domingo, 10 de mayo de 2020

Primer capítulo Laberinto de Poder



1 LABERINTO DE PODER
Llegarían a Ruña durante el primer festejo de El Laberinto de Poder. En ella, las personas que lo deseasen debían atravesar un laberinto lleno de obstáculos. La muerte era casi segura. Pero, quien consiguiera llegar al final, lograría un poder político y se convertiría en un noble.
Laie a pesar de ser una de las heroínas más famosas del país era una muchacha de veinticinco años muy comedida. Sufría dolores crónicos de espalda debido a problemas psicológicos que la raza le ayudó a controlar con ciertas plantas y meditación. Su filosofía era no tener que ganar siempre, sino nunca rendirse. Eso era lo que la había convertido en guerrera legendaria. Necesita escuchar y cuidar su cuerpo todos los días para ser quien era. Para ser la heroína en la que se ha convertido.
El sol aún no había aparecido en el horizonte mientras emprendían el camino a caballo. Tenían que ser discretos y no tomar un medio de transporte donde tener que desvelar su identidad. A Laie siempre le había hecho gracia Poulei. Era una persona a quien no sabía si llamar como distinta, pero para su favor. Se quejaba de pulgas y piojos en maltrechos lechos durante el viaje. Iban de incógnito. No podían permitirse lujos. Mucho menos cuando el país se estaba recuperando de una gran guerra. Sin embargo. era eficaz y letal en el campo de batalla.
Si encima uno va a pie durmiendo de manera poco confortable bajo una ciencia que requería conocimientos en no ser visto bajo (o incluso sobre) copas de árboles… A él lo conocía del Ruña, el lugar de nacimiento de ambos.
Antes de la guerra, él no era nada destacable. Sus padres siempre estaban discutiendo. Él tenía una inteligencia brillante. Siempre se sentía menospreciado. Sus amigos le reconocían lo brillante que era mientras que su familia lo infravaloraba como si nada bueno pudiese haber salido de ese hogar. Luchó hasta los catorce para que lo admitiesen en cualquier lado: medicina, ejército… Estudió, se entrenó, tuvo relaciones donde siempre tenía complejo de fraude con chicas hasta que llegó a Laie. Laie confió en él y vio su potencial. Lo comprendió porque, en parte, se sentía identificada con él. Pidió permiso a la capitana Ganesa para poder entrenarle. Poulei llegó a enamorarse de Laie pero ella siempre lo vio como un amigo. Nunca hubo rencores. Poulei era enamoradizo en la época en la que empezó a destacar y rápidamente encontraba una novia tras otra. Juró guardarle su secreto a Laie toda su vida en cuanto ella se lo pidió. Aunque fue algo que él nunca lo comprendió. Alguien que soñó siempre destacar y ser reconocido. En esta nueva guerra llegaría a Ruña como el vencedor en que Laie/Irial lo había convertido. En cambio, Laie agradecía poder volver a ser la misma tal y como había nacido, a pesar de que ella, como su nuevo nombre de Irial, era la guerrera más famosa de todo el país. Tras haber despegado rumbo al pasado, no se podían permitir la vuelta.
El astro de fuego insinuaba su resplandor rojizo cuando cinco noches después se adivinaban los lindes de Ruña. Entretanto ya había descubierto que su decisión de teñirse el cabello y disimular su identidad de Irial era acertada. Tras incidentes en posadas, al menos había disfrutado de la libertad de ser ignorada. Cosa que indignaba infantilmente a Poulei, quien prefería alguna casona de lujo. Sí, había nacido humilde. Sin embargo, se había acostumbrado a ser un oficial bien remunerado del ejército.
Durante el viaje ninguno habló mucho. Buena parte del tiempo se limitaban a un lenguaje que había desarrollado la mutua compañía de ruidos vocales y gestos. La confianza da asco.
