miércoles, 28 de julio de 2021

Presente, futuro, pasado.

 

Eternamente joven.

Temo llegar a la vejez.

Temo asumir la vejez.

 

Constante trabajo del presente.

Arduo camino hacia el futuro.

Vanidad y vergüenza conjugo

Rememorando pasado ausente.

 

Viciosa de la lucidez.

Temo la consciencia

Perder.

Temo no conducirme

Caprichosa del dominio

De mi ser.

 

Memoria de la infancia.

Logaritmo de la nostalgia.

 

Y cicatrices

De guerra…

Qué clamor.

Y de amor

En el corazón…

Qué admiración.

Innombrable

 

Entre los miedos y la osadía

Hay una conjunción

Entre las noches y los días.

 

En la perspectiva mi yo interior

Se desintegra.

En un mundo acostumbrado a lo malo.

¿Qué hay más escalofriante que un final feliz?

¿Qué hay más estremecedor que el sol al relucir?

 

Magia

 

Modesta vanidad al trasluz

De tu mirada.

La naturalidad a la contraluz

De tu confianza.

 

Juega con magia.

Hazme divina.

Hazme Afrodita.

 

Tus ojos

Son mi conjuro.

Tus labios

Son mi augurio.

Y la profecía

Se ciñe en tu sonrisa

Y en tus mejillas

Y en tu pupila

Y en lo de mi bendita

Cuando me mira.

martes, 27 de julio de 2021

LITERATURA (METAPOESÍA)

LITERATURA
(METAPOESÍA)

Como una flamante heroína
Y tan solo era ella misma.
De su alma vecina
O, tal vez, amiga.
Por ella sola camina.
Guerreras modernas,
Su arma no está en sus piernas,
Como muchos piensan.
Ninguna novela,
De esas traicioneras
Para la vida entera.
                                                           Ni debió escuchar la poesía
Sin agonía
Sentir su armonía
Hace, más poco, un día.
Ni tampoco teatro
Trotando a caballo
Entre tales halagos
Ni juzgarse en ensayos.
La vida es literatura.
De mente mejor postura
Que, a la vez, se hace la dura
Y te aleja de la cordura.
De las letras
Malhechas.
De las letras
Maltrechas.
Con versos felices,
Y versos alegres, tristes
Con dos mil y dos matices.
Lo que ellas preciden…
Comerlo con perdices.

sábado, 24 de julio de 2021

MALDITOS

 Ahí va un poema que he escrito hace un par de años:


Fuego y agua que chocan de intensidad

En una magia de humareda de cal
Tierra y aire entre tormentas que se rozan
Pero nunca se llegaron al tacto palpar
En un viaje sin destino ni vuelta atrás


En nuestras manos está el futuro.

Almas malditas en frenesí.
Que queremos salvar el mundo
Antes salvémonos a nosotros, sí
Pero, ¿quién me va a salvar de mí?


Tanta valentía, tanta vanidad

Tanta cobardía, tanta humildad.
¿Qué es mentira y qué es verdad?
Los acordes suenan a marear.
Que no me despierten si esto es soñar.


Estamos malditos

Entre los vivos,
Muertos sin perdón.
Entre el delirio.
Acorazando corazón.

jueves, 22 de julio de 2021

YO NUNCA

 

Me he distanciado de mí misma y me siento una extraña.

Elijo la ignorancia.

El saber no ocupa lugar en la mente pero sí en el alma.

 

Sigamos jugando. Juguemos al yo nunca.

 

Nunca me disculparé por el tiempo que necesito en soledad.

Por decir lo que pienso de verdad.

Nunca pediré perdón por mi desorden, decir que no.

Por pedir auxilio en el camino.

Nunca me excusaré porque me vaya bien. Por expresar mis sentimientos.

Por mi espontaneidad, cuando la tengo.

 

Cambio la perspectiva. Cambio el ángulo.

Sé que siempre te he estado esperando.

miércoles, 21 de julio de 2021

1 IMÁN

 Primer capítulo de "La Profecía de La Perla".

1 Imán

Fabián nunca olvidaría el día en que dos de las familias mafiosas de la ciudad habían decidido renunciar a su intimidad y se embarcaban en convivir juntas, poniendo un nuevo precio a sus negocios y a su alma. Ese numeroso grupo de sombras que se encaminaban decididas por un elegante puente de madera hacia una solitaria isla. Los insectos en la noche veraniega sorprendían por su ausencia, salvo dos solitarias polillas que aleteaban danzando bajo la luna. La madera crujía bajo las diversas pisadas pero en compás con el mar que rodeaba el puente en un leve murmullo sin llamar la atención, como solían comportarse estas oscuras figuras.

El sol se estaba escondiendo en un ocaso de fuego, rozando con sus rayos las suaves olas de pálida espuma que guiaban hacia la isla. La brisa acariciaba el rostro de Fabián con la vista clavada en su futuro nuevo hogar, acompañado por el chillido de las gaviotas. El olor intenso a salitre le hacía pensar en su antiguo hogar en la nieve y lo distinto pero, a la vez, emocionante que iba a ser su nueva vida. Fabián era un muchacho de dieciocho años de buena apariencia, o al menos eso pensaban todas las jóvenes. Entre su piel morena y cabello desenfadado y castaño, destacaban sus ojos de un verde brillante. De hecho, tal color de ojos era habitual en su familia. Por ello, esta familia mafiosa era conocida como la familia de los ojos verdes.

Fabián, al fin y al cabo, era el benjamín de una de las tres familias mafiosas más poderosas de La Perla. Y, aquel día, la familia de los ojos verdes comenzaría a vivir con la familia Linares. Toda la situación era un misterio para el joven. Parcas explicaciones y muchas órdenes. Curioso como era, le hubiese gustado ponerse a analizar a todos sus acompañantes. Sin embargo, las instrucciones de su madre habían sido claras: debía ser educado y discreto. Lo que le mandaba su madre había que obedecerlo siempre.

Su familia estaba formada por sus abuela, Eulalia, una prima de su abuela, Dolores, y su madre, Minerva. Fabián había quedado hace unos años huérfano de padre y su tío, Rober, que era poco mayor que él y también huérfano, se había convertido en su nueva referencia masculina y un tanto como mala influencia.

La Perla era la joya más próspera de todas las islas mágicas de la Tierra. Estaba situada cerca de la costa de Galicia, en España. Al fin y al cabo, la mayor parte del mundo lo controlaban los no mágicos. Una decena de islas gobernadas por la magia se desperdigaban por los océanos del mundo. La magia hacía funcionar todo e incluso existían criaturas que los no mágicos habían descrito en sus mitos, leyendas y obras de fantasía aunque ellos pensaban que solo eran fruto de una imaginación desmesurada.

