3
—Sí, es mío —digo, siguiéndole el
juego—. Y creo que se le ha caído un botón.
Me dirijo rápidamente a él y le
agarro por el brazo bruscamente para llevarlo a un sitio apartado donde nadie
pueda oírnos. Veo una caseta pero está cerrada con llave así que llevo a Marc a
su parte trasera. Desde allí aún se puede ver el mar y escuchar el rumor de las
olas y de la multitud. Pero decido que es lo suficientemente privado.
—¿Qué pretendes? ¿Estás jugando
conmigo? —le espeto con dureza mirándolo fijamente a sus ojos grises. Él parece
asustado, pero dudo que se trate de mí. Me mira respirando agitadamente y
dubitativo.
—¿Jugando contigo? —repite y
suspira—. Miranda, ¿por qué me odias?
Lo miro sin comprender y no digo
nada.
—Antes éramos tan amigos… Eras la
mejor amiga que he tenido nunca—, comienza a decir agachando la mirada—.
Entiendo que aquel día te fallé. Debí haberte ayudado con el fuego y no
quedarme simplemente mirando. También debí haber corrido detrás de ti cuando te
marchaste herida y enfadada. Pero… ¡Tenía nueve años! —exclama fijando sus ojos
en los míos—. No sabía lo que hacer… estaba asustado —. Hace una pausa y yo
sigo incapaz de articular palabra, incrédula—. He pensado cientos de veces en
pedirte disculpas pero tú desde entonces me mirabas con desprecio. Y aun encima
tu hermano se hizo famoso y te aislaste, como si te consideraras superior a
todos los demás. Nunca di reunido el valor suficiente de pedirte disculpas.
Trago saliva y agacho la mirada,
procesando todo lo que me está diciendo.
—No te odio —murmullo con un hilo de
voz, abrumada—. Ni siquiera sabía que significaba tanto para ti. De hecho, era
yo la que pensaba que me odiabas.
—¿Qué? —Pregunta, frunciendo el ceño
y negando con la cabeza—. ¿Por qué te crees que he decidido llevarme la muñeca
que me regalaste el día que me caí y me hice la brecha en la rodilla? Me
acuerdo que quisiste consolarme con ella… —. Una sonrisa se esboza en su
rostro—. Porque quiero llevarme un recuerdo sobre ti.
—¿Te acuerdas de eso? —Pregunto
impresionada.
—De eso y más. Como que amas el
chocolate blanco y el negro te hace fruncir la nariz; que siempre levantas la
mano izquierda en clase, porque con la derecha apuntas a la vez que preguntas;
de tu mirada, siempre dura y seca pero firme y alzada…—Sigue enumerando hechos
sobre mí que me sorprende que se haya fijado en ellos y más aún, que se
acuerde. Y, con su mirada y sus gestos, sé que lo que dice es cierto.
—Nunca te he odiado—. Lo corto,
sobrecogida—. Si todo cambió aquel día es porque pensé que habías descubierto
mi horrible secreto—. Respiro profundamente y pienso que en la situación en la
que estoy, con Marc sincerándose y a punto de morir, no tiene sentido seguir
ocultando la verdad—. ¡Soy una apestosa bruja!
Marc me mira impresionado unos
instantes y abre más sus ojos grises. Permanezco mirándole, nerviosa pero
desafiante. Estoy expectante de cuál va a ser su reacción.
—Siempre te he querido Mirs mirs. Eso
no cambia nada.
Mirs mirs, el nombre que me puso
cuando éramos pequeños. Al oírlo me doy cuenta de que a él no le importa mi
secreto. Más aún, que lo que ha pasado los últimos años no ha cambiado nada y
que volvemos a ser los de antes. Pero es mejor todavía porque ahora sé que él
también me quiere.
Olvido unos segundos la situación que
se nos avecina y lo beso. Siento sus labios cálidos y, aunque no es el primer
beso de mi vida, sí es el primero que le doy a Marc. Y puede que también el
último. Parece que ambos nos damos cuenta pues no nos separamos y nos apretamos
en un abrazo muy fuerte.
—Yo también te quiero. Desde el
primer día en que te vi. Siempre ha sido así —susurro cuando separamos nuestros
labios pero continuamos abrazados.
—¿Por qué hemos esperado tanto? —se
lamenta Marc.