Si Poulei tenía aspecto de cansado no lo mostraba más que por dos ojeras a las que Laie ya se había acostumbrado en sus múltiples y conjuntas misiones. Por lo que había comprobado, operaba bastante bien en operaciones delicadas. Esta le venía como anillo al dedo. Tan sólo hacía falta explicarle lo que se estimaba como necesario que conociera. Laie lo puso, cavilando agudamente, en situación durante el trayecto.
Tras una apacible tarde soleada aunque con brisa fresca, aparecieron en el pueblo, tal y como habían planificado. Poulei exclamaba ante los cambios del pueblo. En cambio, Laie, callaba ante los pocos que veía. Poulei tenía razón en cuanto los festejos proferían una luz multicolor y decoración a las casas que pocas veces habían tenido. Sin embargo, Laie notó la ausencia de la guerra. No era un ducado beligerante, de ello se había encargado la duquesa Talma. Por ello notó la ausencia de ruinas o edificios desmerecidos por la batalla que había presenciado los últimos años.
Sacudió la cabeza ante tales pensamientos y callando, mientras su mejor amigo disfrutaba de verdad la vuelta al hogar. Ella sólo tenía en mente la reunión junto a la capitana, el comandante y el inspector. El objetivo estaba claro.
Los esperaba con los ojos bien abiertos. Tampoco quería que dieran todo por sentado. Pudo, por suerte, evitar varios contactos por protocolo más que por deber. Tras la muerte temprana del rey la operación era secreta. No esperaba de ellos grandes avances pero esperaba ayudarles en lo que estuviera en su mano.
Ruña era un pueblo costero de casas de piedra y pintorescas. Bajas pero anchas. Parcas de fachada pero esbeltas en sus tejados. Calles empinadas entre baldosas de granito. Aquel día la algarabía y la fiesta reinaba en todas sus esquinas. Puestos ambulantes, mimos, cantantes y resto de músicos callejeros, comerciantes artesanales. Hasta que llegaron al centro. Allí la plaza principal de Ruña estaba llena a rebosar y apenas podían andar mientras Poulei abría mucho los ojos ante lo que veía y Laie se ocultaba en su capa preocupada, más bien, de llegar a la posada en donde había quedado.
No pudo evitar alzar la cabeza y media hora después de los fuegos artificiales, ver a la duquesa Talma anunciar con un discurso que apenas pudo escuchar entre los gritos de los asistentes y la lejanía al estrado. No obstante, sabía de sobra de lo que estaba hablando. El Laberinto de Poder.
Antaño, el laberinto se utilizaba como ocio y como forma de liberar a los esclavos. Quien llegara al centro lograba romper sus cadenas como esclavo y ser libre. Con el tiempo, era tan sólo divertimiento y competición entre los más fuertes. Este año habría otro de los que se habían prohibido hacía más de una década. Los únicos que ella recordaba y había conocido. Los que quieran presentarse tan sólo han de depositar su nombre en el ayuntamiento y, por sus logros en los siguientes meses, serían escogidos.
La gente aullaba eufórica ante tal espectáculo tras una guerra. Si ellos supieran lo que realmente significaba una guerra, no querrían algo así para celebrarla. Al menos eso pensaba Laie. Negó con la cabeza mientras se abría paso entre la muchedumbre y no pudo evitar ver el signo de la espiral. El signo del Laberinto de Poder.
La espiral representaba los viajes que debemos emprender para conocernos y amarnos de verdad. De estos viajes interminables regresamos con más poder y sabiduría. Laie no pudo evitar resoplar. Ella sí era de los que había emprendido un viaje que la habían cambiado por completo. No sólo por dentro, sino ante los ojos de un país.
Decidió parar la marcha hasta que acabasen los espectáculos. Así era imposible moverse sin llamar la atención entre gentes con todo tipo de ropajes menos lujosos hacia el lugar donde la esperaban la capitana, el comandante y el inspector. La sibila del pueblo se alzó junto a la duquesa Talma. La duquesa lucía una sonrisa brillante mientras que la sibila se mantenía firme y a pesar de ser tan menuda y mayor.
