sábado, 1 de diciembre de 2018

Capítulo 2 "El Camino Que Nadie Nombra"


Enlace a la obra completa aquí:
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El mundo se detiene y el sonido de las palabras del general se convierte en tan sólo un susurro que es para mí como un eco lejano. Tenía razón Dani al pedirme que controlase mis poderes. Siento como las llamas de las antorchas que adornan el estrado tintinean en un vaivén poco habitual. Me obligo a controlarme y a concentrarme para que mi piroquenis, que es el poder de controlar el fuego, no vaya a más y no empeore todo aún más delatando que soy una bruja. Afortunadamente, todo el mundo debe estar tan absorto con la noticia que ni se ha dado cuenta.
Guerra, guerra, guerra…
Esa palabra resuena en mis pensamientos y, a pesar de que intento distraerme, no logro quitármela de la mente. Apenas consigo entender al general dando instrucciones tanto a los soldados como a los civiles. Clavo mi mirada en un estandarte situado en el estrado e intento dejar mi mente en blanco cuando un increíble peso se cierne en mis entrañas y me dan ganas de vomitar todo lo que he comido en el desayuno.
El general deja de hablar y noto la mano de Pedro sobre mi hombro mientras yo sigo con la mirada perdida. Me giro y veo su sonrisa. Pedro nunca deja de sonreír aunque esta vez es una sonrisa triste, compungida y alarmada.
—Vamos —me susurra.
Y alzo la mirada viendo como todos los presentes comienzan a abandonar la plaza entre murmullos. No reparo en cómo hablan sino que sigo a Pedro, quien me sostiene por el hombro, y emprendo el camino a su lado con la mente en blanco y en estado de shock. Adivino que me lleva junto a mi hermano y no me equivoco. Allí está Dani muy serio pero todavía sereno y me da un gran abrazo. Pedro se une y aguanto las ganas de llorar.
Quiero hablar y decir mil cosas pero de mis labios no salen las palabras y solo puedo apretar más fuerte ese abrazo. Finalmente, los tres nos separamos y Dani me dice:
—Ya lo has oído. Partiremos esta noche. Deberías ir a despedirte de tus amigos. Nos vemos por la tarde —quiero replicar porque mis ojos no quieren perder la visión de mi hermano y la de su mejor amigo—. Prometo estar pronto en casa —añade.
Asiento sin rechistar y me dirijo hasta la zona de la plaza donde estarán mis compañeros de colegio. Mi cerebro comienza a volver a funcionar y reparo en la gente que me rodea. A pesar de que la mayoría adoptan un tono serio y sobrio; cuchicheando, hablando serios y muchos, llorando; me lamenta ver a gente celebrando la noticia. Al fin y al cabo, nos han criado en una cultura de guerra y las guerras están bien vistas.
Fue mucho decir por parte de Dani que fuera a despedir a mis amigos. Creo que los amigos se cuentan con los dedos de la mano; en mi caso, con uno. Mi mejor amigo y, de hecho, la única persona que me atrevo a llamar amigo es Tom. Es un chico menudo y bajito de pelo negro y tez pálida que va conmigo en clase. Desde los ocho años decidí no entremezclarme mucho con la gente de mi edad, salvo lo necesario, pues como soy una bruja debía tener la guardia siempre alta para no ser descubierta. Así pues, siempre me he limitado a ir a clase para sacar las mejores notas y nada más. Pero Tom es distinto. Es un joven tímido y muy buena persona. Me aporta una increíble confianza y, aunque no le he contado mi secreto, estoy segura de que lo aceptaría y no lo contaría.
Tom, tan ajeno a la guerra y tan diferente a mí en fuerza que no sé cómo será capaz de apañárselas en una batalla. Problema más grave aún sabiendo lo que solo los militares saben: a los soldados sin preparación menores de 17 años; es decir, menores de edad; los envían a las batallas perdidas. Batallas en las que solo necesitan enviar a los menos válidos, los prescindibles, los innecesarios… como en las maniobras de distracción. Ellos, los menores de diecisiete, irán a una muerte segura. Así que sé que esta es la última vez que veré a Tom y a…. Él.
Él es Marc. También es compañero de clase y es mi amor platónico desde que tengo siete años. Es un chico alto, esbelto, de cabello castaño y ojos grises. Es muy guapo, siempre lo ha sido y casi todas las chicas del colegio se morirían por salir con él. No hablamos ni nos saludamos a pesar de que a veces me doy cuenta de que me mira. Pero no siempre ha sido así.
Llegué nueva al colegio de la capital con siete años y él fue la primera persona que conocí. Aún recuerdo su sonrisa divertida cuando le espeté bruscamente a la profesora Elis dónde podía sentarme y él se ofreció para ayudarme. Éramos grandes amigos. Ideábamos juegos propios y los poníamos en práctica en lugares secretos como los bosques o las cuevas de las cercanías. A veces él venía a mí casa o yo a la suya y veíamos películas. Recuerdo cómo se reía con los chistes malos y, sobre todo, recuerdo su bondad. Era el primero en ayudar a cualquiera que se cayese, se le olvidase algo o tuviera un accidente; siempre tenía buenas palabras que regalar a los compañeros; era el primero en defender a un niño de alguien que se burlara de él y siempre era muy educado. Quizás fue esa faceta suya la que hizo que me enamorara perdidamente de él. Hasta el día del incidente.