La Perla destacaba en todo tipo de servicios e, incluso su clima y geografía, la envolvían en un aura de belleza que la convertía en un espectacular regalo para los sentidos. En el centro se alzaba un majestuoso volcán cuyo pico estaba nevado, a pesar de tener un cráter repleto de magma, latente, dormido. Hacía miles de años que el volcán no entraba en erupción y, controlado por magia como estaba, tardaría mucho en volver a hacerlo. En los alrededores de este imponente volcán, se alzaban la ciudad principal y tres pueblos más con diferentes condiciones meteorológicas. El camello, de explanadas con escasa vegetación tropical y un gran manto de arena tanto negra como dorada acabando en una playa quilométrica de aguas cristalinas. El Jardín, rebosante de bosques y todo tipo de vegetación en parques y en caminos; a la vez un pueblo vivo por la fiesta. La Torre, pueblo nevado en la cima del volcán, un tanto aislado del resto. Y, para completar la ecuación, La Dorada. La Dorada era la capital de La Perla y destacaba por su gran actividad en todos los sectores, gobernada por una gran playa de aguas oscuras y arenas de muchos colores que eran bañadas por el tranquilo mar de la ciudad.

El manejo de la isla lo llevaban las mafias. Ellas eran quienes controlaban los flujos de ríos de magia y, como allí todo dependía de la magia, eran quienes más influencia ostentaban. Aquel lejano día esas dos familias mafiosas llegaban por fin a la pequeña isla en frente de la Dorada que el presidente había tenido a bien de regalarles por motivos desconocidos.

—Veremos si habéis llegado todos —les recibió firme una mujer joven de cabellos rizados y rubios y una gran sonrisa de dientes blancos entre un cierto olor a humedad cargada por el calor. Fabián no quiso desaprovechar la ocasión y le guiñó un ojo con picardía, gesto al que la muchacha respondió bajando la mirada y tocándose el pelo.

La joven comenzó a nombrar a todos los presentes. Fabián reparó lo mínimo en la otra familia, siguiendo las órdenes de su madre. Escuchó que sus nuevos acompañantes se llamaban Juan, Sofía, Aurora, Rosa, Helena y Jose. Quien primero llamó su atención, sin poder evitarlo, fue Juan, el padre y líder del clan Linares. Era un hombre robusto de cabello canoso bien cuidado que le daba cierto aire de galán. Bien vestido, emanaba un aura de seguridad y cordialidad que te invitaban a comenzar una conversación con él. Precisamente fue ese hombre quien quiso romper el hielo. Como si inevitablemente tuviera que ser él.

Minerva, de cabello castaño claro y firmes ojos verdes, y Juan se miraron de manera desafiante pero de apariencia cordial. Juan, con su eterna sonrisa congelada en el rostro se acercó a ella y le estrechó la mano. Pocas veces Fabián había visto a Juan, o por lo menos, reparar bien en él. Le agradaba. Quizás su sonrisa siempre presente era un tanto artificial pero era muy educado y sabio regalando buenas palabras.

—Por lo visto nuestras familias tienen que unirse de nuevo. Aunque esta vez de una manera un tanto más íntima —comenzó Minerva estrechando firmemente la mano de su nuevo compañero.

—Así son los negocios. Y la mafia es como los negocios y ahora nuestra familia emprendemos con vosotros una fusión interesante y productiva.

—A la vez que urgente y necesaria —sentenció Minerva—. Y tienes razón. La mafia en la Perla son negocios en los que el fin justifica los medios.

—Detalle que no es tan diferente de cualquier otra empresa —intervino Sofía. Era una mujer de cabello negro alborotado, tez morena y algo ancha de cintura, tirando a menuda pero de gesto letal—. Me encanta tu cicatriz en la frente —añadió.

—Hecha en la antigua guerrilla —se limitó a responder Minerva sonriendo y encogiéndose de hombros.

—Mamá, deja de incomodar a la gente —dijo la muchacha a la que Sofía había estado acariciando el cabello.

—No importa. Me gustan las cicatrices. Son señales de que has luchado, haber burlado a la muerte y haber sobrevivido.

Minerva y Sofía intercambiaron miradas. A pesar de la leve hostilidad que destilaban sus palabras, parecía que congeniaban. Sofía asintió.

—Y todo el mundo sabe de sobra el gran papel que has logrado en la guerra de guerrillas. Heroína de guerra, sin duda —añadió Juan en referencia a Minerva, que simplemente se mantuvo con una media sonrisa.

—Por ahí viene el presidente —dijo Sofía cambiando de tema. Y así era. Dos figuras silenciosas se encaminaban hacia la entrada a la isla—. Parece que no trae escolta. Las novedades que traen deben de ser relevantes si prefiere que nadie más lo oiga.

—Desde luego debe ser un asunto bien gordo para montar la que ha montado —dijo Álvaro. Incorporándose a la conversación.

—A veces me pregunto porque no nos lo quitamos del medio y gobernamos ya directamente nosotros. Luego me doy cuenta de que a veces es mejor mover los hilos del mundo desde la sombra y sin dar la cara —Reflexionó un tanto divertida Sofía. El resto rieron y dieron muestra de asentimiento.

El presidente no necesitaba presentación y era una persona clara y tajante. Era un anciano de cuerpo delgado y cabello un poco largo, salpicado de canas como hebras de plata, las cuales no se molestaba en ocultar. Saludó cordialmente y se dispuso a dar sus noticias pero no contaba con la interrupción de Dolores:

—Mira, señor presidente. A mí esta casa no me agrada. Prefería la antigua.

—¡Pero señora! Usted que se mantiene joven y lozana… observe que estamos rodeados de mar. Y, aunque usted no le haga falta, el mar rejuvenece a cualquiera—intervino Jose. Fabián evitó reír pues Dolores era una señora mayor que no se conservaba nada bien precisamente—. A pesar de que debería ser un anciano me mantengo joven visitando el mar todos los días. No hay nada mejor que un baño en agua fría...

—Papá, este no es el momento —le cortó su hija Sofía. Fabián reparó en que, en cambio, Jose para su edad si se mantenía bien porque aunque las arrugas adornaban su piel había en él un aura y una energía contagiosa, no como Dolores, que sólo inspiraba negatividad.

Dolores rio, cosa que extrañó a Fabián, pues esa mujer pocas veces reía. Él no pudo reprimir una sonrisa, cesada por un codazo de su tío Rober. Rober, la viva imagen de Fabián, eran muy parecidos sólo que a Rober se le notaba la década más que tenía delante.