—Alguien se alzará en este último laberinto sin que nadie se lo espere dando fin a esta tradición –anunció con voz áspera y desentrenada.
Si bien entre el público se escuchaban murmullos, quejas, rumores y demás; no se escucharon por encima del himno de Ruña que se empezó a entonar tras las palabras de la Sibila, predictora del futuro del pueblo. La sacaron unos guardias del estrado y la duquesa Talma se lucía ante le himno. Laie permaneció un momento cavilando. Nunca había hecho caso de premoniciones ni trucos de falsas brujas y, sin embargo, de tantas veces que había escuchado a la sibila, nunca le había parecido tan sincera. Decidió despejar su mente de pensamientos innecesarios y fijarse en su objetivo. Mas cuando Poulei tiró de ella para guiarla a la taberna donde tendría lugar el encuentro no pudo evitar que el himno de Ruña se le embriagase como un lamento. La melodía del himno de Ruña. Le recordaba a su infancia. Dudaba si era la primera canción que había memorizado en su vida.
Entonces, comenzó a sonar la gesta de Irial por parte de un juglar. Laie resopló y quiso escapar corriendo. La gente empezó a aclamarla, como la guerrera en la que se había convertido. ¿Qué sabrían ellos? Los estaba rozando, empujando, apartando. Y, sin embargo, no reparaban en ella, sino en la imagen del estrado.
Como guerrera, siempre había sentido cerca la muerte. La había visto, olido, rozado. Esperaba que el símbolo que se había convertido en tantos corazones no se extinguiera aunque se sintiese un fraude por no poder corresponder a tanto amor y admiración que, en el fondo, había aprendido durante toda su vida a no sentir. ¿Desaparecería su nombre? ¿Seguiría en la historia? No eran cuestiones relevantes para ella pero sí le ofrecían un toque de curiosidad morbosa.
—Hablan de Irial y su historia en el reino –comentó Poulei, sardónico mientras llegaban a la taberna y ante la aparente sordera de Laie. —Irial, tú.
—No es solo eso. Es Irial, la desinformación y la manipulación contra el miedo –zanjó Laie.
Poulei rio y se encogió de hombros.
La bodega no era demasiado aparatosa ni demasiado decorada. Más bien se trataba de un antro amplio donde los tonos predominantes eran los pardos de la madera de la barra, sillas, mesas y taburetes con el tono beige con manchas de grasa de las paredes. Allí ya se encontraban la capitana Ganesa, el comandante Sult y el inspector, a quien Laie aún no conocía. Era un hombre que parecía ir vestido de incógnito, con una larga capa gris y una barba y bigote espesos que tapaban casi todo su rostro. Lo destacable eran sus profundos ojos azules que intentaba disimular con unas lentes cuadradas. Calzaba botas de policía y su cabello parecía no haber pasado por un buen lavado en días. Miraban con expresión de desaprobación a su redor, a la par que parecía que estaban estudiando el ambiente con su disciplina militar. No parecían tener ganas de charlar. Sólo había en toda la bodega un par de borrachos solitarios y grupos de gente mal arreglada que se disponía a celebrar los festejos del pueblo.
Poulei quedó dándoles la espalda y vigilando al grupo sin entrometerse en la conversación. Tan sólo pendiente de que nadie inesperado o indeseable los interrumpiera. Acató tal orden de Laie/Irial sin rechistar. Laie se presentó ante ellos bajándose la capucha y mostrando su antigua melena, no la de la guerrera Irial. Los demás asintieron sin saludar y el comandante se dispuso a hablar:
—Bien lo que está sucediendo es lo siguiente: antiguas bandas que se dedicaban a traficar con alcohol y otros tipos de drogas mudaron su comercio en cuanto estalló la guerra para traficar con otros conceptos, esta vez con suministros vitales… comida, productos de higiene, etc –Laie asintió para corroborar que lo estaba siguiendo—. Sin embargo, en cuanto se distinguió un bando vencedor, optaron por un nuevo tipo de negocio, además de los anteriores: documentación falsa para supervivientes del bando enemigo. Al principio eran nuevas identidades y documentos para cualquiera…
Ganesa, con su resolución habitual se impacientó por interrumpir:
—Este tipo de mercado lo llevaban solo dos bandas. Pero las dos querían el monopolio de esta actividad tan peligrosa pero que tanto dinero les da. En el crimen de la frontera fue asesinado el cabecilla de una y ahora las dos están en guerra entre ellas. No descartamos más asesinatos, de hecho, el inspector sospecha de algunos crímenes que acontecieron esta semana.
