PRÓLOGO
“Hay mucho que preguntarle a la humanidad. ¿Y si
estuviera trabajando en algo que no tiene que ver con la humanidad, ningún tipo
de vida biológica, ni tan siquiera con el planeta?”
Alisa, de estatura mediana y demasiado delgada por
alimentarse prácticamente a base de trabajo, con una larga cabellera oscura y
ondulada, se dispuso a fumar un cigarrillo en medio de la noche. Estaba
haciendo horas extras no remuneradas, dado que ella misma era su jefa, en el
prestigioso Centro de Física de Galicia, inaugurado hacía pocos años en A
Coruña. Estaba frente a la costa. Disfrutaba de aquellos momentos que duraban
cinco minutos de pausa en medio de su investigación para fumar. De algo habría
que morir. Era lo que le repetía siempre su abuela que había muerto tras una
larga vida, con más de noventa años por un ictus y se pasó su vida fumando como
una carretera.
“Habrá brechas y desigualdades, escasez de recursos.
Lo que nos espera es más grande y podría solucionarlo.” Así tranquilizaba las
voces que la culpaban en su mente. Al menos, Alisa quiso preparar a la humanidad
para el cambio. Porque Alisa era parte de ese cambio. Más que eso. Era el
cerebro del cambio. Muchos investigaron cómo fue sucediendo pero nadie ha
obtenido hasta ahora su resultado final. Las páginas de la historia
experimentarían un cambio como cuando se inventó la escritura, como cuando se
descubrió el fuego.
Los genios se consumen como una mecha rápida. La
genialidad es una vela en plena combustión. Peor aún, la gente que se considera
genio muchas veces se consume en su mente y en su vida más rápido que cualquier
llamarada. Multitud de genios habían fallecido jóvenes. Hasta el mismísimo
Jesucristo, quien no aprobarían lo que Alisa estaba haciendo. Ese era el
pensamiento de Alisa nada más entender que algo iba mal.
Atisbó una sombra de complexión ancha y fue lo
suficientemente ágil para esquivar un disparo. No le sorprendió que el disparo
fuese dirigido a su pierna izquierda. No era mala puntería. Llevaba mucho
tiempo esperando aquel momento. Cuando alguien de los que ella sabía le
quisieran arrebatar su trabajo. Chantajearla con su vida con tal de dárselo.
Eso no se quedaría así. Les iba a arrebatar su último asalto.
Tendría que gritar. ¿De qué le serviría gritar? Antes
la gente ayudaba y socorría a personas en necesidad. Ahora los héroes estaban
en peligro de extinción. La gente prefiere mirar hacia otro lado en lugar de
ponerse en peligro para ayudar a otros. Debía salvarse por sí misma… o lo que
quedaba de ella. Lo que la haría inmortal.
Corrió escuchando otro disparo causado para provocar
miedo, no otra cosa. La situación no iba a terminar bien. Agarró lo más rápido
que pudo con un pulso tembloroso su tarjeta identificatoria del Centro de
Física. Allí podría estar a salvo si tan sólo se trataba de un robo o cualquier
otro tipo de crimen que no tuviese que ver con lo que ella sabía y su trabajo.
Se agazapó sobre sí misma a la altura del garaje
respirando entrecortadamente y jadeando a causa de una mezcla de esfuerzo y
miedo. Entonces escuchó abrirse la puerta principal. Todos los caminos la
habían llevado hasta allí. El atacante conocía su obra, sus estudios, su
investigación.
Corrió hacia su coche. Miró de reojo si la silueta
estaba próxima. Comprobó que aún disponía de un tiempo de margen. Mientras sus
piernas desentrenadas clamaban por reposo, dedujo que el enemigo utilizaba una
pistola de caza. En aquel centro elitista era común tener por hobbie algo pijo.
Del estilo de la hípica, caza o, una versión más inofensiva contra los
animales, el golf.
Quiso arrancar cuanto antes su coche de gama media.
Algo falló. Los auriculares. Siempre había sido un misterio su desquiciante
manera de enredarse. Ahora se habían hecho un lazo con sus llaves,
misteriosamente. Maldijo para sus adentros y decidió dirigirse al único lugar
en el que solía sentirse segura dentro del centro de física: su plaza de garaje
transformada en trastero.