—No pienses en eso —digo
acariciándole el rostro y una lágrima resbala de mi mirada. Él me la seca con
el dedo de forma tierna—. Piensa en que no nos hemos despedido sin saberlo y,
cuando vuelvas, estaré aquí.
El niega con la cabeza.
—Sabes como yo de sobra a dónde nos
envían a los menores de diecisiete años—. Espeta con una sonrisa amarga. Yo no
sé qué decir porque sé que tiene razón. Y no me extraña que él también lo sepa
porque su padre es un alto cargo del gobierno y probablemente se lo haya
comentado en alguna ocasión, quizás para disuadirlo de que se alistara
voluntariamente—. Estoy muerto de miedo. Sobre todo ahora que sé que te perderé
de verdad.
Lo vuelvo a abrazar con todas mis
fuerzas. Durante la siguiente media hora aprovechamos el poco tiempo que nos
queda. Nos ponemos al día de nuestros sentimientos, de nuestras vivencias, de
los cambios que no nos hemos podido contar. Y nos besamos y damos cariño como
siempre quisimos hacer. No puedo evitar pensar en lo estúpida que he sido y del
tiempo que he perdido ignorándolo. Finalmente, el rojizo sol del crepúsculo
está a punto de ponerse y se oyen los tambores que anuncian la partida. Me
siento aterrada, no quiero dejarle marchar.
—Quédate la muñeca —digo aguantando
el llanto—. Que te recuerde que siempre te he querido y que nada lo cambiará.
Me da un beso para luego quitarse su
colgante. Lo conozco de sobra. Lo lleva siempre en el cuello desde pequeño. Es
una luna de plata.
—Y tú quédate con esto, Mirs. Nunca
te he contado qué significa, ¿verdad?
Lo agarro y me lo pongo con cuidado,
mientras niego esbozando una sonrisa que no es de felicidad sino de amor.
—La luna siempre está ahí, aunque no
la veamos. Cuando nosotros no la vemos la está viendo gente del otro lado del
mundo y, al acabar el día, vuelve; porque siempre ha estado ahí. Lo mismo que
yo, que aunque no esté a tu lado, estaré en el otro lado del mundo, siempre
para ti.
No puedo evitar estallar del
torbellino de emociones que recorren mi cuerpo y sucumbo al llanto. Marc me
estrecha con fuerza contra su cuerpo, mientras me llena de besos. De pronto,
oigo la voz de mi hermano a mis espaldas. Y, tras un último intenso beso, nos
despedimos.
Sigo llorando pero intentando
calmarme, y esta vez es Dani quien me abraza y me susurra suavemente que me
calme, acariciándome el cabello como a una niña pequeña y recordándome a mi
infancia. Siempre hacía lo mismo cada vez que tenía una pesadilla sobre la
muerte de nuestros padres.
—¿Cuánto tiempo llevas escuchando?
—Digo, entrecortada por mis sollozos.
—Lo suficiente —responde y añade
susurrando a mi oído—. Lo protegeré, haré que vuelva sano y salvo para ti, si
puedo.
Dejo de llorar y lo miro con ojos muy
abiertos, sintiendo renovadas esperanzas.
—Pero no puedes. Siempre has dicho
que los chicos no deberían acercarse a mí por conveniencia ya que te tú nunca
harías nada por ellos.
—No es solo un chico, Mirs, y lo
sabes… has encontrado a un gran hombre.
Siento una oleada de agradecimiento y
afecto hacia mi hermano y lo lleno de besos. Él se ríe, recuperando su risa
fanfarrona pero con un deje de tristeza.
—¿Podrías ayudar también a Tom? No
duraría ni un minuto en un combate. Le he sugerido que sea ayudante de
enfermeros.
—Lo intentaré, te lo prometo —dice él
firme.
—Lo intentarás —repito débilmente. Sé
el significado de sus palabras y la desesperanza vuelve a oprimir mis entrañas.
Lo intentará y hará todo lo que pueda. Pero primero debe mantenerse a él con
vida. Y, aun así, lo tendrá muy difícil.