Laie optó por esperar a conocer el punto de vista del inspector.
—Sí, tres asesinatos en extrañas circunstancias en la calle de sujetos que no pertenecían a Ruña sin poder ser resueltos. Se ocultaron muchos indicios. Sospecho de infiltrados en la policía —. Lo contó con una sonrisa tristona. Era una negligencia, pero la intuición de Laie le decía que estaba dispuesto a enmendar su error poniendo todo su empeño en ello y sería una gran baza ya que era nacido en Ruña y podría filtrarse sin sospechas en más lugares que el resto de la comitiva.
—¿Por qué Ruña? –Preguntó Laie dándose cuenta de una persona a la que se estaban refiriendo sus interlocutores.
—Es un ducado bastante desapercibido en el país y tiene puerto.
—Entiendo.
Los enemigos con nueva identidad intentarían marcharse en barco, un medio que los mantendría más ocultos y seguros para marcharse sin tener que atravesar el continente gobernado por el bando vencedor.
—Eso no es todo –prosiguió el comandante—. Tememos que una de las bandas tenga acceso a nuevas identidades para peces más gordos del bando enemigo que hayan conseguido escapar.
Laie rio secamente.
—Varister.
—Podría ser –confirmó la capitana Ganesa.
Laie fijó sus grandes ojos en Ganesa. Era la única a la que conocía del grupo. Había sido su profesora. Laie conocía su historia. Fue una joven brillante. Excelente estudiante y deportista. Se enamoró de un individuo que resultó acabar en el otro bando. Lo asesinó y estuvo años sin querer saber nada de amor. Volvió a enamorarse pero decidió que era un romance sin futuro. Dejó un hijo. Lo dio en adopción sin decírselo al padre que falleció en la guerra entre el bando contrario. Se dedicó a la clausura y dar clases de medicina a sus alumnas repudiadas de algún modo. Ganesa se había sentido siempre indentificada con Laie. También había salido de una familia que no comprendía su talento. Le dio permisos a Laie para que entrenase para ser la medico-guerrera en la que debía convertirse. Había visto antes que nadie su potencial y puso sus expectativas frustradas de vida en ella, como si de ella misma se tratase. Laie le debía todo.
—Entiendo porque me han llamado aquí —. Añadió mientras se mecía en sus elucubraciones y la objetividad—. Ruña es mi pueblo de nacimiento, tengo experiencia con los más altos cargos del bando enemigo y…
—Uno de los jefes de las bandas sospechosos es su padrastro –añadió el comandante Sult.
Laie asintió sin mostrar atisbo de emoción.
—Supongo que se pretende que vuelva a mi antigua casa a investigar como infiltrada. Bien. Así sea. No diré mi verdadera identidad. Durante la investigación volveré a ser tan sólo Laie.
—Podrías intentar adivinar detalles sobre sus trabajadores de la banda para poder infiltrarme yo donde tú no puedas –añadió Ganesa.
Laie asintió con ademán contemplativo para poder darle el visto bueno a Ganesa.