—¡Pues alguien tendrá que limpiar y cocinar en esta casa de tantos secretos! —continuó Dolores ante alguna mirada de impaciencia entre los presentes—. Otra cosa no me dejan hacer… siempre con asuntos secretos y gestiones. Mira que no me gusta esta familia, pero no tengo problema en cocinar para ellos.

--Seguro que su comida es exquisita, Dolores—dijo Juan, ya cortante—. Y si quieres limpiar nadie se lo prohibirá. De todas formas, tengo gente de confianza para ayudarla en esas tareas. Y, volvamos al asunto.

—¿Podré traer animales, señor presidente? —Rosa aprovechó la ocasión para hacer su pregunta. Rosa era una niña de cabello negro y grandes ojos del mismo color. Su mirada desprendía curiosidad e ilusión.

—Pequeña, seguro que tu madre te deja traer una granja entera si quieres y yo no me voy a oponer —repuso el presidente con una sonrisa bondadosa.

—Si aún trajeran unos buenos cerdos—. Todo el mundo ignoró a Dolores.

—Claro que sí, preciosa —respondió Jose—. Los animales son de lo más bonito de este mundo. Buenos, llenos de amor y cariño y dispuestos a dar siempre lo mejor de si mismos si los tratas bien y solo atacan para defenderse… Todo lo contrario que nosotros.

—Por favor, señor presidente, prosiga —instó cordialmente Juan.

—Bien, mi gobierno y todos los que me han precedido llevamos mucho tiempo tolerando vuestras actuaciones, las de la mafia. Hasta consentimos que gobernéis influyendo en nuestras gestiones sin dar más la cara que a través de infiltrados en nuestros órganos e incluso tratando directamente con vuestros representantes… o incluso vosotros mismos —. El presidente hizo una pausa, tranquilo—. Es una buena situación. Alejáis a la Perla de peligros aunque a veces el peligro ya lo sois vosotros mismos y controláis de manera eficiente el flujo de los ríos de magia. Por supuesto, yo ya sabía que vuestras dos familias planeabais un acercamiento entre vosotros —otra pausa, todos los presentes escuchaban, expectantes y atentos—, y yo he decidido acelerar el proceso proporcionándoos esta maravillosa isla con esta increíble casa para que conviváis—. Álvaro quiso interrumpirlo pero el presidente lo hizo callar con un gesto de su mano de arrugas creadas por los años—. Pero algo más grande que todo lo que conocemos se avecina. La última semana he sido el afortunado de escuchar una profecía que también conoce vuestra familia mafiosa enemiga, la familia del Diamante, como todos la conocemos.

—Se escuchan profecías todos los días y la mayoría suelen ser falsas —intervino Eulalia.

—Si gentil señora. No obstante, durante la última semana se produjeron fenómenos en el universo y en las constelaciones que influyen de manera casi increíble en la magia. ¿Qué hay más mágico que el firmamento? Me habían avisado y por mi mismo me di cuenta de que los astrólogos estaban en lo cierto… La profecía decía que dos factores llevarían al fin de las familias de la mafia: un arma muy poderosa y un niño…

—Eso parece totalmente improbable… —comenzó a decir Sofía.

—Pero es cierto. Tan cierto como que la familia del Diamante ha escuchado la profecía y ya se ha puesto manos a la obra en la búsqueda de esas dos cosas.

Se produjo un silencio tenso. Hasta Fabián se daba cuenta de la gravedad de los hechos.

—¿Por qué nos lo dices? —Preguntó Minerva.

—Porque quiero que vosotros encontréis el arma y la destruyáis. No negaría que estaría encantado con el fin de la mafia pero sé lo que ello conllevaría: guerra. Una guerra de dimensiones colosales y consecuencias catastróficas para mi pueblo y mis habitantes, que son mis protegidos. Además, prefiero que seáis cualquiera de vuestras dos familia quien se haga con ella. Sé que no se puede entrar en razones con la familia del Diamante y, si ellos la encuentran, no quiero ni imaginar lo que ocurriría. Y eso os atañe a vosotros, pues os destruirían.

—De acuerdo —dijo Juan tras un momento de reflexión por todos los presentes—. Mi familia colaborará.

—La mía también —terció Álvaro.

—Excelente —prosiguió el presidente—. Mi única condición es que os olvidéis del niño y dejéis esa parte de la profecía para que yo me encargue. Por suerte, la familia del Diamante no escuchó la profecía entera y desconocen la parte del niño. Y los niños son inocentes. La infancia hay que protegerla. Mis colaboradores y yo seremos quienes lo busquen e intentaremos protegerlo y alejarlo de vosotros para que la profecía no se culpa. Sin derramar sangre inocente.

Parecía que Sofía iba a replicar, pero Juan la detuvo.

—Estupendo. Estaremos en contacto. Ahora marcharé y espero que meditéis mis palabras y, a pesar de que ya veo que colaboraréis conmigo, mañana esperaré vuestra respuesta. Ahora Pedro os explicará la estructura de la isla y de la casa. Buenas noches.

Sin más preámbulos. El presidente se marchó con su silenciosa acompañante.

—¿Qué pensáis? —Rompió el silencio Álvaro.

—Que tiene razón y que en cuanto hayamos hecho el paripé de instalarnos en nuestro nuevo hogar deberíamos reunirnos —decidió Minerva—. Sólo los veteranos—. Añadió mirando a Fabián y dándole un beso en la frente.

—Yo puedo estar, ¿no papá? —Preguntó con dulzura la muchacha de cabello castaño a Juan.

—Tesoro, tú no eres una veterana.

—Sabes que puedo aportar cosas interesantes —insistió con picardía la joven con una sonrisa que derretiría glaciares.

—Aurora, todos en nuestra familia te damos la razón. Pero no puedes asistir.

El semblante de la joven llamada Aurora se ensombreció y se puso muy seria.

—A pesar de que tengo veintidós años soy eficiente y nunca he fallado en ninguna misión. Soy mejor que muchos de los hombres preparados que reclutéis —a medida que hablaba su tono de voz iba aumentado hasta acabar gritando.

—Aurora, ¡no! —le bramó exasperada su madre, Sofía.

El rostro de la joven era un poema. Respiró profundamente, lista para gritar todavía más pero su padre se acercó a ella y le puso una mano en el hombro, enfrentándose a esos grandes ojos oscuros llenos de ira.

—Te pondremos al tanto de todo lo posible. Y, claro está, tendrás tu papel en este cometido. Pero no es el momento. Sé consciente de lo delicada que está la situación, cariño.