La luna estaba alta y ella hecha un desastre mientras
agarraba un bidón de gasolina. El mechero ya lo tenía desde hacía tiempo. Un tanto
cutre, era de los baratos que te regalaban en el estanco al comprar una
cajetilla. No debía fallarle, era crucial y vital por todo lo que había
conseguido.
Se quería aferrar a su preciada vida. La adrenalina
era un chute en aquel momento que siempre creyó poder afrontar. Ella moriría,
sus descubrimientos sobrevivirían. Había unas cuantas personas en el mundo que
podrían encontrar su escondite. Estaba segura de que no le fallarían o, al
menos lo intentarían. Cerraría los ojos y no miraría atrás. Aquello por lo que
había trabajado había merecido la pena. Y su enemigo no debía poder tocar ni un
ápice de todos sus logros.
Pensó en “el” lo que pudo haber sido y no fue. Él
siempre había tenido razón. El trabajo la mataría, aunque ni él se imaginaba
cómo. “El amor no se extingue, tan solo cambia, como la energía”, quiso
aliviarse. Le había hecho ser una princesa moderna y ella siempre le ganó todas
las batallas sentimentales logrando, de ambos, el más puro de los amores
clandestinos. Comenzó a pensar y rememorar personas que se habían cruzado por
su vida. Vaya, sí que era cierto que cuando estás a punto de morir ves tu vida
rebobinada. Había y vivido todo lo que quiso. Estaba en paz. Lista para
marchar.
Sabía lo que tenía qué hacer.
Todo su trabajo estaba guardado en aquella plaza de
garaje último modelo. Ella misma la había reconvertido en trastero. Allí,
disimuladamente, guardaba todo lo que tenía que ver con su investigación. ¿Su
plan? Todo ardería. Su atacante, su trabajo y ella. Era lo más importante, que
el enemigo no le arrebatara lo que había conseguido tras años de estudios y
pruebas en su trabajo e investigación. Solo había otra manera de recuperarlo.
Un pendrive que sabía que ciertas personas podrían encontrarlo.
Llegó el fornido encapuchado apuntándole con su
escopeta de caza. No le dejó amenazarle.
--Arderemos juntos, capullo.
Roció lo más rápido que pudo todo con la gasolina,
ignorando disparos fallidos de su atacante. Respiró hondo cuando se dio cuenta
que era demasiado tarde para dar vuelta. Agarró su mechero e hizo arder el
trastero.
Mientras oía los gritos de sufrimiento de su enemigo y
las llamas empezaban a llegar hacia ella y lograr que bramara de dolor con sus
pies empezando arder, el último pensamiento de Alisa fue: siempre es una
lástima quemar el conocimiento. El conocimiento nunca debería arder. Aún
gritaba de dolor cuando consiguió farfullar en un susurro con su voz aguda:
“Hay decisiones en la vida de las que no puedes
escapar. De este tipo, algunas cambian tu vida para siempre. Otras, te matan.”
Davinia
se despertó cubierta por rayos de luz de la tarde temprana en su piso situado
en el centro de Madrid. Lo que le despertó realmente fue el sonido de unos
acordes de guitarra en una habitación cercana. Se trataba de Helena, su
compañera de piso que le daba a la guitarra o al teclado, en carencia de un
piano. “A ver como entona hoy su canción de hoy”, pensó mientras se levantaba
rumbo a la concina a hacerse un café con leche en la máquina de múltiples
sabores. Una de las pocas en que ambas compañeras habían logrado ponerse de
acuerdo.
