martes, 5 de marzo de 2019

Capítulo 3 "El Camino que Nadie Nombra"


3
—Sí, es mío —digo, siguiéndole el juego—. Y creo que se le ha caído un botón.
Me dirijo rápidamente a él y le agarro por el brazo bruscamente para llevarlo a un sitio apartado donde nadie pueda oírnos. Veo una caseta pero está cerrada con llave así que llevo a Marc a su parte trasera. Desde allí aún se puede ver el mar y escuchar el rumor de las olas y de la multitud. Pero decido que es lo suficientemente privado.
—¿Qué pretendes? ¿Estás jugando conmigo? —le espeto con dureza mirándolo fijamente a sus ojos grises. Él parece asustado, pero dudo que se trate de mí. Me mira respirando agitadamente y dubitativo.
—¿Jugando contigo? —repite y suspira—. Miranda, ¿por qué me odias?
Lo miro sin comprender y no digo nada.
—Antes éramos tan amigos… Eras la mejor amiga que he tenido nunca—, comienza a decir agachando la mirada—. Entiendo que aquel día te fallé. Debí haberte ayudado con el fuego y no quedarme simplemente mirando. También debí haber corrido detrás de ti cuando te marchaste herida y enfadada. Pero… ¡Tenía nueve años! —exclama fijando sus ojos en los míos—. No sabía lo que hacer… estaba asustado —. Hace una pausa y yo sigo incapaz de articular palabra, incrédula—. He pensado cientos de veces en pedirte disculpas pero tú desde entonces me mirabas con desprecio. Y aun encima tu hermano se hizo famoso y te aislaste, como si te consideraras superior a todos los demás. Nunca di reunido el valor suficiente de pedirte disculpas.
Trago saliva y agacho la mirada, procesando todo lo que me está diciendo.
—No te odio —murmullo con un hilo de voz, abrumada—. Ni siquiera sabía que significaba tanto para ti. De hecho, era yo la que pensaba que me odiabas.
—¿Qué? —Pregunta, frunciendo el ceño y negando con la cabeza—. ¿Por qué te crees que he decidido llevarme la muñeca que me regalaste el día que me caí y me hice la brecha en la rodilla? Me acuerdo que quisiste consolarme con ella… —. Una sonrisa se esboza en su rostro—. Porque quiero llevarme un recuerdo sobre ti.
—¿Te acuerdas de eso? —Pregunto impresionada.
—De eso y más. Como que amas el chocolate blanco y el negro te hace fruncir la nariz; que siempre levantas la mano izquierda en clase, porque con la derecha apuntas a la vez que preguntas; de tu mirada, siempre dura y seca pero firme y alzada…—Sigue enumerando hechos sobre mí que me sorprende que se haya fijado en ellos y más aún, que se acuerde. Y, con su mirada y sus gestos, sé que lo que dice es cierto.
—Nunca te he odiado—. Lo corto, sobrecogida—. Si todo cambió aquel día es porque pensé que habías descubierto mi horrible secreto—. Respiro profundamente y pienso que en la situación en la que estoy, con Marc sincerándose y a punto de morir, no tiene sentido seguir ocultando la verdad—. ¡Soy una apestosa bruja!
Marc me mira impresionado unos instantes y abre más sus ojos grises. Permanezco mirándole, nerviosa pero desafiante. Estoy expectante de cuál va a ser su reacción.
—Siempre te he querido Mirs mirs. Eso no cambia nada.
Mirs mirs, el nombre que me puso cuando éramos pequeños. Al oírlo me doy cuenta de que a él no le importa mi secreto. Más aún, que lo que ha pasado los últimos años no ha cambiado nada y que volvemos a ser los de antes. Pero es mejor todavía porque ahora sé que él también me quiere.
Olvido unos segundos la situación que se nos avecina y lo beso. Siento sus labios cálidos y, aunque no es el primer beso de mi vida, sí es el primero que le doy a Marc. Y puede que también el último. Parece que ambos nos damos cuenta pues no nos separamos y nos apretamos en un abrazo muy fuerte.
—Yo también te quiero. Desde el primer día en que te vi. Siempre ha sido así —susurro cuando separamos nuestros labios pero continuamos abrazados.
—¿Por qué hemos esperado tanto? —se lamenta Marc.