—Eso será más adelante. De momento, capitana y comandante, id uno al censo del pueblo y otro al registro del puerto para comprobar todas las identidades a ver si damos pescado a alguno ya encubierto. Inspector, continúe su labor, pero esté atento y apunte todos los indicios de algo sospechoso sobre los crímenes habidos y por haber y sobre los posibles infiltrados. Nos reuniremos en esta taberna cada día de fiesta de la semana para no levantar sospechas. Nos haremos pasar tan sólo por extraños amigos.
Todos estuvieron de acuerdo. No obstante, el comandante Sult replicó más tranquilo:
—¿Se puede saber por qué este lugar en medio de toda la muchedumbre del pueblo en fiesta?
Laie rio.
—En este pueblo cuanto más oídos haya, menos te oirán. Para no levantar sospechas en la investigación—. Mientras veía sus secas cabezadas de asentimiento, añadió: —Perseguimos peces muy gordos.
Y ahí estaba el documento del crimen oficial. El inspector se lo otorgó antes de marchar. Además de lo que le habían explicado resumidamente de manera hablada se veían imágenes de víctimas ensangrentadas. Parecía que se habían ensañado con ellas.
La sangre era a algo a lo que se había acostumbrado. Una gota, un hilillo, un reguero. La cantidad de sangre que se escapase de un cuerpo era la diferencia entre leve herido, grave herido o muerto. En las batallas el color de la sangre era un escarlata que adornaba la estampa. Era inevitable.
Poulei lo miró con impresión interrogante cuando se marchaban. La multitud en la plaza también se estaba despejando. Laie siempre supo ocultar sus intenciones y pensamientos. Su cara de póker era conocida. Fue espía para el rey escalando como buena guerrera a la para que nadie conocía sus intenciones. El rey fue listo cuando la descubrió cuando en una ocasión tuvo que huir. Se hizo amiga de enemigos e, incluso, del principal líder del bando contrario. Así fue que lo mató. Las historias hablaban de heridas de guerra en contra de la verdad, él último aliento del enemigo fue gracias a la traición de una soldado doble. Con estreza, inteligencia y su famosa cara de póker. Siempre quiso ver el lado bueno de las personas.  Y Poulei era una de ellas. Era su mejor amigo que nunca la había traicionado y se merecía la verdad.
—De momento es cuanto tenemos pero averigua todo lo que puedas sobre gente que haya luchado en la guerra.
—Y tú te encargarás de investigar a tu padre –terció Poulei tras la explicación.
—No es mi padre. Es mi padrastro.
— Tienes demasiados padres –intentó bromear Poulei. Ante el semblante serio de Laie,a ñadió—. Él siempre te subestimará. Eres la mejor para conseguirlo. Si llega a saber quién eres realmente sospechará…
—¿Y quién soy realmente?
Laie arqueó las cejas. Ante una pregunta que aparentemente era simple, se escondía un dilema vital para ella.
—Para mí y todo el país siempre serás Irial. La que ha acabado la guerra y salvado millones de vidas.
—No es sino la sombra de una ilusión en lo que creéis.
Laie le dio la espalda y marchó con paso rápido frente a su amigo entre una callejuela que ambos conocían. En aquel pueblo nunca había sido nada. Todo había cambiado al llegar como No Válida al hospital del ducado de Merk. Era una buena aprendiz. Consiguió ser doctora antes de lo previsto. Dura, de ceño fruncido, callada, seria y arisca. Muchos parecidos con su padre. Un día se subió a lo alto del hospital, no sabía si quería morir o no. Un señor le habló. Ella le dijo que quería aprender a defenderse, no sólo como médica, sino también como guerrera. Él se lo prometió. En poco tiempo, un par de años, se hizo una gran guerrera. Había un tratamiento controvertido, ella se lo ofreció a cambio de partir con él. Lo curó, él fue su padrino en la lucha y la llevó consigo. La parte mala había ocurrido después. Nunca había hablado con nadie de ello y aquel día no sería una excepción.
—Siempre he creído que tenía que arreglar el mundo. Al menos, en este pueblo durante semanas, me lavo las manos de lo que ocurra. No seré responsable –dijo, brusca, mientras las pisadas fuertes de ambos oficiales resonaban en el suelo pedregoso de la callejuela.