La
cocina era pequeña pero bien reformada. Su madre hubiese admirado el hecho de
que tuviese vitrocerámica y todo para ser un piso en el centro de Madrid. La
canción de Helena ese día carecía de letra. Eran unas notas hechas para un
fondo, nada destacable. Había entonado más canciones que sonaban mejor. Apuró
el café y se dirigió a la mesa escritorio del salón. Su cuarto era demasiado
pequeño para trabajar en su portátil fuera de la cama. Es que era un piso
pequeño…
Su
compañera de piso es una extraña joven universitaria llamada Helena que no
hacía honor a su nombre, no era guapa del todo. Se suponía que, en la Grecia
clásica, Helena era la mayor belleza nunca vista y, por su culpa, se había
declarado la Guerra de Troya. Qué más daba su nombre. Era discreta y parecía
que no existía. Hacía todo por su cuenta. Por eso, Davinia se decidió por esa
compañera de piso en pleno centro de Madrid. Era lo más parecido a vivir sola
sin tirar de sus ahorros y de la salvajada de cifras de precio por metro
cuadrado de la zona.
Helena
tenía veinte años mientras que Davinia tenía treinta y cuatro y estaba
enfrascada en su tesis de periodismo de investigación. Tras muchos años había
logrado licenciarse por la Complutense y aprobar todas las asignaturas del
máster. Se encontraba buscando un tema para el trabajo final. Nada llamaba su
atención y no es que buscase un aprobado fácil. Se había tirado dieciséis años
pretendiendo que estudiaba mientras disfrutaba de la fiesta madrileña y aún así
se había licenciado y casi acabado el máster, a pesar de lo poco que había
dedicado estudiar. No estaba mal del todo.
La
guitarra y el teclado era lo que más la comunicaban con Helena. Era una joven
que solía cantar y componer cuando se sentía triste. A ver cómo sonará esa
melancólica canción… Pensaba Davinia en cuanto escuchaba unos indicios de
instrumento en el cuarto de enfrente. Solía disfrutar sus canciones. Le hacían
conocerla. No eran grandes cosas, tan sólo temas de joven idealista y
enamoradiza.
Situó
un documento de Word en blanco. Las notas de la guitarra de Helena le
inspiraron a escribir:
Érase una vez una niña que creció en gracia y
dicha. Tenía todo lo que deseaba y necesitaba. Conseguía todo lo que se
proponía por sí misma. Y, sobre todo, unos padres y amigos que la querían. Pero
aquella niña cayó presa de una maldición. Se trataba de la lucha de ángeles y
demonios. Ambos echaban un pulso sobre la pequeña. ¿Quién de ellos más bien o
más mal le causarían a la niña mientras crecía? Le sucedieron éxitos y
calamidades al mismo tiempo. A veces, parecían ganar los ángeles, otras, los
demonios. La niña creció aprendiendo a convivir con lo mejor y lo peor de la
vida. A medida que se hacía mayor, no supo si culpar al destino a la par que
agradecerlo por lo que le sucedía. Dudaba del sino o de sí culparse a sí misma
por sus fallos o sentirse orgullosa por sus virtudes. El destino y la suerte se
conjugaban con su voluntad para el resultado final de la niña. Y aquella lucha
seguía aun cuando dejó de ser una niña.
Lo
borró todo. Compadecerse de sí misma en vano servía para empezar de una vez una
novela que, en principio, pretendía que se tratase de una comedia romántica con
toques sexuales. Le habían asegurado que eso vendía mucho en aquel momento. “Accesibles
y aceptadas para todos los públicos”, se repetía siempre. Lástima que sus
experiencias románticas no hubieran sido las de un cuento de hadas,
precisamente.
Miró
su móvil. Whasapps que no tenía ganas de leer. Notificaciones de redes
sociales. Algún correo y un mensaje de voz. Le llevó una hora contestar a todo.
Hasta que escuchó el mensaje de voz con el sonido de la guitarra de Helena de
fondo.
Alisa
había muerto.
Tuvo
que dejar caer el móvil al suelo. Por suerte, la carcasa era tan buena que no
sufrió ningún rasguño. Volvió a escuchar el mensaje de voz. Era el padre de
Alisa, más hundido que nunca. Hacía más de diez años que no oía su voz. Parecía
destrozado. No el hombre afable e inteligente dueño de un negocio fructífero de
mecánica que había conocido en su juventud.
Alisa
y ella fueron amigas desde los cuatro años, en el parvulario. Conectaron
rápidamente. Todo lo que rodeó la infancia y la adolescencia de Alisa parecía
sacado de un cuento de hadas. Cuando los padres de Davinia murieron, la acogió
como la hermana que nunca había tenido y Davinia se sintió parte de ese cuento.