—No pienses en eso —digo acariciándole el rostro y una lágrima resbala de mi mirada. Él me la seca con el dedo de forma tierna—. Piensa en que no nos hemos despedido sin saberlo y, cuando vuelvas, estaré aquí.
El niega con la cabeza.
—Sabes como yo de sobra a dónde nos envían a los menores de diecisiete años—. Espeta con una sonrisa amarga. Yo no sé qué decir porque sé que tiene razón. Y no me extraña que él también lo sepa porque su padre es un alto cargo del gobierno y probablemente se lo haya comentado en alguna ocasión, quizás para disuadirlo de que se alistara voluntariamente—. Estoy muerto de miedo. Sobre todo ahora que sé que te perderé de verdad.
Lo vuelvo a abrazar con todas mis fuerzas. Durante la siguiente media hora aprovechamos el poco tiempo que nos queda. Nos ponemos al día de nuestros sentimientos, de nuestras vivencias, de los cambios que no nos hemos podido contar. Y nos besamos y damos cariño como siempre quisimos hacer. No puedo evitar pensar en lo estúpida que he sido y del tiempo que he perdido ignorándolo. Finalmente, el rojizo sol del crepúsculo está a punto de ponerse y se oyen los tambores que anuncian la partida. Me siento aterrada, no quiero dejarle marchar.
—Quédate la muñeca —digo aguantando el llanto—. Que te recuerde que siempre te he querido y que nada lo cambiará.
Me da un beso para luego quitarse su colgante. Lo conozco de sobra. Lo lleva siempre en el cuello desde pequeño. Es una luna de plata.
—Y tú quédate con esto, Mirs. Nunca te he contado qué significa, ¿verdad?
Lo agarro y me lo pongo con cuidado, mientras niego esbozando una sonrisa que no es de felicidad sino de amor.
—La luna siempre está ahí, aunque no la veamos. Cuando nosotros no la vemos la está viendo gente del otro lado del mundo y, al acabar el día, vuelve; porque siempre ha estado ahí. Lo mismo que yo, que aunque no esté a tu lado, estaré en el otro lado del mundo, siempre para ti.
No puedo evitar estallar del torbellino de emociones que recorren mi cuerpo y sucumbo al llanto. Marc me estrecha con fuerza contra su cuerpo, mientras me llena de besos. De pronto, oigo la voz de mi hermano a mis espaldas. Y, tras un último intenso beso, nos despedimos.
Sigo llorando pero intentando calmarme, y esta vez es Dani quien me abraza y me susurra suavemente que me calme, acariciándome el cabello como a una niña pequeña y recordándome a mi infancia. Siempre hacía lo mismo cada vez que tenía una pesadilla sobre la muerte de nuestros padres.
—¿Cuánto tiempo llevas escuchando? —Digo, entrecortada por mis sollozos.
—Lo suficiente —responde y añade susurrando a mi oído—. Lo protegeré, haré que vuelva sano y salvo para ti, si puedo.
Dejo de llorar y lo miro con ojos muy abiertos, sintiendo renovadas esperanzas.
—Pero no puedes. Siempre has dicho que los chicos no deberían acercarse a mí por conveniencia ya que te tú nunca harías nada por ellos.
—No es solo un chico, Mirs, y lo sabes… has encontrado a un gran hombre.
Siento una oleada de agradecimiento y afecto hacia mi hermano y lo lleno de besos. Él se ríe, recuperando su risa fanfarrona pero con un deje de tristeza.
—¿Podrías ayudar también a Tom? No duraría ni un minuto en un combate. Le he sugerido que sea ayudante de enfermeros.
—Lo intentaré, te lo prometo —dice él firme.
—Lo intentarás —repito débilmente. Sé el significado de sus palabras y la desesperanza vuelve a oprimir mis entrañas. Lo intentará y hará todo lo que pueda. Pero primero debe mantenerse a él con vida. Y, aun así, lo tendrá muy difícil.
Los barcos de los soldados de menor rango zarpan y oigo los vítores con los que son despedidos desde el puerto y la ciudad entera. Permanezco observando la escena abrazada  a mi hermano, que zarpará una hora después, con el resto de guerreros renombrados. Durante ese tiempo charlamos e intentamos hacer el momento agradable. No más llantos, no más quejas. Solo que denoto de sus palabras que se está despidiendo. No tengo fuerzas para reprocharle que no lo haga, que vuelva con vida y que proteja a Pedro, a Marc y a Tom. A medida que pasan los minutos la charla se vuelve más forzada y se nos acaban los temas de conversación pues se acerca el momento inevitable. Los últimos barcos con soldados acaban de zarpar y llega el turno del “Raudo”, el navío más importante de Lanan, el navío de los mejores guerreros. Me da asco pensar que el presidente y la mayoría de los más poderosos del gobierno se quedarán aquí, sin partir a la guerra, haciendo que los soldados decidan la guerra que ellos han inventado. Del gobierno, sólo zarpan hacia Hafix el ministro de combate, el ministro de estrategia y el ministro de batalla. Pues sí, tenemos tres ministerios encargados de la guerra. Al fin y al cabo, vivimos en una cultura en la que la guerra es importante y está bien vista.
—Ten —me dice mi hermano cuando los últimos rayos de sol se esconden en el horizonte. Me entrega su más preciado anillo que, aunque esté colmado de riquezas, es el más preciado porque era de nuestro padre. Es de oro blanco y era su antigua alianza. Yo me quedé con la de nuestra madre y Dani con el de nuestro padre. En el interior tiene escritos sus nombres: María y Bruno—. Por si no vuelvo, quiero que lo tengas tú.
En ese preciso momento se despide de mí y yo me aferro a él en un fuerte abrazo y susurro frenéticamente:
—Vive, haz lo que sea, pero vive y tráemelos a todos.
Él me mira como si no me conociese. Lo cierto es que yo tampoco me reconozco. Antes solía decirle a mi hermano que no luchase, que no matase, que dejara las armas… Ahora me sorprendo pensando lo contrario, no me importa lo que haga con tal de que vuelva y consiga proteger a Marc, Pedro y Tom.
Pedro llega hasta nosotros y también me despido con emoción de él. Aunque hemos tenido toda la tarde para despedirnos no desperdicio el momento de dedicarle otro abrazo. Él también me hace un regalo: una pulsera de cuero que ha hecho él mismo. Me la pongo con cariño y me inunda la gratitud. Pedro es de familia humilde y sólo como guerrero ha conseguido llevar comida a su familia, que vive lejos de la capital.
Permanezco inmóvil, observando como suben al navío. El “Raudo” es el más grande de todos y está decorado por estandartes escarlata con incrustaciones de oro. No evito pensar que es un derroche, con eso se podría mantener a decenas de familias.
 La ruta más aconsejable para llegar a Hafix es por el mar. Para ello, la capital de Lanan es la mejor situada. Hay otra ruta, pero nadie parece querer recordarla y a nadie le gusta nombrarla.
“La tierra maldita”, “El otro continente”, “El sendero de la muerte”. Son algunos de los nombres con los que la gente conoce la ruta alternativa. Aunque tiene un nombre: Daos. Es como un ancho pero corto país situado en el único trozo de tierra que puede unir a los continentes de Lanan y Hafix. Pero tras la guerra ambos continentes firmaron el un tratado en el que conseguir que aquella tierra no fuera concurrida por ningún habitante de ninguno de los dos continentes. Las historias cuentan que nadie puede salir de allí con vida. Y, lo cierto, es que es muy difícil. Dani me ha contado como verdaderamente es. Es una tierra donde los brujos pierden sus poderes, así pues, inhabitable para ellos; pero a la vez una tierra llena de peligros mágicos, así que también inhabitable para los no brujos. Si bien no es imposible atravesarla, es muy improbable salir de allí con vida o en suficientes buenas condiciones como para que los miembros del continente contrario no te maten. Se habla de miles de peligros que allí se encuentran. Muchos fueron consecuencia del derroche de armas tanto mágicas como no mágicas de la guerra de hace cien años. Pero otros tantos fueron impuestos tras la misma para que nadie quisiera atravesarla.
A pesar de que la mayoría de la gente cree que Daos es un lugar donde encontrar una muerte segura, Dani me ha revelado que hay gente que vive allí. Se trata de los desterrados y los delincuentes que huyen de la ley. Es muy fácil ser localizado dentro del continente, por eso se ven obligados a refugiarse en Daos.