—Tú no eres una mala persona. Tus actos te han llevado por la senda de tus circunstancias –respondió, sin intimidarse, su amigo.
—¿Y tú?
Poulei calló. Para él la situación era distinta. Él no tenía que ocultar su identidad y sería recibido como un héroe. Laie soltó una carcajada áspera y le dio un leve golpe en el hombro como seña de complicidad.
—Desde luego más difícil de explicar que tú. Te mereces ser el héroe durante unos días.
—La gloria es tuya.
—En este lugar es difícil.
—Sin la guerra no hubiera existido la historia. Una historia que ya no se podía rectificar.
Entre compañeros que no se hartaban de compartir bromas groseras las conversaciones serias se volvían incómodas. Laie se despidió al llegar cerca de la que había sido su casa hacía diez años con nuevos propósitos. Poulei parecía nervioso ante acudir a la suya. Llegaron en la encrucijada a un lugar extraño para ambos que lucía como un desagüe. Laie se había acostumbrado antes de la guerra, en el instituto como No Apta, de medicina, a los peores olores del ser humano. Aquello ya tenía otra estética, otra dimensión. Lejos del hogar que Laie recordaba. Parecía que su acompañante pensaba igual ya que no mediaron palabra mientras miraban con ojos muy abiertos en su redor. No quería preocuparlo y quería tumbarse en una cama decente e investigar aquello en otro momento. No comentó nada. En cambio, disimuló su asco con una risa nerviosa.
Partió sola hacia la mansión de sus padrastros. La aclamada victoria de la guerra se desmoronaría en cuanto se conociesen los últimos acontecimientos. Más aún y se descubría el crimen que daba luz a la vuelta de algunos rebeldes. Caso que trataba Laie. Deseaba confiar en la reina Astigia en que… no obstante, sospechaba de ella. Era inevitable para el sentido común. Debería enderezarse lo que se hubiera torcido. Laie temía un caos social.
Parecía un desafío prueba de sus probabilidades. No las de Laie. Eso quería pensar ella. Si había un lema en su vida es que nada era imposible y, otro, que nada era nunca suficiente. Algo que no le apetecía demasiado, sabiendo que solo disponía de días de libertad mientras durase la investigación en su pueblo. Y, sabiendo que podría estar Varister de por medio, esos días de extraña libertad podrían acabar en la muerte.
Nunca se libraría de la estampa de haber blandido una espada que le había llevado a ganar la guerra. Aunque nunca había puesto las cartas sobre la mesa. Nadie, excepto el rey sabía cómo lo había logrado realmente. No obstante, no por ello Irial dejaba de ser respetada y conocida heroína patriota.
Le resultaba reconfortante verse entre la muchedumbre como una más. Como Laie. No como Irial. Sobre todo, en aquellas noches donde el pueblo cobraba vida cuando solían dormir al atardecer, por costumbre. Estaba escuchándola como cuando la hipnotizaban los mejores cánticos de los espectáculos de la capital. Desde luego, la condesa sabía hablar y cómo captar a su público. Sin embargo, sabía marcar distancia. Como si algo fuera ella sola y otra la muchedumbre. En el mismo centro de la ciudad, en las inmediaciones de unos jardines se encontraba la tan temida casa de su infancia y parte de adolescencia.
La mansión por fuera se presentaba con el mismo aspecto de siempre. Una amplia estructura de piedra grisácea con un ancho patio de adoquines en cuyo centro reinaba un árbol podrido y sin hojas. Caminó con paso decidido y timbró. Unas pisadas taconearon hasta la entrada.