Aristócrata, encantadora, dulce, amable.
Luego
llegó Rose, Rosa. Y las tres fueron un trío de las mejores amigas que no se
repiten en la vida.
Se
acercó al montón de objetos antiguos que guardaba en su cuarto que aún daban
mayor aspecto de desorden a su pequeño cuarto. Agarró un álbum de hacía doce
años.
Revisando
su álbum de fotos de adolescente, se sintió desbordada ante la cantidad de fotografías
de las tres que conservaba. Rosa, Alisa y ella en mil y un lugares. De viaje.
De fiesta. De estudios. De cafés. De cervezas. De algo más fuerte que las
cervezas. Haciendo locuras. Hasta de cuando juraron amistad eterna juntando la
saliva de sus manos.
Siempre
se había sentido la oveja negra de las tres. Alisa, de cabello rubio y ojos
oscuros con una sonrisa que siempre parecía que coqueteaba con la cámara.
Brillante, matrícula de honor de bachillerato. Siempre amable y alegre. Aunque
con sus rincones oscuros, como todas. Rosa, realmente llamada Rose. Una
irlandesa que llegó a España con diecisiete años y recuperó los cursos que no
pudo convalidar con ellas. Guapísima de ojos azules y cabello negro como el
azabache pero increíblemente brillante, largo y liso.
Lo
último que sabía de ellas había sido por las redes sociales. Hacía tiempo que
no hablaban. La distancia las había separado demasiado. Sabía que Alisa se
había doctorado en algo de física y que Rosa ahora era abogada, casada, madre
de una niña pequeña. ¿Y ella? No era del todo malo, se repetía.
Sin
embargo, había una pieza que no cuadraba sobre lo que había explicado el padre
de Alisa sobre su muerte. ¿Un incendio en su trastero? Si era la persona más
ordenada, poluta e hipocondríaca del mundo.
Tecleó
en Google diarios de A Coruña que pudiesen cubrir la noticia. Encontró varios
artículos como en La Voz de Galicia y La Opinión que hablaban de un asalto al
Centro de Física de A Coruña, inaugurado hace pocos años, con la consecuencia
de la muerte de una trabajadora y un atracador.
Para
una periodista de investigación, abandonando el sentimentalismo, eso olía a
tema para proyecto de fin de máster de periodismo de investigación.
A
sus treinta y cuatro años todavía estaba buscando un buen tema para su trabajo
de fin de máster. Tras haberse dedicado más a la fiesta que al estudio había
logrado sacar la carrera desde los dieciocho hasta los veintiocho y, después,
el máster. “Peores casos” habrá, decía siempre Tamara como intento de ánimo.
Ella era camarera de uno de los clubes más selectos del centro de Madrid. Por
suerte, siempre tenía turno de mañana cuando la llamaban con contratos de tres
o seis meses, dependía de la temporada. Davinia combinó los últimos años el
máster con artículos en diarios locales o independientes con poca repercusión.
Durante toda su vida, en total, doce artículos. Apenas beneficios. Tamara y
ella eran inseparables, pero no era un vínculo como el que había tenido con
Alisa y Rosa antes de marchar a la Complutense.
Tras
la investigación, caviló. Volaría a Coruña. No sólo por respeto a su difunta
amiga. Es que eso olía a material de trabajo.
“Ay
niña, con el miedo que te dan las tormentas y tú te bañas en ellas ocultándote
de la calma del sol”.
Esa
frase llegó a su mente sin recordar quién se la había dicho exactamente.
¿Quizás una profesora?
Necesitaba
aire de verdad. No el cargado ambiente del piso, puesto que tanto Helena como
ella eran fumadoras. Unas fumadoras que se fugaban del balcón para no exponerse
a la intensa vida madrileña de su calle. Así, por una de las pocas veces,
Davinia fue al balcón. Tras abrir una oxidada llave del ventanal se asomó al
ajetreado exterior sin reparar en nada más que en sus propios pensamientos.
