--¿Cuál
es ese misterioso trato? ¿No irás a inmiscuirnos en ningún delito, no?
--A
ver, parad. Os voy a mostrar a la gente que hará vuestros sueños realidad.
Igual que a mí. Van de feria en feria pero no son ningún timo. Funcionan.
--Es
un truco barato. Te hacen creer que va a funcionar. Como un efecto placebo –se
quejaba Renata.
--Y,
sin embargo, los placebos funcionan. ¿Lo haréis conmigo?
--¿Encontraremos
lo que queremos? –Preguntó Coco.
--Puede
que algo mucho mejor.
Helena
les guiñó un ojo.
El
camino era agotador y frustrante. Renata se sintió perezosa pero sintió que
debía avanzar ya que sus ebrios amigos acudían con ella, algunos reticentes y
otras entusiastas, hasta en tacones imposibles.
Llegaron
al punto de la feria en el que ya había demasiada gente y los cinco tuvieron
que agarrarse de la mano en una cadena humana, corriendo de un lado a otro para
desembocar en un lugar menos transitado de la fiesta donde reinaba una gran
capa dorada. Helena se paró, alta e imponente. Al contrario que Stella, que
estaba deseando quitarse sus tacones que la tenían encorvada, por el ya
tangible dolor de pies.
Coco
se permitió una mirada hacia la Barcelona engalanada de fiesta. La feria
rezumaba a muchedumbre mientras atravesaban el bullicioso mercadillo que la
colindaba. En sus particulares puestos se podían encontrar todo tipo de comidas
venidas de diferentes lugares del mundo. Se notaba que estaba situada en
lugares donde frecuentaban los estudiantes internacionales.
Llegaron
hasta una zona más despejada de gente. Ante ellos se alzaba una tienda de
acampada de colores escarlata, dorado y plateado. En la puerta, un cartel
ponía: “PROMETEDORA DE SUEÑOS”
--Repetid,
“pase lo que pase firmaré con mi puño y carne” –dijo Helena, más impactada y
respirando agitadamente al introducirse en la entrada de la tienda.
--No
lo veo normal…
--Repetid.
Ante
las recriminaciones de Helena, no había nada qué hacer. Su confianza y amistad
hacían que tuvieran que seguirla hasta el otro lado del mundo caminando
ataviados y ellas, con tacones (menos Renata, que iba de plano) si hacía falta.
Cada
uno repitió sin saber porque decían esas cosas.
Stella
contemplaba el discurrir de sombras que se dirigían a un peligro inesperado.
Evitando pensar lo que le esperaba al otro lado de la puerta de tela, se
concentró en mantener el equilibrio mientras la precedía Helena, con sus firmes
y estilizados andares de modelo.
En
cuanto entraron en la tienda, empezó a sonar una canción que hablaba de almas
desesperadas y desgraciadas. A todos les sonaba de algo. Aquello, mezclado un
olor dulzón, como incienso, les puso a todos los pelos de punta.
--Esto
es escalofriante.
--Y
raro.
--Por
no decir tenebroso.
--O
peligroso.
--Vamos
chicos, ¿No os han dicho nunca que las apariencias engañan? Por cierto,
tendréis que pagar doscientos euros por el servicio --. Helena añadió el último
dato como quien no quiere la cosa. Antes de que nadie replicase, dijo--: no os
preocupéis, pagaré yo. Invito hasta que veáis que funciona.
Uno
a uno, fueron entrando. Xosé fue el último en querer entrar. Xosé pasó tras
ellas y caminó hacia el primer hueco libre, tratando de pasar desapercibido.
Quiso aparentar tranquilidad. Lo que le erizó los vellos fue notar como los
ojos de la anciana lo perforaban como dagas y comprobó una macabra sonrisa
reptando en su cara. De pronto, supo que su hermana no mentía y tenía razón. La
certeza lo golpeó como una bofetada. Quiso demostrar que no pasaba miedo. Como
cada vez que veía una película de terror. Así que, rezagado, se adentró en la
tienda.
--Buenas
noches, jóvenes. Supongo que acudís a mí para hacer realidad vuestros sueños.
La
anciana que les hablaba tenía una cara ancha, colorada de ojos pequeños e
inquisidores que contrastaban con su ancho cuello de sapo que está a punto de
zamparse unas jugosas moscas. El suyo era un aire entusiasta, de quien ha
estado hastiada y aburrida un buen rato, sin nada mejor que hacer que mirar
para las miles de luces y de reflejos de la tienda de feria.
Stella
estaba cada vez más nerviosa. Lo que en un principio parecía una broma de
borrachera se estaba yendo de madre. Carne, sangre… chorradas de hechiceras.
Pero… ¡Doscientos euros! ¿Quién se creía aquella anciana? ¿El Dalai Lama? Ese
no era el de los milagros. Pero dudaba que cualquier tipo de santo esperase en
una feria en una tienda que daba tan mal rollo que parecía que iban a invocar
al mismísimo Satán.
La
muy condenada parecía de un humor excelente. Claro, serían sus primeros
clientes en años. ¿Quién más iba a darle doscientos euros y muestras para saber
qué rituales de santería? ¡Y aún encima eran cinco los idiotas que habían
accedido!
Ante
la indecisión de sus amigos, Helena se adelantó. Sus pasos resonaban, caminando
con fuerza y decisión. Incluso en los peores tacones, transmitía una seguridad
que, en lugar de eclipsar al resto, contagiaba con su aura.
--Te
reconozco. Ya te hemos ayudado –pronunció la anciana con voz gutural, reparando
en Helena.