Aquel día estábamos jugando ante la chimenea de su casa. Podía permitirse tal lujo por ser hijo de un alto cargo del gobierno y su casa era muy lujosa en comparación con las de la mayoría de la población. Me acuerdo que se acercó a mí en el juego de una manera que, a mis por entonces nueve años, me puso muy nerviosa y perdí el control de mis poderes. Surgieron unas llamaradas de la chimenea que me quemaron la pierna derecha y, horrorizada a la vez que avergonzada por lo que acababa de ocurrir, salí corriendo de su casa. Desde entonces no hemos vuelto a hablar.
No quise volver a mirarlo a los ojos después del suceso ni quise volver a acercarme a él. Me había expuesto demasiado y no podía permitir que volviese a pasar. Él tampoco me volvió a dirigir la palabra. Me pregunto si aquel día averiguaría mi secreto y ese es el motivo de que no me hable. Sea como fuera, me comporté de manera demasiado extraña ese día y no lo culpo por que no quiera relacionarse conmigo nunca más. Sin embargo, a pesar de que he intentado enamorarme de otros chicos, no consigo quitármelo de la mente. Aún conservo la marca de la quemadura de aquel día en la pierna derecha. Por ello nunca uso faldas y siempre llevo pantalones.
Me acerco a la zona donde están mis compañeros de colegio y no puedo evitar que se me encoja en corazón en un puño. Cada estudiante está con sus familiares, despidiéndose. Algunos lloran ante lo que se les avecina, otros parecen alarmados y algunos, los que tienen preparación en lucha, fanfarronean. Pienso que son unos necios que no saben que irán a una muerte segura. No quiero desvelarles la terrible realidad de lo que se les viene encima. Mejor que vayan felices y animados, así disfrutarán mejor sus últimos momentos.
Cuando veo a Tom le doy un abrazo y él me cuenta lo asustado que está. Consuelo a su destrozada madre e intento darle consejos sobre el combate. Sé que no servirán de nada ya que él no tiene práctica, pero al menos servirán para tranquilizarlo tanto a él como a su familia.
—No creo que pueda serles útil —se lamenta. Y yo tengo una idea.
—Debes demostrarles que eres más útil fuera del campo de batalla que dentro de él —le espeto, mirándolo fijamente. Un ligero rayo de esperanza dentro de las tinieblas—. Eres uno de los más inteligentes de la clase y tienes muchos conocimientos de ciencia y medicina. Házselo saber a tu superior y así te harán ayudante de enfermeros.
—¿Tú crees? —pregunta él, mordiéndose un labio.
“Te lo garantizo”, pienso. Porque se lo diré a mi hermano y él lo logrará. Pero como  supuestamente no puede haber favoritismos en el ejército, simplemente añado.
—Inténtalo—. Y le sonrío.
Entonces lo siento y le veo. Los ojos grises de Marc me miran y le devuelvo la mirada. Solo que esta vez no la esquivo, como acostumbro. Nos quedamos mirándonos fijamente unos instantes y veo el miedo de su mirada. No entiendo porque me está mirando. Pero quiero observarle bien los últimos minutos que pueda. El momento es interrumpido por el padre de Marc, que se lo lleva y le dice algo al oído. Pues llega el momento que han de marcharse.
—Suerte, Tom —le digo a punto de llorar—. Saldrás con vida de esta —añado sin creerme nada de lo que digo. Pero tengo esperanza. Me quito una de mis pulseras y se la doy—. Toma, para que no te olvides de mí y de mis consejos cuando estés en la guerra. Me la regaló mi hermano, es un hombre fuerte, lo sabes. Espero que te transmita parte de su fuerza.
Nos damos un último abrazo y me dirijo corriendo a mi casa, esperando encontrarme pronto a mi hermano y a Pedro allí. Vivo en la calle más importante de la capital y en una de las mejores casas que se pueden encontrar por allí, debido a relevancia de mi hermano. Es blanca, de dos plantas y columnas griegas con un amplio jardín que la bordea. Como todas las casas de los guerreros, tiene una bandera del continente y en el jardín destaca una fuente de cenicienta piedra que a veces considero un derroche.
Entro y veo a mi hermano en el salón con Pedro. Hablan muy serios y es muy raro ver a Pedro serio. La televisión está puesta pero no le hacen caso. En cuanto me ven se levantan del sofá negro.
—Mirs, no tengo mucho tiempo. Esta guerra es la grande y tengo que acudir al palacio…
No dejo terminar de hablar a mi hermano porque cojo un jarrón del mueble caoba del recibidor y lo estampo contra la pared. Tanto Pedro como Dani se quedan callados y me miran alarmados.