Pensó que el verdadero aire lo respiraría en Galicia, lejos de su nuevo hogar:
Madrid Central. Aunque ello supusiera hacer frente a su familia. Ya que sus
padres habían muerto hacía muchos años. Davinia tan sólo tenía dieciséis cuando
ocurrió la tragedia. Y justo acababa de recuperarse de un tumor en el útero.
Y
sentía el dolor por la muerte de su eterna amiga. Aunque quiso fingir no
hacerlo.
Distinguió
unos acordes de guitarra junto con la voz de su compañera de piso cantando
“Inevitable” de Shakira. A Davinia ya le había ocurrido demasiadas veces la
historia de esa canción. Helena aún era novata recién entrada en la veintena.
“Inevitable”.
Reparó que era inevitable algo que las volviese a reunir. Hasta la mismísima
muerte. Hasta sus carreras profesionales. El destino, que cada una había
elegido para ella misma. Sin quererlo, para las tres.
Era
el momento de luchar con su pasado, a la vez que con su presente. Sin
complejos. Sin explicaciones. Sin excusas. Al fin y al cabo, tenía unos ahorros
de los que nunca tiraba.
Se
dispuso a coger un billete por internet para las seis de la mañana: Madrid – A
Coruña. Sólo ida.
Recibió un mensaje de Tamara. Tenía que
despedirse de sus amigos y no estaría mal una putivuelta como las que comentan
las influencers, antes de meterse en un avión. Odiaba madrugar y estaba
condenada a cadena perpetua a eso hasta que acabase el máster. Iría de
reenganche a Barajas. Tampoco quería tirar de sus ahorros. Un billete a una
hora más decente subía mucho más de precio.
Aún
eran las siete de la tarde y hasta las nueve no saldría. Dedicó el tiempo
restante a prepararse para el viaje de sólo ida. La maleta, unos copia y pega
de internet para leer en el avión, prepararse para la fiesta y, hablar con su
casera de veinte años. Además de su preparación mental para enfrentarse a su
lugar de nacimiento.
Necesitaba
una primera lista para la empezar la investigación sobre la muerte de Alisa:
sus contactos en las redes sociales, sus correos enviados y recibidos. La
primera parte era fácil. Para la segunda, necesitaría un acceso especial. Y,
por último, saber si su muerte era realmente digna de ser investigada.
Todo
apuntaba a que así era.
Era
fiel a la creencia de que la educación servía para que cualquiera supiera
pensar y se valiese por sí mismo sin tener que depender de las notas de
cualquier profesor y no tener como fin ser gobernado por otros, como un
profesor o unas pautas dictadas y cambiadas por la ley cada cierto período de
años… o por cada nuevo gobierno, en ocasiones.
Recordó
de quién era la letal retórica que había recordado hacía apenas una hora,
palabras de su madre: “Ay, mi Davinia, lo mucho que te atrae y te ves envuelta
por tempestades y lo que te aburre la calma y el sol”. Metáfora o no, eso era
precisamente volver a Galicia en Otoño.
“Tengo
que encontrar las palabras”. Pensó cuando marchó con vestido negro ajustado y
tacones de aguja a juego, arrastrando una maleta.
--Escucha,
Helena. Me voy unos días a Galicia porque ha muerto una familiar--. Al fin y al
cabo, Alisa había sido como su hermana y aprovecharía por ver a su familia. No
mentía--. Te seguiré pagando el alquiler aunque no esté en Madrid.
Por
algo tenía sus ahorros, aunque no quería tirar de ellos.
--Mientras
sigas pagando, por mí como si vas a China.
Vaya,
había hablado más que unos pocos monosílabos. Helena estaba eufórica, pues. No
era para menos. Un piso para ella sola mientras le pagaban. Qué chollazo.
Lo primero que se le vino a la cabeza con su compañera de piso fue: simbiosis.
Luego, Davinia pensó que Helena mantendría un cadáver en una de sus
habitaciones siempre que no le molestase y siguiera cobrando replicar.
A
veces sentía que nunca debería dejar de buscar porque casi nunca hay
respuestas. Los periodistas aprenden que deben encontrar la verdad. Ella quería
ser de las buenas, de las que la conseguían. Muchas veces se sentía un fraude
al fracasar. No quería que esta fuera una de aquellas veces.
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