Los barcos de los soldados de menor
rango zarpan y oigo los vítores con los que son despedidos desde el puerto y la
ciudad entera. Permanezco observando la escena abrazada a mi hermano, que zarpará una hora después, con
el resto de guerreros renombrados. Durante ese tiempo charlamos e intentamos
hacer el momento agradable. No más llantos, no más quejas. Solo que denoto de
sus palabras que se está despidiendo. No tengo fuerzas para reprocharle que no
lo haga, que vuelva con vida y que proteja a Pedro, a Marc y a Tom. A medida
que pasan los minutos la charla se vuelve más forzada y se nos acaban los temas
de conversación pues se acerca el momento inevitable. Los últimos barcos con
soldados acaban de zarpar y llega el turno del “Raudo”, el navío más importante
de Lanan, el navío de los mejores guerreros. Me da asco pensar que el
presidente y la mayoría de los más poderosos del gobierno se quedarán aquí, sin
partir a la guerra, haciendo que los soldados decidan la guerra que ellos han
inventado. Del gobierno, sólo zarpan hacia Hafix el ministro de combate, el
ministro de estrategia y el ministro de batalla. Pues sí, tenemos tres
ministerios encargados de la guerra. Al fin y al cabo, vivimos en una cultura
en la que la guerra es importante y está bien vista.
—Ten —me dice mi hermano cuando los
últimos rayos de sol se esconden en el horizonte. Me entrega su más preciado
anillo que, aunque esté colmado de riquezas, es el más preciado porque era de
nuestro padre. Es de oro blanco y era su antigua alianza. Yo me quedé con la de
nuestra madre y Dani con el de nuestro padre. En el interior tiene escritos sus
nombres: María y Bruno—. Por si no vuelvo, quiero que lo tengas tú.
En ese preciso momento se despide de
mí y yo me aferro a él en un fuerte abrazo y susurro frenéticamente:
—Vive, haz lo que sea, pero vive y
tráemelos a todos.
Él me mira como si no me conociese.
Lo cierto es que yo tampoco me reconozco. Antes solía decirle a mi hermano que
no luchase, que no matase, que dejara las armas… Ahora me sorprendo pensando lo
contrario, no me importa lo que haga con tal de que vuelva y consiga proteger a
Marc, Pedro y Tom.
Pedro llega hasta nosotros y también
me despido con emoción de él. Aunque hemos tenido toda la tarde para
despedirnos no desperdicio el momento de dedicarle otro abrazo. Él también me
hace un regalo: una pulsera de cuero que ha hecho él mismo. Me la pongo con
cariño y me inunda la gratitud. Pedro es de familia humilde y sólo como
guerrero ha conseguido llevar comida a su familia, que vive lejos de la
capital.
Permanezco inmóvil, observando como
suben al navío. El “Raudo” es el más grande de todos y está decorado por
estandartes escarlata con incrustaciones de oro. No evito pensar que es un
derroche, con eso se podría mantener a decenas de familias.
La ruta más aconsejable para llegar a Hafix es
por el mar. Para ello, la capital de Lanan es la mejor situada. Hay otra ruta,
pero nadie parece querer recordarla y a nadie le gusta nombrarla.
“La tierra maldita”, “El otro continente”,
“El sendero de la muerte”. Son algunos de los nombres con los que la gente
conoce la ruta alternativa. Aunque tiene un nombre: Daos. Es como un ancho pero
corto país situado en el único trozo de tierra que puede unir a los continentes
de Lanan y Hafix. Pero tras la guerra ambos continentes firmaron el un tratado
en el que conseguir que aquella tierra no fuera concurrida por ningún habitante
de ninguno de los dos continentes. Las historias cuentan que nadie puede salir
de allí con vida. Y, lo cierto, es que es muy difícil. Dani me ha contado como
verdaderamente es. Es una tierra donde los brujos pierden sus poderes, así
pues, inhabitable para ellos; pero a la vez una tierra llena de peligros
mágicos, así que también inhabitable para los no brujos. Si bien no es
imposible atravesarla, es muy improbable salir de allí con vida o en
suficientes buenas condiciones como para que los miembros del continente
contrario no te maten. Se habla de miles de peligros que allí se encuentran.
Muchos fueron consecuencia del derroche de armas tanto mágicas como no mágicas
de la guerra de hace cien años. Pero otros tantos fueron impuestos tras la
misma para que nadie quisiera atravesarla.
A pesar de que la mayoría de la gente
cree que Daos es un lugar donde encontrar una muerte segura, Dani me ha
revelado que hay gente que vive allí. Se trata de los desterrados y los
delincuentes que huyen de la ley. Es muy fácil ser localizado dentro del
continente, por eso se ven obligados a refugiarse en Daos.