--Quisiera
ayuda para mis amigos, ahora. Pagaré yo el dinero.
La
anciana asintió y agarró una pequeña aguja y un estampado de tinta con papel.
--Me
harán falta sus muestras –aclaró.
--Hacedlo,
venga –los instó Helena, adoptando seriedad.
Uno
a uno, aguantaron un pinchazo en el dedo anular y estamparon su dedo índice sin
saber muy bien lo que hacían ni porqué lo hacían. Estaban en estado de shock y
se dejaban llevar por la situación.
--Ahora,
firmad.
Uno
a uno. fueron firmando unos contratos que no se molestaron en leer. Helena pagó
todo el dinero.
--¿Para
qué quiere nuestra sangre? –Se atrevió a preguntar Coco, cuando le llegó el
turno de firmar.
--Es
una cuestión de brujería. ¿No queréis que vuestros sueños se hagan realidad?
--Es
una chorrada. Hacedlo y aún llegaremos a la fiesta –dijo Helena.
La
anciana rezumaba un aire de peligro e invitaba a escapar de su habitáculo con
olor a incienso.
--Helena
no estaba drogada, esto existe de verdad… --balbuceó Renata.
--Si
pagáis un precio, podré cumplir vuestros más ansiados sueños, siempre y cuando
tengáis talento. Decidme a qué os dedicáis y vuestro currículum.
--Oh,
vamos, no voy a contarle mi vida a una vieja chiflada –terció Stella, hastiada.
--Calla,
Stella. Disculpe usted, es que mi amiga no cree en estas cosas –se disculpó
Helena.
La
anciana se limitó a sonreír.
--Haré
como que me he quedado sorda durante unos segundos.
--Stella,
colabora.
--
Vale, está bien. ¿Vas a decirme que fue así como conseguiste tus contratos como
modelo?
--Todo
empezó así.
--Supersticiosa.
--Todo
lo contrario. Más que realista.
--Entonces,
¿usted podría convertirme en actriz? –Preguntó Coco, con sus grandes ojos
grises reluciendo de ilusión.
--El
precio por cumplir vuestros sueños será ver vuestro talento y, luego, una
muestra de sangre y carne. Además de doscientos euros por adelantado. Una
nimiedad teniendo en cuenta lo que ganaréis.
--¿Qué?
--Callad.
Yo ya he hecho igual. Haced lo que os diga.
Se
miraron, Renata y Coco, temerosas. Helena apenas reparó en la mirada que se
intercambiaron sus dos compañeras de piso. Xose arrugó el ceño, desconcertado.
De mala gana, empezó a relatar sus méritos tanto académicos como extracadémicos
de su vida. Las demás, lo imitaron. La anciana asentía complacida.
--Tenéis
todos talento. Así lo habéis demostrado. Sólo invertimos en quien vale la pena.
--Los
sueños no son un negocio.
--Nos
sobreestimas.
--Sois
vosotros los que os subestimáis. Haré de vosotros joyas admiradas por el mundo,
de gran valor y poder.
--Vale.
¿Dónde está el truco? Te damos sangre y huellas, además de doscientos euros
cada una por una promesa –Stella se mostró dura y escéptica.
--Todos
los sueños tienen un precio –zanjó la anciana como quien habla del tiempo.
--Lo
hago por mi amiga –insistió Stella--. Más le vale no ser una timadora. Iría a
por usted y su tenderete.
Inmóvil
y callada, Coco miraba de refilón a todos. Sus ojos chispeaban ante la amenaza
de un timo.
--Te
aseguro que no lo lamentarás querida. No lo lamentaréis ninguno de vosotros.
Pero, acordaos, en diez años, una vez cumplidos vuestros deseos, tendréis que
pagar por ello.
Coco
se estremeció. Era como si hubiese leído sus pensamientos. Stella hizo un
aspaviento con el brazo. Helena la miró fijamente y rio de una manera ensayada.
--Ya,
claro. ¿Podemos marcharnos ya? ¡Quiero disfrutar de la fiesta! –Instó Stella.
--Disculpa,
señora. Yo me siento conmovida por lo mucho que me habéis ayudado pero ya es
hora de que nos marchemos –terció Helena, educadamente.
La
estudió con mucha atención, luego miró a Stella. Su mueca pretendía ser
peligrosa.
--Tu
carrera solamente acaba de empezar, Helena. Ya eres lo que querías: una modelo
asentada que desfila por las mejores pasarelas del mundo. Dentro de poco
tendrás un nombre propio en el sector. Dentro de siete años, acudiremos a
cobrar tu precio.
--Claro.
¡Hasta pronto!
Helena
comenzó a preguntarse si la anciana realmente estaría algo ida pero los hechos
eran los hechos. Desde que había acudido a ella tres años antes, su carrera
como modelo había pasado de cero a estar en auge. Siempre había sido algo
supersticiosa y había creído en ese tipo de cosas, aunque ahora tenía alguna
duda. ¿Y si había sido sólo por ella misma el hecho de que su carrera estuviese
emergente?
Se
marcharon de la feria callados por lo que habían hecho. ¿Sería su borrachera?
¿Su desesperación? ¿Su inocencia? Lo que estaba claro, es que todos ansiaban,
más que nada, conseguir sus sueños.
La
esperanza hacia alcanzar lo imposible era el denominador común de los cinco.
--Daréis
fin a un capítulo de vuestras vidas y comienzo a otro capítulo mucho mejor. No
os arrepentiréis –Había pronunciado la anciana cuando se marchaban.
Por
muy alto que fuera el precio.
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