Aurora volvió a suspirar y calló. A Fabián le llamó la atención como el carácter de la chica iba in crescendo. De cómo pasó de ser la más alegre y luminosa joven a pasar a ser un huracán de carácter con sus rectas cejas fruncidas. Había algo duro y a la vez indefenso en su apariencia. Con su rostro inocente parecía hasta gracioso verla enfadada. Finalmente, se rindió dando la espalda a todo el mundo y encendiendo un cigarrillo cuya humareda que soltaba se perdía en el oscuro cielo nocturno, como su mirada, que también apuntaba alto, ya un tanto perdida de lo que le rodeaba en la tierra.

Se adentraron en la isla entre el gorjeo de los pájaros que asomaba de los árboles de un pequeño bosque que rodeaba la que sería la casa de todos los presentes por un tiempo incierto. La casa era de grandes dimensiones. Más bien ancha que alta y de paredes albinas con grandes ventanales por todos lados. El hombre llamado Pedro era un señor de prominente barriga con el cabello pelirrojo un tanto dubitativo. El zumbido del viento acompañaba sus palabras. Les explicó que la casa tenía dos plantas. En toda la planta superior estarían sus cuartos y el resto de habitaciones de convivencia como el salón o la biblioteca. En la planta inferior estaba la cocina, el comedor y las salas de reuniones y trabajo. Además, en los terrenos contaba con una piscina, una terraza, un pequeño acantilado y una breve cala donde podrían bañarse en el mar. A Fabián le parecía un hogar de ensueño en el que seguramente ya no echaría tanto de menos su antigua casa.

En cuanto Pedro acabó de hablar, todos se dispusieron a acomodarse en su cuarto. La primera en tomar la decisión fue Aurora que, cuando entraron en la casa, subió primera las escaleras con pisadas apresuradas y un deje de enojo. La fueron siguiendo poco a poco y, aunque tanto el recibidor como el corredor mostraban escasa decoración, tenían su encanto, entre alfombras de colores elegantes y algún que otro cuadro de paisajes.

Su madre, Minerva, le deseó las buenas noches con un gran abrazo y un beso en la frente. El joven estaba acostumbrado a las muestras de cariño de su madre y le gustaban. Su abuelo, Álvaro, decía que podía llegar a ser un joven un tanto caprichoso con ese trato. Lo cual lograba que a veces Fabián se avergonzase pero con el tiempo aprendió a apreciar ese cuidado especial.

Le agradó su amplio cuarto en el que no faltaba de nada. Disponía de una gran cama de edredón escarlata, dos armarios anchos de roble, un escritorio y un cuarto de baño. Destacaba también el gran ventanal con terraza entre paredes de un amarillo suave y luminoso. Cuando acabó de instalarse, decidió asomarse a la terraza.

Su habitación daba a la piscina. Dio una profunda calada para impregnarse del olor a vegetación y a mar. No obstante, le llamó la atención la presencia de Aurora en una tumbona frente a la piscina. Estaba tomando una copa de vino blanco, contemplando todo lo que le rodeaba. Fabián, como siempre, nunca dejaba escapar una situación para ligar y entonces no quiso desperdiciar la situación.

—Ya me puedes ir diciendo dónde has encontrado el minibar que a un vino como tú no, pero a un cócktail si me apunto.

La muchacha se giró tranquilamente, un tanto sorprendida.

--No deberías espiar a las señoritas —repuso—. Y esta botella de vino la llevaba en la maleta.

—¿Me invitas a una copa?

—¿No querías un cocktail?

—Creo que con un vino puedo conformarme.

—Otro día quizás. Hoy prefiero beber sola.

—¿Un mal día?

—Todos los días son malos.

—¡Qué pesimista! Los hay buenos.

—Todos los días son buenos también. Los días son buenos y malos siempre, depende con lo que te quedes de lo que te ha ocurrido.

—Vaya si eres toda una filósofa. Yo también puedo ser muy misterioso. Tú eres misteriosa e interesante.

Aurora calló y clavó su vista en el rostro de Fabián como si lo estuviese estudiando con el ceño fruncido. Sólo se oía el compás de las ramas de los árboles a merced del viento. Fabián se lo tomó como una victoria.

—¿Sabes? Eres la imagen de tu tío Rober.

Aquel comentario frustró al muchacho. Acababa de lanzarle un dardo y le contestaba con una de las cosas que más odiaba que hiciese la gente: compararlo con su tío.

—Yo soy más guapo.

—¿No deberías estar durmiendo? —Replicó de nuevo, esta vez ya sin prestar atención y con la vista fija en las danzantes hojas Aurora.

—No tengo gran sueño. Podía bajar ahí contigo y escapar de este mundo juntos.

Confiaba que quizás con ese comentario pudiera tener algún efecto para ligar con ella.

—Al fin del mundo creo que preferiría ir sola… o con mi novio.

Y volvió a envolverse en una humareda, guiñándole un ojo con sonrisa pícara mientras Fabián no hacía más que frustrarse con aquella muchacha.

—Buenas vistas, ¿eh? —Añadió apurando un trago.

La luminosa piscina alumbraba el ambiente creando un ambiente un tanto fantasmagórico y dotando a ella de un aura que se le antojaba divina. Envuelta en sus nubes de ceniza y con el vino en la mano, mirando la piscina, Fabián se dio cuenta de que ni siquiera era guapa. Sólo era una chica que parecía del montón con su cabello un poco largo castaño y su piel pálida, delgada pero sin llegar a ser demasiado flaca. Sin embargo, no podía describirlo pero había algo en ella que llamaba su atención. Cualquier otra chica hubiese caído en su red de juego de seducción que se había propuesto en ese mismo instante… pero ella no.

—Las vistas son increíbles. Pero no tan bonitas como tú —dijo finalmente Fabián. Un tanto desesperado ya.

Aurora suspiró y se levantó, dispuesta a marcharse.

—Si me disculpas voy a acabar lo poco que me queda de copa viendo el mar. Me ha aburrido la piscina. No te molestes en buscarme, en un rato ya me retiraré a mi cuarto.

Y así, sin más, dejando a Fabián mudo, Aurora se encaminó entre la penumbra rumbo al otro lado de la casa. Caminaba con decisión y porte seguro. Con un tanto de rabia en sus pisadas. Fabián se dio cuenta de que eso no iba a quedar así y esta chica acabaría por caer ante sus encantos, como todas. Era un nuevo reto, un nuevo objetivo. La conversación lo había desvelado y decidió salir de la habitación a tomar el aire. Aunque ella actuaba como un imán, no quiso ir a verla al mar. Aquello era una partida de póker donde no debía mostrar todas sus cartas. Era una comida que se cocinaba a fuego lento.

Cuando estaba en la planta baja unas voces llamaron su atención. Se dio cuenta de que provenían de la sala de reuniones. Adivinó que era la reunión de los mayores. A pesar de que sabía que habitualmente insonorizaban las salas de reuniones también se percató de que podía ser que el primer día de reunión no pudieran insonorizarla. Curioso como era, acercó su cabeza a la puerta para escuchar aunque fuese solo un rato.

—…Enrique dice que el chivatazo es de fiar. Fran también quiere comprobarlo —decía la voz de Álvaro. Enrique era un infiltrado de la mafia de los Ojos Verdes y Fran su colaborador.

—Suena extraño. Muy propio del presidente que tenga el arma esa inscripción —comentaba seria Sofía.

—No me doy por vencido y el amor podrá con todo —murmuraba Juan meditabundo.

—En fin, parece que tendremos que buscar un arma con esa frase. Las cosas se ponen más fáciles ahora que tenemos una pista —intervino Eulalia.

—No es tan fácil. Debemos intentar adivinar qué tipo de arma es exactamente y, también, tener algún indicio de dónde se encuentra. La Perla es muy grande —apuntó Juan.

—Enrique comentó que escuchó algo más —dijo Minerva—. Que le pareció entender que el arma se encontraba en una playa probablemente de La Perla.

—Eso aclara cosas —exclamó Juan con un leve triunfo en su voz—. Pero no podemos dar pasos en falso hasta que tengamos más información. ¿Estáis seguros de que la otra mafia no sabe nada?

—Eso dice Enrique, aunque no está del todo seguro. Habrá que esperar a que Fran lo corrobore —respondió Álvaro—. Y, tienes razón, hay que actuar con cautela sin ser escandalosos ni levantar sospechas. La búsqueda del arma tendrá que esperar a nuevas noticias.

—En el plazo de dos semanas —terció Minerva—. Más no veo conveniente esperar.

—Aurora podría ayudar bastante en este tema —indicó Juan—. No me miréis con esa cara. Ya sé que sólo tiene veintveintidós pero es hábil para misiones secretas. Es sigilosa, discreta, sabe guardar y ocultar asuntos y ve cosas donde nadie más las ve.

—Ya lo pensaremos. Habrá planes para ella, desde luego —lo cortó Sofía, en un amago protector con su hija. Como si su retoño se le escapara de las manos—. Y, antes de acabar, deberíamos hablar del tema del niño que menciona la profecía.

—Hay que eliminarlo —terció Juan.

A pesar de toda su curiosidad por el asunto, Fabián decidió subir otra vez a su cuarto porque la conversación estaba finalizando y podrían descubrirlo. Sabía de sobra que no era nada bueno que los mafiosos te cazaran escuchando sus conversaciones a escondidas. Ni siquiera siendo parte de su misma familia. Se metió en cama rápidamente y en pocos minutos comprobó cómo la reunión había finalizado escuchando pisadas por el corredor. Se quedó dormido meditando todo lo que había ocurrido en aquel intenso día.

 

 

martes, 20 de julio de 2021

Canción de Insomnio y Sueño

 

Noche de luna ladeada de pálida plata.

Esplendorosas estrellas que arden alumbrando

La bella bóveda del firmamento infinito.

 

Tiembla la brisa templada en la tempestad.

Las nubes danzan al compás de las hojas.

Ecos de un viejo piano desafinado por estrenar.

 

Pasan las horas y escribo nuestra historia.

El espejo me dice que soy un día más vieja.

Se consume, lentamente, como una vela

 

Derritiéndose, poco a poco, lágrimas de cera.

Una historia sin miedo ni lamentos, hoy ya.

Alma perdida y hallada, mejor que un sueño.

 

¿Te unirás a mi sueño

En una valiente cruzada

Batallando entre sábanas?

 

Ayer pasó.

Hoy ya no es hoy.

Mañana siempre tarda.

 

El sol espera, paciente, a alzarse.

La canción de insomnio se termina

Bajo los acordes de la vigilia.

 

Otro día, en la alborada estival.

Otro destino, otra día más.

¿Qué traerá el vendaval?

 

 

 

 

SIN CORAZÓN

 

 

SIN CORAZÓN

 

 

El pueblo Novaesmeralda recibía la templada noche de mediados de julio con un gran acontecimiento que debatía a sus habitantes entre la indiferencia y la indignación. El alcalde acababa de ordenar la quema de todos los libros de la villa. Una gran hoguera que emitía olor a papel chamuscado se alzaba en el centro de la plaza del ayuntamiento, alentada por la brisa veraniega. Sus edificios antiguos se mostraban bañados con un rubor anaranjado ante tal colosal pila de fuego. El día ya había agonizado y los libros, escritos por diccionarios de palabras, por diccionarios de sentimientos y emociones humanas, ardían. El poder de la palabra en papel se esfumaba entre llamaradas de humo, que danzaban al compás de los rayos de la alta y pálida luna menguante.

Pablo, como otros, se traicionó a sí mismo arrojando su libro favorito a la hoguera; cuyo autor había sido lo más cercano a la idolatría que tuvo jamás. Así, Shakespeare se juntó a Cervantes, Espronceda, Bécquer, Rosalía de Castro y muchos otros en la tumba de fuego. La plaza repleta de transeúntes, creaba más expectación que las criaturas de feria ambulante o animales de circo que, a menudo, se dejaban caer por Novaesmeralda. El pueblo sangraba por los libros desterrados.

—La incineración de la cultura —escuchó decir Pablo a José, un profesor de su modesto colegio que siempre tenía consejos sobre libros para cualquiera que estuviera interesado en escucharle—. Parece que el fuego es el arma de los poderosos contra el saber. Como la inquisición contra aquellas brillantes mujeres que hacían pasar por brujas.

—Hoy el pueblo está de luto —murmuraba Helena, con su translúcido rostro compungido, cuando Pablo se juntó al corrillo de sus amigos, atestado de una incierta inquietud interna. Helena adoraba leer y tenía risa fácil, pero en aquella ocasión ese rasgo estaba dormido. En cambio Andrés, se mantenía mirando con gesto sabio la casa del alcalde en la plaza del ayuntamiento. Adoptaba su típico gesto de entendido cuando quería decir algún chisme, o algo que nadie más supiera. Verdaderamente, parecía enterarse de todo gracias a su padre, Roberto. Roberto paraba poco por casa y solía dar paseos o mezclarse en las tertulias de los bares cuando su trabajo de vigilante le dejaba tiempo libre. Su mujer no hacía preguntas, exceptuando las que tenían que ver con cotilleos. Era feliz en casa, cuando no peleaba con el rebelde de su hijo Andrés.