El bullicio de la muchedumbre
aplaudiendo y emitiendo vítores me hace salir de mis pensamientos. El ruido de
las exclamaciones me molesta. No sólo porque no lo considero un momento de
celebración, sino porque necesito estar tranquila y sola. Así que busco un
lugar para mí, donde nadie pueda encontrarme ni hablarme, ya que ahora me
siento como un ser inerte capaz de reaccionar ante nada. Tras alejarme unos
metros del puerto, encuentro unas rocas solitarias, a las que no me es difícil
llegar debido a las enseñanzas de mi hermano que me permiten moverme como el
mejor de los guerreros, es decir, como Dani mismo.
Me siento y arrebujo abrazándome a
mis rodillas y observo como los barcos se van alejando y se pierden en la
oscuridad de la temprana noche. Miro el agua del mar que casi roza mis pies y
la toco con los dedos. Pienso que, en estos momentos, es el único elemento
físico que me une a mis seres queridos: a los ojos ámbar de Tom, a la sonrisa
de Pedro, a los brazos de Dani que siempre me han cuidado y a los labios de
Marc.
Ese pensamiento duele y me hace
desviar la vista hacia la luna, que aún no está llena pero reluce con fuerza
bañando el océano con rayos de plata. Esa visión causa que, instintivamente,
agarre el colgante con forma de luna que ahora cuelga de mi cuello: el regalo
de Marc. Y, en estos instantes, me doy cuenta de que Marc también está mirando
la luna en este momento. Algo me dice que de veras lo está haciendo y que está
pensando en mí, como yo estoy pensando en él.
Entonces siento lo sola que estoy y
el miedo que tengo. Ahora se hace tangible. Ya es una realidad. No temo ni al
dolor ni a la muerte y nunca he tenido miedo de cosas triviales como los
insectos o la oscuridad. Solo tengo miedo a una cosa: la pérdida. Quizás porque
la viví siendo muy pequeña cuando murieron mis padres.
El miedo a la pérdida aflora en mí y
se hace tan intenso que tengo ganas de gritar, patalear y llorar hasta quedar
sin energías. Pero en lugar de eso me quedo inmóvil, tiesa como una piedra,
observando el océano. Me siento como en un abismo del que estoy a punto de
caer. Lo que me mantenía y me hacía sentir viva se ha ido y ahora siento que
estoy a punto de precipitarme sin brazos que me socorran.
No reparo en quien pueda salir
vencedor o no de esta guerra ya que eso no me importa. Puede ser que viviera
mejor si ganaran los brujos, al fin y al cabo, yo también soy bruja. Intento
imaginar cómo será mi vida a partir de ahora y me doy cuenta de que ya nada
será igual y lo único que podré hacer será sobrevivir. Ese pensamiento me hace
sentir débil y me recuerdo a mí misma que yo no soy débil, que soy una de las
mejores guerreras que existen y he conseguido que nadie descubriera que soy una
bruja, lo cual es también un gran logro en este continente. Solo que yo lo que
realmente quiero es ir a la guerra con ellos y estar a su lado, tanto si puedo
protegerlos como si no; porque la muerte y la guerra no medan miedo si yo estoy
en ella.
Entonces, tengo una idea.
Partir tras ellos. Ese pensamiento me
enciende y hace que mi cabeza vuelva a funcionar. Sé que ya no quedan barcos a
los que subir para llegar a Hafix. Pero hay otra ruta, aquella que nadie quiere
nombrar.
Algo me dice que puedo conseguirlo. A
pesar de que tenga quince años, no sólo soy una de las mejores guerreras de
Lanan, al fin y al cabo he vencido hasta a mi hermano, sino que también soy
bruja. Además saco las mejores notas de mi clase y estoy sobrada en experiencia
sobre supervivencia que me han enseñado tanto Dani como mis padres y Pedro.
Si los criminales pueden vivir allí,
¿por qué yo no? Ellos no pueden escapar de la Tierra Maldita porque serían
descubiertos y ejecutados. Yo sí puedo salir: soy bruja y en Hafix me recibirán
como a una de ellos. El modo de llegar a la guerra ya lo encontraré al llegar a
Hafix.
Me levanto de un salto y corro hacia
mi casa con energías renovadas y una única idea en la mente: atravesaré Daos y
llegaré hasta mis seres queridos.
Daos, la tierra a la que sólo los
desesperados quieren llegar. Pues bien, yo estoy aún más desesperada que ellos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario