lunes, 23 de enero de 2017

Gente de la noche


Fuegos artificiales. Aitor nunca entendió el porqué de tanta expectación. . Los dos amigos con los que había venido se encontraban en una atracción, cosa que no iba con Aitor. De hecho, parecía que esa verbena no iba con él. Sus lugares habituales eran los pubs, las discotecas e incluso los garitos pijos que se estaban poniendo tanto de moda en la ciudad.

Le quedaban un par de minutos que matar antes de que diera el momento de reencontrarse con sus colegas pero en lugar de en los fuegos que estaban atronando sus oídos, reparó en una joven de cabello moreno con volumen que, al igual que él, los ignoraba. Tenía el ceño de sus afilados rasgos fruncido con la vista fija en un libro. Decidió acercarse a ella, pues le parecía más fascinante que el espectáculo de luces del cielo nocturno. Esa mujer podría convertirse en una pieza más de su larga lista en el juego del amor.

—He leído ese libro.

—Voy por la cuarta página. Parece aburrido —contestó ella sin apenas alzar la vista de las líneas que estaba leyendo.

—Mejora —Aitor correspondió a su alarde de amabilidad con la mejor de sus sonrisas.

—¿Y es interesante?

—No tanto como tú.

Edurne alzó la vista de su libro, intrigada por aquel extraño que había llamado su atención. Sin reparo, paseando los ojos por toda su apariencia. Ella era del pueblo y había pasado un aburrido día de reunión con su familia en la fiesta, entre conversaciones de niños y bodas de la que no paraban de caerle indirectas. Harta, decidió que su familia se acercase sin ella al meollo de los fuegos y buscar un poco de tranquilidad leyendo, a pesar del alboroto festivo. Pensó que ese hombre llamado Aitor con maneras de caballero misterioso podría ser un error más de su currículum de exnovios y examantes.

Fue parca la conversación inicial pero Aitor recordó las palabras de su padre, ya encorvado por los años, de que algún día llegaría la mujer que le haría plantearse su vida tal y como la conocía.

Lo que surgió entre ellos en cuanto se dieron dos modestos besos en la mejilla era más grande que sus miedos o deseos. Unión, lazo, pasión… Tiene muchos nombres. Tras escasas palabras, Edurne cerró su libro y siguió cogiendo la áspera mano de Aitor y se sentaron en una terraza bohemia con muebles de mimbre marrón cercana a la orquesta de las fiestas. Nadie preguntaría por ellos. La familia de Edurne daría por sentado que se había ido al chalet familiar de las afueras del pueblo y los amigos de Aitor, darían por sentado lo que ocurría, ya que siempre ocurría: Aitor ya habría encontrado a alguna chica. Solo que esta chica no era como las demás para él, ni él era como los demás para ella.

Dedicaron la noche entera a conocerse. A Edurne la forma de actuar de Aitor le parecía un reflejo de ella misma. Un depredador. Seguro, erguido, zalamero e incluso inquietante. Pues bien, ella también era una depredadora. Así que decidió comenzar la actuación de la que rápido olvidaría el guion. Pensó que había llegado el hombre capaz de tocar el escudo de su corazón. Se fascinaban, se adoraban desde el primer segundo. Ambos eran personas de la fiesta y la noche.

Hay noches de borrachera que unen más que meses de amistad. Cosa que les ocurrió a ellos charlando en una terraza llena de alboroto y acompañada por pasodobles provenientes de la verbena. Bebían con la embriaguez suficiente para notarse por los aires pero lo justo para recordarlo todo al día siguiente. Su conversación se asemejaba a un juego de póker o a una partida de ajedrez, con jugadas y ases bajo la manga de la que, sin empatar, ambos salieron ganadores. El premio era el otro.

 Cuando el amanecer ya se acercaba se propusieron perfilar una vida juntos. Él seguiría dando clases de francés particulares mientras se abría camino en el mundo de la escritura. En cambio, ella intentaría buscar trabajo como física. Edurne, como mujer de números que era encontraba fascinante la pasión de Aitor por las letras.

—Una cosa que encuentro excitante de escribir es decidir más vidas que la mía— confesó Aitor en un halo de misterio.

—Te gusta jugar a ser dios.

—Creía que era a eso a lo que os dedicabais los físicos—. Edurne no respondió y se metió una aceituna en la boca para amortiguar el silencio. Hay silencios que hablan. Aitor puso su palma sobre la palma de ella—. Si fuéramos física, seríamos la ecuación con más elementos y más complicada de todas.

—Al fin y al cabo, el amor es sólo química. Y nuestra química es más explosiva que los fuegos artificiales —sentenció ella y apuró un trago de su cóctel.

Hay algo bello en contemplar la destrucción, como cuando la madera arde en la hoguera. Había llegado el ocaso de sus vidas tal y como la conocían para renacer como el fénix de sus cenizas o los árboles que pierden sus hojas para volver a recuperarlas tras el gélido invierno y la llegada de la primavera y comenzar otra nueva. Esa noche sus miradas color gris y color chocolate se encontraron y se dieron cuenta que estaban perdidos. Edurne pensó que ya no existía su pasado, pues nunca podría volver a él por mucho que lo desease a cambiarlo. Importaba el ahora. Pero él sí pensaba en un futuro en el que despertarse besando, con el sonido del despertador, esos finos labios. Ya no pertenecían a la noche, se pertenecían el uno al otro.

Quizás fue el destino o quizás debía ocurrir sin que la mano de la fortuna interviniese. Enterraron sus armas de la guerra de la noche de fiesta. Aitor, su gomina y su cartera con la que invitar a copas a sus posibles víctimas. Edurne, su pintalabios carmín y sus tacones de aguja, la mayoría de las veces color negro. Él quiso dejar atrás las noches en que tanto rubias, como morenas, pelirrojas subían a su segundo piso sin ascensor, armando ruido con sus pisadas ebrias por las escaleras. Ella, renunció a sus despertares en pisos de hombres desconocidos en un amanecer con cierto olor a hábitat extraño y cigarrillos consumiéndose en un cenicero al lado de una cama que no conocía para luego desaparecer en un halo de misterio despidiéndose de un pretendiente que nunca más volvería a ver. Rostros que no recuerdan, teléfonos borrados de la sim de su teléfono móvil. Almas por y para la fiesta. Atrás dejaron los remordimientos de haberse pasado tras una noche loca. Atrás quedan las bebidas sin control. Dos almas perdidas que se encuentran. Ella fría como un iceberg, él caliente como el sol. Hielo y llamas que se juntan. Ángeles caídos que se encuentran y deciden ascender juntos al cielo como salvación.

Así empezó su amor. Gente de la noche, olvidaos de ellos.

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