—Lo que dices es imposible. Es cierto que ese tío es un desalmado, pero de ahí a lo que tú afirmas… —comentaba Magdalena. Una ruda amiga de Pablo a la que le encantaba llevar la contraria pero que le gustaba ser partícipe de sus elucubraciones.

—Mi padre vio a la bruja entrar en su casa esa noche. Hacedme caso, el alcalde ha hecho un pacto con el diablo. Ha vendido su alma.

Luis rio y asintió como solía hacer cuando escuchaba palabras que no llegaba a entender bien. Aunque lo cierto es que Luis siempre reía, no importaba la situación. Cosa que sacaba de quicio a sus padres y profesores. Nunca parecía tomarse nada en serio. Excepto cuando perdía partidas a las cartas. Por otro lado, el resto de amigos del corrillo escuchaban impresionados a Andrés.

No era el primero de los rumores sobre el alcalde de Novaesmeralda. Temido y querido al mismo tiempo, Alberto había llegado hace diez años al pueblo. Entre la incertidumbre, lo único que se sabía y, de hecho, se supo con certeza sobre su vida fue que había combatido en la guerra y se había casado en dos ocasiones. Por un lado amado, pues mejoró la economía del pueblo atrayendo a prósperas empresas, logrando pactos favorables para la política y mejorando, en general, el progreso de la localidad. Pero a la vez temido, debido a las sospechosas muertes y destrucciones de carreras de personas alrededor de su persona. Además, la figura de Alberto hacía recelar a sus habitantes por su carácter ermitaño. Apenas salía de su casa en el ayuntamiento, ni siquiera para pasear, y solía apalabrar sus negociaciones a través de segundos, evitando el contacto directo con la gente.

Una figura silenciosa se encaminaba también desde las afueras de Novaesmeralda hasta la puerta trasera de la casa del alcalde. Se trataba de la doctora Ramírez. Era una mujer poco expresiva que durante el camino se preocupaba de que las piedras del arenoso camino no ensuciase sus cuidados y caros zapatos. El alcalde Alberto era otro más de los peces gordos de su lista de pacientes. Los altos cargos la querían a ella como médico. No sólo por su experiencia y conocimientos, sino también por su profesionalidad y secretismo. Discrección, rigor, objetividad. Valores que destacaban en ella. Pacientes que se curan, pacientes que siempre padecen, pacientes que mueren. Era el pan de cada día para ella que apenas le importaban, sin contar el salario que obtenía por ello, fuese quien fuese.

 La doctora Ramírez no estaba, en absoluto, intimidada por ver a tan polémico dirigente. Esperaba obtener de él quizás algún empujón en su inmaculada carrera. No obstante, la doctora traía malas noticias. A pesar de que no despertaba ninguna emoción en ella ni parecía mostrar empatía por sus pacientes, dar malas noticias era la parte que menos le gustaba de su trabajo. Nunca se sabía cómo podría reaccionar la gente.

Le sorprendió ligeramente la precaución por cómo la hicieron entrar en casa del alcalde. Sabía que el pueblo estaba realizando una fiesta para quemar libros, y se le antojó una barbaridad sin sentido. Polvo a polvo, los libros se desintegraban por el rostro escarlata de su prematura muerte. Pero ella no residía allí y las decisiones que se tomaran en Novaesmeralda no le incumbían. Los vigilantes apenas le echaron un vistazo, los sirvientes de la mansión de piedra ni la miraban, exceptuando un mayordomo con el que apenas tuvo contacto visual. Nadie parecía querer reparar en ella. Mientras que la luna contemplaba la escena, impasible.

La estancia del alcalde Alberto era digna de un dirigente aunque parca en decoración. La doctora miró instintivamente hacia abajo al entrar, ya que le recordaba a un cuarto de un empresario que había atendido hace poco en la que tropezó con su alfombra; pero esta vez no había alfombra. Llamó su atención la fina capa de polvo que había en algunos muebles como si nadie acudiese a limpiar allí con asiduidad. Las paredes guardaban secretos y los muebles callaban, envueltos en un halo de misterio. Menos un cuadro firmado por el mismo alcalde. Permaneció mirándolo, impresionada. Todo artista suele tener su toque de incomprendido, pero lo que había en ese cuadro estaba más allá de la incomprensión. Se preguntó qué habría en la mente del alcalde para motivarlo a crear esos enrevesados hilos de colores un tanto atormentados. Y, sentado sobre un sillón verde, al final de la habitación, se encontraba Alberto, el famoso alcalde.

A pesar de que la doctora Ramírez solía ser una mujer inmutable, Alberto le dio escalofríos. Si un color lo definiese sería el gris, en su opinión. Cabello de hebras de plata y tez morena y cenicienta. Su mirada semejaba vacía y en su rostro era más difícil interpretar una expresión que en la “Gioconda” de Leonardo Da Vinci. Volviendo a reparar en su último pensamiento, se fijó en su rostro inexpresivo. Ningún asomo de emoción afloraba en su rostro. Simplemente permaneció observando a la doctora con mirada hueca y ojos sin vida, como en la oscuridad de un túnel sin salida.

—Buenas noches, alcalde —saludó la doctora, incómoda. Sentía que aquella mirada la estaba taladrando.

—¿Y bien? —se limitó a responder el alcalde sin ápice de movimiento en su cara.

—En vista de las pruebas se le ha detectado un tumor…

—¿Cuánto me queda? —Pregunta impasible Alberto, haciendo un ademán con la mano como si le estuviera restando importancia al asunto.

—Con tratamiento…

—No quiero tratamiento que me haga vivir sufriendo.

La doctora se estaba desesperando de que el alcalde no le permitiese hablar. Y, su reacción, otra de las tantas que había presenciado a lo largo de su carrera.

—Debe tratarse. Quizás pueda ganar cuatro años más de vida.

—Doctora, mi pregunta es cuánto me queda y no pienso medicarme.

Ramírez tomó aire. Realmente le desagradaba aquel hombre. La mayor insolencia no era que no quisiera aferrarse a unos pocos años más de vida, sino que no le permitía realizar su trabajo.

—Así, sin más, unos dos años. Pero insisto, podría ganar años o incluso producirse un milagro médico y vivir mucho más…

—Los milagros son peligrosos y muy caros —se limitó a responder, tranquilo y neutro, Alberto—. Puede marcharse.

Aquello sentó a la doctora Ramírez como una bofetada. Se fijó en la mirada azabache del alcalde que permanecía vacía y sin asomo de sentimiento ante tan terrible noticia. Aun acabando de recibir la noticia de su prematura muerte, el hombre no mostraba ningún atisbo de emoción. La doctora agarró su maletín de piel y se marchó frustrada, pero obediente; incapaz de acceder a la oscuridad que lo envolvía. Siempre había pensado que la enfermedad era algo que se podía combatir y aplazar, incluso vencer. Pero los entresijos que no lograba entender de la mente de Alberto le inhabilitaban su acción. El mal de su cuerpo había vencido a su mente y a sus ganas de vivir.