—¿Me estás diciendo que puede que sea la última vez de mi vida que te vea y tú no quieres pasar este tiempo conmigo?
—Mirs… —comienza Dani con cautela. Cojo un cuadro y también lo lanzo contra una pared haciendo que quiebre su cristal—. Mirs, me despediré de ti en el puerto. Haré que te permitan vernos partir y ese rato lo pasaré contigo.
Miro a mi hermano con la respiración entrecortada pero sus palabras han hecho mella en mí así que mi furia mengua y dejo de tirar cosas. No obstante, estoy tan enfadada con la situación que, aunque sé que puede que sean unos de los últimos momentos que pase con mi hermano no puedo evitar estar furiosa y pagarla con mi él. Aunque sé que me arrepentiré de ello.
—¡No vayas! —grito histérica—. Ya eres el mejor soldado del continente. ¡No necesitas más méritos! —Dani abre la boca para replicar, pero yo no le dejo—. Ya sé que te pueden condenar por desertor pero los tres somos hábiles. Podíamos huír.
—Esta vez es distinto Mirs, te prometo que sobreviviré —tercia con voz queda.
—Todos dicen lo mismo. ¡Pero esta es la mayor guerra en cien años! ¿Cómo voy a confiar en que tanto tú como Pedro saldréis con vida?
—Por eso mismo, Mirs. Porque es la mayor guerra en cien años y todo lo que has dicho es cierto —añade, decaído. Y es raro verlo así, parece vencido. Yo no sé lo que quiere decir y lo miro, apremiante—. Muy poca gente sobrevivirá a esta guerra. Ni siquiera puedo conjeturar que bando será el vencedor, ya que no se sabe nada sobre Hafix. Solo sé que en esta guerra no tengo que demostrar nada, pues por mucho que haga no decidirá ninguna batalla. Lucharé para sobrevivir y no sobresalir, te lo prometo. No me buscaré grandes objetivos ni me arriesgaré si puedo evitarlo. Creo que tú eres más importante que mi reputación y quiero volver, a buscarte.
Entonces me derrumbo, y aunque intento con todas mis fuerzas no llorar, una lágrima resbala en mi mejilla. Dani me abraza más fuerte que nunca y me da un beso en la mejilla.
—No quiero que te mueras, no quiero perderte —digo con una voz tan infantil que me sorprende.
—Pedro se quedará contigo esta tarde y te llevará al puerto al anochecer —responde sin soltarme y yo asiento.

La tarde me resulta dura y no sé si estoy flotando por culpa del torbellino de emociones que hay en mi interior o si estoy viviendo tan vívidamente la realidad que estoy aterrorizada. Pedro se mantiene firme y recupera su sonrisa. Me cuenta el plan de Dani para mí. A partir de los catorce años el gobierno de Lanan permite vivir sin tutor a la gente. Me quedaré en casa con la compañía de Katerina, la mujer que viene a hacer las tareas domésticas de casa. En estos momentos no está, puesto que uno de sus hijos también partirá a la guerra y lo debe estar despidiendo como es debido. Tendré que seguir asistiendo a clase con normalidad, como todos los alumnos que nos quedemos en Lanan y deberé seguir entrenando por mi cuenta. En caso de que ellos no volviesen ingresaría en una academia militar. No quiero ni pensar en esa alternativa porque perderlos duele demasiado.
Dan las seis y el rojizo sol comienza a declinar. Decido que este año no veré las pantallas de guerra. Lanan pone pantallas en todo el continente donde se televisan los combates de la guerra. Solo los he visto dos veces y fue una experiencia que no recomendaría a nadie. No soporto ver a mi hermano matando y luchando por su vida de la manera en que lo hace; perdiendo su humanidad y su bondad para convertirse en el más fiero y despiadado de los guerreros. No obstante, aunque no los vea sabré que es él el que está luchando por los bramidos y vítores de la multitud que observa las pantallas en las calles. Sufrí en su último combate porque por las reacciones de la gente podía adivinar lo que estaba pasando. Con cada silbido me daba un vuelco el corazón y con cada grito de júbilo sonreía inevitablemente.
El puerto está a rebosar de soldados uniformados y centenares de barcos inmensos están amarrados en la costa, listos para zarpar. Pedro me lleva hasta la zona ocupada por los altos cargos del gobierno que acuden para despedirlos pero los dejamos atrás para dirigirnos a la caseta donde están mi hermano y los oficiales de mayor rango. Pero algo me detiene.
—Miranda, se te ha caído esto.
Mi corazón da un vuelco y me doy la espalda. Marc está ahí, con su padre que es un alto cargo. Se acerca a mí, tembloroso, sujetando algo. Me pregunto qué se me habrá caído ya que no noto ausencia de nada. Cuando Marc me enseña lo que hay en sus manos no puedo creer lo que veo.
Se trata de una muñeca de trapo que fabriqué yo misma de pequeña y se la regalé a él con siete años, cuando lo conocí. ¿Qué hace Marc con ella en estos momentos? Presa de la sorpresa me dirijo a hacer algo que no hacía desde hacía años: hablar con él.



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