiete, irán a una muerte segura. Así
que sé que esta es la última vez que veré a Tom y a…. Él.
Él es Marc. También es compañero de
clase y es mi amor platónico desde que tengo siete años. Es un chico alto,
esbelto, de cabello castaño y ojos grises. Es muy guapo, siempre lo ha sido y
casi todas las chicas del colegio se morirían por salir con él. No hablamos ni
nos saludamos a pesar de que a veces me doy cuenta de que me mira. Pero no
siempre ha sido así.
Llegué nueva al colegio de la capital
con siete años y él fue la primera persona que conocí. Aún recuerdo su sonrisa
divertida cuando le espeté bruscamente a la profesora Elis dónde podía sentarme
y él se ofreció para ayudarme. Éramos grandes amigos. Ideábamos juegos propios
y los poníamos en práctica en lugares secretos como los bosques o las cuevas de
las cercanías. A veces él venía a mí casa o yo a la suya y veíamos películas.
Recuerdo cómo se reía con los chistes malos y, sobre todo, recuerdo su bondad.
Era el primero en ayudar a cualquiera que se cayese, se le olvidase algo o
tuviera un accidente; siempre tenía buenas palabras que regalar a los
compañeros; era el primero en defender a un niño de alguien que se burlara de
él y siempre era muy educado. Quizás fue esa faceta suya la que hizo que me
enamorara perdidamente de él. Hasta el día del incidente.
Aquel día estábamos jugando ante la
chimenea de su casa. Podía permitirse tal lujo por ser hijo de un alto cargo
del gobierno y su casa era muy lujosa en comparación con las de la mayoría de
la población. Me acuerdo que se acercó a mí en el juego de una manera que, a
mis por entonces nueve años, me puso muy nerviosa y perdí el control de mis
poderes. Surgieron unas llamaradas de la chimenea que me quemaron la pierna
derecha y, horrorizada a la vez que avergonzada por lo que acababa de ocurrir,
salí corriendo de su casa. Desde entonces no hemos vuelto a hablar.
No quise volver a mirarlo a los ojos
después del suceso ni quise volver a acercarme a él. Me había expuesto
demasiado y no podía permitir que volviese a pasar. Él tampoco me volvió a
dirigir la palabra. Me pregunto si aquel día averiguaría mi secreto y ese es el
motivo de que no me hable. Sea como fuera, me comporté de manera demasiado
extraña ese día y no lo culpo por que no quiera relacionarse conmigo nunca más.
Sin embargo, a pesar de que he intentado enamorarme de otros chicos, no consigo
quitármelo de la mente. Aún conservo la marca de la quemadura de aquel día en
la pierna derecha. Por ello nunca uso faldas y siempre llevo pantalones.
Me acerco a la zona donde están mis
compañeros de colegio y no puedo evitar que se me encoja en corazón en un puño.
Cada estudiante está con sus familiares, despidiéndose. Algunos lloran ante lo
que se les avecina, otros parecen alarmados y algunos, los que tienen
preparación en lucha, fanfarronean. Pienso que son unos necios que no saben que
irán a una muerte segura. No quiero desvelarles la terrible realidad de lo que
se les viene encima. Mejor que vayan felices y animados, así disfrutarán mejor
sus últimos momentos.
Cuando veo a Tom le doy un abrazo y
él me cuenta lo asustado que está. Consuelo a su destrozada madre e intento
darle consejos sobre el combate. Sé que no servirán de nada ya que él no tiene
práctica, pero al menos servirán para tranquilizarlo tanto a él como a su
familia.
—No creo que pueda serles útil —se
lamenta. Y yo tengo una idea.
—Debes demostrarles que eres más útil
fuera del campo de batalla que dentro de él —le espeto, mirándolo fijamente. Un
ligero rayo de esperanza dentro de las tinieblas—. Eres uno de los más
inteligentes de la clase y tienes muchos conocimientos de ciencia y medicina.
Házselo saber a tu superior y así te harán ayudante de enfermeros.
—¿Tú crees? —pregunta él, mordiéndose
un labio.
“Te lo garantizo”, pienso. Porque se
lo diré a mi hermano y él lo logrará. Pero como
supuestamente no puede haber favoritismos en el ejército, simplemente
añado.
—Inténtalo—. Y le sonrío.
Entonces lo siento y le veo. Los ojos
grises de Marc me miran y le devuelvo la mirada. Solo que esta vez no la
esquivo, como acostumbro. Nos quedamos mirándonos fijamente unos instantes y
veo el miedo de su mirada. No entiendo porque me está mirando. Pero quiero
observarle bien los últimos minutos que pueda. El momento es interrumpido por
el padre de Marc, que se lo lleva y le dice algo al oído. Pues llega el momento
que han de marcharse.
—Suerte, Tom —le digo a punto de
llorar—. Saldrás con vida de esta —añado sin creerme nada de lo que digo. Pero
tengo esperanza. Me quito una de mis pulseras y se la doy—. Toma, para que no
te olvides de mí y de mis consejos cuando estés en la guerra. Me la regaló mi
hermano, es un hombre fuerte, lo sabes. Espero que te transmita parte de su
fuerza.
Nos damos un último abrazo y me
dirijo corriendo a mi casa, esperando encontrarme pronto a mi hermano y a Pedro
allí. Vivo en la calle más importante de la capital y en una de las mejores
casas que se pueden encontrar por allí, debido a relevancia de mi hermano. Es
blanca, de dos plantas y columnas griegas con un amplio jardín que la bordea.
Como todas las casas de los guerreros, tiene una bandera del continente y en el
jardín destaca una fuente de cenicienta piedra que a veces considero un
derroche.