Una segunda figura entró en la casa del alcalde esa noche. A pesar del secretismo, los guardias, sin evitarlo, se fijaron en que era una mujer joven que vestía estrafalariamente e, incluso, semejaba paranoica. Miraba hacia todos los lados pero sin reparar en nada exactamente. Fulares, bisutería… no parecía del pueblo.

—Dos mujeres la misma noche —comentó un guardia con sonrisa grotesca.

—El alcalde también tiene derecho a divertirse —respondió el otro y estallaron en risas.

La joven se llamaba Lisa y era una hechicera bastante reconocida para su temprana edad. Un escalón, tres escalones, cinco escalones. ¿Qué querría de ella el alcalde? Nueve escalones. Sabía que había visto hace años a la bruja Eugenia y esa no tenía escrúpulos. Quince escalones, diecisiete escalones, nadie a la vista. ¿Qué barbaridad habría hecho Eugenia con el alcalde? Cuando dos personas sin escrúpulos se juntan no se puede esperar nada bueno. Lisa seguía contando los escalones y examinando el ambiente para descartar amenazas. Sabía que ella misma tenía una enfermedad mental y, aunque hubiese gente que lo atribuyese a sus poderes como hechicera, Lisa sabía cuándo debía distinguir entre ciencia y entre magia. Para ella, sus conocimientos  el interior de su pensamiento correspondían sólo a ella y a nadie más. Rara vez se paraba a pensar en asuntos de interés común. Su relación con el mundo y las personas se había tornado algo muy automático, relegado a la intuición. Veintiún escalones, veintitrés… ya está. Llegó a la primera planta recordándose a sí misma que estaba a la altura de la situación. Se había formado por todo el mundo en magia en toda su vida. Chamanes de áfrica, monjes de la India, brujos de Europa… Fuera lo que fuera lo que había hecho Eugenia ella podría superarlo. No obstante, no sabía qué encontraría en la habitación que tenía ante ella. El alcalde había sido muy breve en su carta.

Entró tras haber llamado tres veces con una breve respuesta en la estancia. Se le antojó un lugar tenebroso y ceniciento, falto de color. Pero él. ¿Cómo lo describiría? Aparentemente un hombre de mediana edad serio, pero a la vez como si se tratase de un fantasma. Inexpresivo, sin mostrar seña de saludo. Era extraño, como los días sin amaneceres. Semejaba que faltaba algo en él. Parecía que le habían amputado algo sin darse exactamente cuenta de qué. Tras escasos segundos observándolo minuciosamente, se percató. Un chakra.

Se acercó sin mediar palabra y le tocó el corazón. Ambos inmutables. Ambos mirándose. Pero nada romántico en ello.

—¿Qué te han hecho? —Preguntó triste Lisa. Estaba desconcertada, vencida, sin poder reaccionar—. Te han arrancado el chakra del corazón.

—Me han arrancado el corazón —contestó el alcalde Alberto.

—¿Por qué semejante atrocidad?

—Te has dado cuenta en seguida. Los rumores de tu eficacia son ciertos —comentó, imperturbable, el alcalde.

—Pero… ¿por qué? —. Se limitó a responder la hechicera. Nunca hubiese imaginado tal cosa. La bruja Eugenia era más malvada de lo que había pensado.

Alberto suspiró y se sentó. Aun sin mostrar un ápice de emoción. Al fin y al cabo, no tenía corazón. Lisa hizo lo mismo en un sillón verde musgo a sus espaldas. La luna se filtraba con halos de plata entre las cortinas del ventanal y aun se distinguía el manto escarlata de la luz que emitían las escalofriantes hogueras de libros.

—Pasé por una guerra. Muertes, mutilaciones, heridas tanto físicas como psicológicas —comenzó a hablar el alcalde—. Compañeros que nunca olvidaré, muertos olvidados ya, parientes que suplicaron ayuda que nunca pude conceder, represalias, torturas, traiciones, hijos que quedaron sin padre, padres que quedaron sin hijos… no obstante, pude con ello. Luego llegó Priscila y su muerte fue como una nueva tortura, peor que las que sufrí en la misma guerra. Y llegó Amalia, con sus aventuras y su rechazo. Se aprovechó como quiso de mí, de mi dinero, de mis sentimientos… Tras tanto sufrimiento no me veía capaz de seguir viviendo. Quería arrancarme el corazón, arrojarlo a las llamas de la chimenea. Cada error, cada vaso caído, cada fallo era un nuevo martirio para mí. Ya no sabía lo que era la felicidad. Fui débil, no fui capaz de sobrellevar mis emociones.

>>Por ello me puse en contacto con la bruja Eugenia. Ella me comprendió y me ofreció una alternativa aunque hasta a mí se me antojó fuera de lo normal. Me ofreció anular el chakra de mi corazón, o lo que es lo mismo, arrancarme el corazón y cualquier forma de sentimiento que pudiese florecer en mí.

>> El resultado fue instantáneo. Fui libre. Podía hacer lo que se me antojase sin sentir nada. Y sin sentir nada me sentía bien. Me levanté, me superé, me convertí en alcalde y traje prosperidad a este pueblo. Vivir sin sentimientos es alcanzar la libertad. Obrar libremente sin culpas, decepciones, frustaciones… Pero es una libertad maldita, incluso antinatural. Aunque el animal es natural y por naturaleza actúa sin emoción, sin orgullo, sin culpa… Sin embargo, al ser humano le hacen creer que hace sentir cuando actúa. De todas formas, había una forma de que sintiese algo. Los libros. Cuando leía un poema, una novela, un ensayo, una obra de teatro; sentía. Las palabras hacían revivir en mí lo ya olvidado. Incluso con lo que no era capaz de notar emoción, sentía la frustración por ello. Transportado a mentes de otros personajes que describían sus sentimientos, en mí afloraban los míos. Llegó el punto en el que no pude soportarlo y ordené quemar todos los libros del pueblo.

>>Hace poco me he enterado de que me estoy muriendo. Lo sabía antes de que me lo certificara la doctora. Un tumor. No obstante, en cuanto fui consciente de ello reparé en lo que había hecho. ¿No es cuándo nos hacemos conscientes de nuestra propia muerte cuando nos sentimos más vivos? Reparar en que dentro de poco moriré hizo volver algo en mí. Creo que se trata del ansia de sentir emociones de, como he dicho, volver a sentirme vivo—. Hace una pausa y mira a Lisa penetrantemente—. ¿Podría devolverme el corazón?