Al cruzar el umbral se accedía a un amplio recibidor que ahora estaba ostentado con decoración que se le antojaba un derroche: armaduras, esculturas, cuadros que con ojo avizor se adivinaban caros… Frente a ella, su madrastra. Los años habían hecho mella en ella. Más arrugas y un cabello ahora caoba que adivinó, taparían sus nuevas canas. Gritó. Laie quiso sonreírle hasta que su padrastro irrumpió a trompicones. Él parecía conservar mejor la edad. Era el mismo, exceptuando hebras de plata en su denso cabello. Vestía una bata verde botella y estaba con los ojos como platos mientras que su madrastra empezó a sollozar.
—¡Ni una sola carta en todo este tiempo! ¡Te dábamos por muerta! –bramó su padrastro.
—Los hospitales no son como el frente. Aún hay moral para tenerlos considerablemente bien protegidos –respondió ella. Tenía el pulso acelerado pero se mostraba tranquila.
—Pues con más motivo –añadió él, un tanto aturdido a la ausencia de la antigua sumisión de la muchacha.
—Mi destino no está con vosotros.
—Romian ha muerto –anunció su madrastra entre lágrimas.
Laie bajó la mirada ante el semblante duro de su padrastro y la congoja de su madrastra. En ese mundo se había acostumbrado a ver cadáveres y sangre. No a ver a su padrastro envuelto en turbios negocios a los que no se quería abrir a nadie. Ni siquiera a sus hijas, ni a su hijo menor fallecido en batalla. El sistema estaba tiritando.
Dibujó una sonrisa apagada con un abrazo flojo para intentar consolarla.
—¿Qué tal está Gía? Lamento mucho la muerte de mi hermano pequeño. No sabéis cuanto.
Su padrastro la miró entonces con una expresión de perplejidad, como si no estuviera convencido de su explicación.
—Tu hermanastra está perfectamente. A punto de forjar un matrimonio perfecto con un noble de Ruña.
—Me alegro mucho –contestó Laie.
—Vamos chica, te haré un té – la instó su madrastra.
Los tres acudieron a la cocina donde tantas cosas habían ocurrido desde que la habían adoptado. Sus hermanastros jugando mientras ella estudiaba y luego la culpaban a ella, conversaciones familiares, prácticas de cocina entre niños y mayores… Sin embargo, Laie no podía dejarse llevar por lazos sentimentales. Su padrastro era el principal sospechoso de una investigación de guerra de nivel nacional. Estaba allí por eso y no porque guardase, precisamente, buenos recuerdos familiares ni nostalgia.
Su padrastro le sostuvo la mirada. Como buen nuevo jefe era un animal que sabía oler el miedo. Por lo tanto, había que mostrar respeto, pero nada de amilanamiento. El interrogatorio inicial desembocaría en un rapapolvo. Ella lo miró con determinación.
—Querida, me duele la espalda. ¿Podrás prepararme tu mágico brebaje?
—¿No ves que tiene sueño? Mamá, no prepares ningún té. Me iré a cama ya.
—¿Unos años en medicina y ya te atreves a conducir mi vida? ¿La de tu padastro? –vociferó.
—Tan sólo he visto a mamá bostezar. Si no es mucha ciencia, teniendo en cuenta las horas que son, significa que quiere dormir.
—Ay, hija. Te doy la razón –murmuró con cansancio su madrastra.
—Más os vale. Ha vuelto mi hija de a saber dónde con aires de grandeza y ahora tengo que tratar con ella.
—Mañana será el día.
Su madrastra la miró con ternura y abandonó con manos temblorosas la cubertería de porcelana que estaba preparando. Su padre volvió a torcer el semblante.
—Mañana tengo una reunión de negocios.
—¿De las secretas? –susurró su madrastra, pero Laie la entendió demasiado bien, con oído agudo, por sus años de experiencia en combate.
Su padrastro asintió.
—Estoy muy cansada por el viaje. Estaré en casa pero intentaré no molestar –terció Laie fingiendo un bostezo mientras se levantaba. Estaría atenta por si aquella reunión secreta le hacía avanzar en su investigación—. ¿A qué cuarto puedo ir para dormir?

No hay comentarios:

Publicar un comentario