El bullicio de la muchedumbre aplaudiendo y emitiendo vítores me hace salir de mis pensamientos. El ruido de las exclamaciones me molesta. No sólo porque no lo considero un momento de celebración, sino porque necesito estar tranquila y sola. Así que busco un lugar para mí, donde nadie pueda encontrarme ni hablarme, ya que ahora me siento como un ser inerte capaz de reaccionar ante nada. Tras alejarme unos metros del puerto, encuentro unas rocas solitarias, a las que no me es difícil llegar debido a las enseñanzas de mi hermano que me permiten moverme como el mejor de los guerreros, es decir, como Dani mismo.
Me siento y arrebujo abrazándome a mis rodillas y observo como los barcos se van alejando y se pierden en la oscuridad de la temprana noche. Miro el agua del mar que casi roza mis pies y la toco con los dedos. Pienso que, en estos momentos, es el único elemento físico que me une a mis seres queridos: a los ojos ámbar de Tom, a la sonrisa de Pedro, a los brazos de Dani que siempre me han cuidado y a los labios de Marc.
Ese pensamiento duele y me hace desviar la vista hacia la luna, que aún no está llena pero reluce con fuerza bañando el océano con rayos de plata. Esa visión causa que, instintivamente, agarre el colgante con forma de luna que ahora cuelga de mi cuello: el regalo de Marc. Y, en estos instantes, me doy cuenta de que Marc también está mirando la luna en este momento. Algo me dice que de veras lo está haciendo y que está pensando en mí, como yo estoy pensando en él.
Entonces siento lo sola que estoy y el miedo que tengo. Ahora se hace tangible. Ya es una realidad. No temo ni al dolor ni a la muerte y nunca he tenido miedo de cosas triviales como los insectos o la oscuridad. Solo tengo miedo a una cosa: la pérdida. Quizás porque la viví siendo muy pequeña cuando murieron mis padres.
El miedo a la pérdida aflora en mí y se hace tan intenso que tengo ganas de gritar, patalear y llorar hasta quedar sin energías. Pero en lugar de eso me quedo inmóvil, tiesa como una piedra, observando el océano. Me siento como en un abismo del que estoy a punto de caer. Lo que me mantenía y me hacía sentir viva se ha ido y ahora siento que estoy a punto de precipitarme sin brazos que me socorran.
No reparo en quien pueda salir vencedor o no de esta guerra ya que eso no me importa. Puede ser que viviera mejor si ganaran los brujos, al fin y al cabo, yo también soy bruja. Intento imaginar cómo será mi vida a partir de ahora y me doy cuenta de que ya nada será igual y lo único que podré hacer será sobrevivir. Ese pensamiento me hace sentir débil y me recuerdo a mí misma que yo no soy débil, que soy una de las mejores guerreras que existen y he conseguido que nadie descubriera que soy una bruja, lo cual es también un gran logro en este continente. Solo que yo lo que realmente quiero es ir a la guerra con ellos y estar a su lado, tanto si puedo protegerlos como si no; porque la muerte y la guerra no medan miedo si yo estoy en ella.
Entonces, tengo una idea.
Partir tras ellos. Ese pensamiento me enciende y hace que mi cabeza vuelva a funcionar. Sé que ya no quedan barcos a los que subir para llegar a Hafix. Pero hay otra ruta, aquella que nadie quiere nombrar.
Algo me dice que puedo conseguirlo. A pesar de que tenga quince años, no sólo soy una de las mejores guerreras de Lanan, al fin y al cabo he vencido hasta a mi hermano, sino que también soy bruja. Además saco las mejores notas de mi clase y estoy sobrada en experiencia sobre supervivencia que me han enseñado tanto Dani como mis padres y Pedro.
Si los criminales pueden vivir allí, ¿por qué yo no? Ellos no pueden escapar de la Tierra Maldita porque serían descubiertos y ejecutados. Yo sí puedo salir: soy bruja y en Hafix me recibirán como a una de ellos. El modo de llegar a la guerra ya lo encontraré al llegar a Hafix.
Me levanto de un salto y corro hacia mi casa con energías renovadas y una única idea en la mente: atravesaré Daos y llegaré hasta mis seres queridos.
Daos, la tierra a la que sólo los desesperados quieren llegar. Pues bien, yo estoy aún más desesperada que ellos.





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