En contraste con la inexpresividad del alcalde, en el rostro de Lisa podría entreverse la pena y el asombro que el relato habían causado en ella. La emoción, mezclada con la expectación ante semejante reto, la invadía progresivamente. Se revolvió las manos, nerviosa, para luego apoyar su mejilla en su puño derecho.

—¿No es lo que siempre habías querido? —Preguntó con un hilo de voz. La brujería podría trabajar con corazones intactos, enteros, elásticos, rotos, partidos. Sin embargo, haber eliminado el chakra del corazón y volver a instaurarlo no sería fácil. Un corazón, tantas veces regalado. Ahora muerto, sin dueño.

—Ya no.

Los empleados de la casa del alcalde se preguntaban el porqué de las extrañas tonalidades de voz, de los ruidos y los gritos que esa noche se produjeron en el cuarto de Alberto hasta el amanecer. Sabían que había una señorita, y los vigilantes pensaban que se trataba de una noche loca. Era algo extraño. Al alcalde no le gustaban las visitas y, mucho menos, por la noche. Finalmente, al alba la extraña doncella marchó de la casa en un mar de lágrimas.

Dolor. ¿Por qué tuvo que ser esa la primera emoción que tuvo que sentir Alberto al recuperar su corazón? Hecho un ovillo torturado en su estancia, el torrente de emociones que creía desaparecidas volvió a él. Comenzó a ser más consciente de todos sus actos en los últimos años. Gente asesinada, gente cuyas carreras y reputaciones fueron arruinadas, personas que por su culpa se sumieron en la pobreza… Recordó las palabras de Lisa: “Ahora has de reconstruir tu mundo”. Decidió que sería fuerte y empezaría de nuevo mientras tuviera tiempo.

A los habitantes del pueblo les sorprendió la nueva orden del alcalde. Fue convocado un nuevo festejo en el que se repartirían libros gratuitos para todos los habitantes. Nadie comprendía nada pero pensaban que se trataría de una nueva argucia de Don Alberto para traer prosperidad al pueblo. Aquella noche la alegría brillo en toda la fiesta. Hubo una sorpresa. El mismísimo alcalde bajó a celebrarlo.

Las copas de los árboles brillaban con luces; las llamas ya no quemaban los libros, sino que los alumbraban en las casetas repletas de obras para que los habitantes eligiesen cual quedarse, cual devorar. El alcohol corría por los bares y la gente bailaba al compás de una orquesta. Solo el alcalde parecía no disfrutar. Se paseaba entre la multitud mirándolos con gesto nostálgico. No se sentía cómodo, como si fuese ajeno a todo ello y no mereciese sentir la alegría que sentían el resto de las personas.

—Gracias por devolvernos los libros —lo sorprendió el pequeño Pablo cuando se cruzó con él.

El alcalde lo miró con curiosidad y le sonrió antes de que se marchara con ligeras zancadas a reunirse con sus amigos. La sonrisa. La creía muerta en su rostro. Se le antojaba ahora una mueca forzada que no sabía si se vería incluso estética. Pero debía sonreír.

Alberto se dirigió a la caseta que vendía libros menos concurrida. El toldo era azotado por la infatigable brisa marina del este. Aún seguía siendo un lobo solitario y quiso apartarse momentáneamente de la marabunta. Pero unas delicadas manos blancas tropezaron con las suyas.

—Perdóneme, señor —una voz suave y dulce se disculpó a su lado. No había reparado en la joven que acababa de llegar a la caseta.

Alberto se giró para sonreírle pero, al verla, se quedó helado. Algo se removió dentro de él y volvió a notar las llamadas “mariposas en el estómago”. Larga melena repeinada con bucles castaño claro, vestido con remiendos que semejaba ser vestigio de una cara pieza de costura; quizás demasiado gastado pero muy caro en su compra. Y un palo alargado en su mano izquierda mientras que con manos hábiles de quien ha perdido un sentido rebuscaba algo entre los libros en braille. La muchacha era ciega. Solo que aquello no detuvo al alcalde Alberto.

—No se disculpe, señorita. Daría lo que fuera por que sus manos rozasen otra vez las mías —dijo, tras una pausa.

—¿Daría su corazón? —Replicó, poco impresionada, apuntando a saber dónde con unos ojos que no veían. El viento peinaba sus cabellos en un tocado de rizada melena salvaje. A Alberto le parecía que esta mujer emanaba algo. Quizás luz, quizás calor. Hasta su mirada inerte estaba llena de vida. Sintió que ya estaba perdido.

—Sé lo que es no tener corazón. Ya lo he dado una vez. Y no me importaría entregárselo ahora a usted.

La chica rio dulcemente y comenzó a mostrarse nerviosa y a tocarse el cabello.

—¿Sabe una cosa, señor? Soy ciega. Y no ciega de amor. Ni ciega de odio. Ni siquiera ciega para no ver los males del mundo. Soy ciega de verdad. Tan ciega como ahora quiero llevarme un libro en braille y necesito un bastón para poder moverme.

—Lo sé. ¿Qué importa eso? —replicó, sin ser vencido por su angustiada confesión.

—No juegue conmigo.

—Jamás.

No abandonaría la escena todavía, ya que la osadía era uno de sus atributos más fuertes.

—¿Cómo se llama? —Inquirió la muchacha tras una pausa—. Yo soy Esperanza.

—Yo soy Alberto.

—¿El alcalde? Entonces es cierto que usted no tiene corazón.

Alberto rio y comenzó hasta adorar los raídos zapatos de Esperanza, sin poder evitar rendirse a sus pícaras palabras.

—Lo he recuperado —respondió burlón.

—Entonces demuéstrelo.

—Ya he traído mucho dinero y prosperidad al pueblo. Ahora comenzaré a tomar medidas para ayudar a la gente y realizar obras de caridad.

—Estoy totalmente de acuerdo. Pero creo que usted va muy rápido conmigo —replicó frunciendo el ceño Esperanza.

—Vayamos despacio, pues —. Alberto estaba feliz. Hacía mucho que no sentía la felicidad. Bendijo su decisión de recuperar su corazón. Puede que hubiese hecho mucho mal pero el amor es la mejor medicina para curar cualquier herida del alma—. ¿Bailaría usted conmigo, Esperanza?

—Sí —aceptó sonriente Esperanza, buscando el brazo del alcalde. Su hueca mirada también denotaba felicidad—. Y cuénteme, ¿cómo es que no tenía corazón?

—Es una larga historia —culminó, esperando por un venturoso nuevo momento antes de que las sombras de su enfermedad apagasen la llama de los latidos de su corazón, recién recuperado.