Entro y veo a mi hermano en el salón
con Pedro. Hablan muy serios y es muy raro ver a Pedro serio. La televisión
está puesta pero no le hacen caso. En cuanto me ven se levantan del sofá negro.
—Mirs, no tengo mucho tiempo. Esta
guerra es la grande y tengo que acudir al palacio…
No dejo terminar de hablar a mi
hermano porque cojo un jarrón del mueble caoba del recibidor y lo estampo
contra la pared. Tanto Pedro como Dani se quedan callados y me miran alarmados.
—¿Me estás diciendo que puede que sea
la última vez de mi vida que te vea y tú no quieres pasar este tiempo conmigo?
—Mirs… —comienza Dani con cautela.
Cojo un cuadro y también lo lanzo contra una pared haciendo que quiebre su
cristal—. Mirs, me despediré de ti en el puerto. Haré que te permitan vernos
partir y ese rato lo pasaré contigo.
Miro a mi hermano con la respiración
entrecortada pero sus palabras han hecho mella en mí así que mi furia mengua y
dejo de tirar cosas. No obstante, estoy tan enfadada con la situación que,
aunque sé que puede que sean unos de los últimos momentos que pase con mi
hermano no puedo evitar estar furiosa y pagarla con mi él. Aunque sé que me
arrepentiré de ello.
—¡No vayas! —grito histérica—. Ya
eres el mejor soldado del continente. ¡No necesitas más méritos! —Dani abre la
boca para replicar, pero yo no le dejo—. Ya sé que te pueden condenar por
desertor pero los tres somos hábiles. Podíamos huír.
—Esta vez es distinto Mirs, te
prometo que sobreviviré —tercia con voz queda.
—Todos dicen lo mismo. ¡Pero esta es
la mayor guerra en cien años! ¿Cómo voy a confiar en que tanto tú como Pedro
saldréis con vida?
—Por eso mismo, Mirs. Porque es la
mayor guerra en cien años y todo lo que has dicho es cierto —añade, decaído. Y
es raro verlo así, parece vencido. Yo no sé lo que quiere decir y lo miro,
apremiante—. Muy poca gente sobrevivirá a esta guerra. Ni siquiera puedo
conjeturar que bando será el vencedor, ya que no se sabe nada sobre Hafix. Solo
sé que en esta guerra no tengo que demostrar nada, pues por mucho que haga no
decidirá ninguna batalla. Lucharé para sobrevivir y no sobresalir, te lo
prometo. No me buscaré grandes objetivos ni me arriesgaré si puedo evitarlo.
Creo que tú eres más importante que mi reputación y quiero volver, a buscarte.
Entonces me derrumbo, y aunque
intento con todas mis fuerzas no llorar, una lágrima resbala en mi mejilla.
Dani me abraza más fuerte que nunca y me da un beso en la mejilla.
—No quiero que te mueras, no quiero
perderte —digo con una voz tan infantil que me sorprende.
—Pedro se quedará contigo esta tarde
y te llevará al puerto al anochecer —responde sin soltarme y yo asiento.
La tarde me resulta dura y no sé si
estoy flotando por culpa del torbellino de emociones que hay en mi interior o
si estoy viviendo tan vívidamente la realidad que estoy aterrorizada. Pedro se
mantiene firme y recupera su sonrisa. Me cuenta el plan de Dani para mí. A
partir de los catorce años el gobierno de Lanan permite vivir sin tutor a la
gente. Me quedaré en casa con la compañía de Katerina, la mujer que viene a
hacer las tareas domésticas de casa. En estos momentos no está, puesto que uno
de sus hijos también partirá a la guerra y lo debe estar despidiendo como es
debido. Tendré que seguir asistiendo a clase con normalidad, como todos los
alumnos que nos quedemos en Lanan y deberé seguir entrenando por mi cuenta. En
caso de que ellos no volviesen ingresaría en una academia militar. No quiero ni
pensar en esa alternativa porque perderlos duele demasiado.
Dan las seis y el rojizo sol comienza
a declinar. Decido que este año no veré las pantallas de guerra. Lanan pone
pantallas en todo el continente donde se televisan los combates de la guerra.
Solo los he visto dos veces y fue una experiencia que no recomendaría a nadie.
No soporto ver a mi hermano matando y luchando por su vida de la manera en que lo
hace; perdiendo su humanidad y su bondad para convertirse en el más fiero y
despiadado de los guerreros. No obstante, aunque no los vea sabré que es él el
que está luchando por los bramidos y vítores de la multitud que observa las
pantallas en las calles. Sufrí en su último combate porque por las reacciones
de la gente podía adivinar lo que estaba pasando. Con cada silbido me daba un
vuelco el corazón y con cada grito de júbilo sonreía inevitablemente.
El puerto está a rebosar de soldados
uniformados y centenares de barcos inmensos están amarrados en la costa, listos
para zarpar. Pedro me lleva hasta la zona ocupada por los altos cargos del
gobierno que acuden para despedirlos pero los dejamos atrás para dirigirnos a
la caseta donde están mi hermano y los oficiales de mayor rango. Pero algo me
detiene.
—Miranda, se te ha caído esto.
Mi corazón da un vuelco y me doy la
espalda. Marc está ahí, con su padre que es un alto cargo. Se acerca a mí,
tembloroso, sujetando algo. Me pregunto qué se me habrá caído ya que no noto
ausencia de nada. Cuando Marc me enseña lo que hay en sus manos no puedo creer
lo que veo.
Se trata de una muñeca de trapo que
fabriqué yo misma de pequeña y se la regalé a él con siete años, cuando lo
conocí. ¿Qué hace Marc con ella en estos momentos? Presa de la sorpresa me
dirijo a hacer algo que no hacía desde hacía años: hablar con él.
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