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PROLOGO
—¿Qué
tal estás?
—Salvando
vidas.
—¿Muchas?
—Un
país entero. Bromeaba.
El
rey relajó el gesto. Tal hecho tranquilizó, en parte, a Laie. Era medianoche y Laie
no había conseguido conciliar el sueño mientras leía un denso ejemplar de
novela clásica del país del Ocaso. País al cual servía como militar. Un
comandante le había salvado de tan pesada lectura comunicándole que el rey
quería verla. Rápida como era, se presentó en los aposentos de su majestad, un
hombre mayor con grandes entradas de cabello castaño, bajo pero fuerte y de
ojos oscuros. Su barba y cejas espesas enmarcaban su mirada fiera cuando se
dejó de andarse con rodeos en su bien decorado despacho de asuntos urgentes.
—Se
trata del comandante Hier. Nadie sabe dónde está desde hace días—. Laie asintió
en señal de comprensión. Parca de palabras como era, el rey entendió su gesto
como una invitación a proseguir—. Hubo una redada dirigida por él en las fronteras
de Ruña. Encontraron sus cuatro agentes muertos junto con el capitán del
ejército rebelde Epios, también muerto. Lo curioso del asunto es que Epios
portaba una tarjeta identificadora falsa que le daba una nueva identidad.
—Entiendo
–terció Laie—. Supongo que habrá que descubrir quién es el traidor que está
dando falsas identidades a los rebeldes supervivientes y libres.
—¿Sabes
por qué te elegido a ti, verdad?
Laie
asintió. Aunque ella su nombre verdadero era Laie y no era más que una huérfana
que había pasado por dos familias hasta que acabó practicando como sanadora
cuando había estallado la guerra contra los rebeldes, el mundo la conocía con
otro nombre. Irial. La guerrera Irial que había sido crucial para ganar la
guerra. Una heroína sin rostro conocido. Anónima, excepto por el nombre
entregado por una raza que vivía clandestina y apenas se mezclaba con humanos.
Sus hazañas eran legendarias. Esa era la explicación que se le ocurría a Laie.
—No
es lo que tú piensas –dijo el rey tras su pausa. “Varister, pues”, pensó Laie—.
Me consta que tú has nacido en Ruña y conoces muy bien el ducado.
Le
hizo la síntesis de los detalles más relevantes de la muerte y de su contexto.
Todo apuntaba al mismo lugar. La guerra era como una cloaca que se hubiese cerrado,
pero aún había ratas escapando por las rendijas. Los combatientes del reino
enemigo supervivientes se resistían. Irial había logrado una gran victoria. Aún
siendo aclamada por todos, podía desenvolver un papel final que le venía como
anillo al dedo. Investigar de incógnito, con su antigua identidad, el crimen en
el ducado de Ruña.
—Varister
aún está de por medio. Otra vez me mandáis como cebo a ese rebelde.
—Por
favor, tómame en serio –contestó muy recio el rey—. Varister seguirá siendo una
amenaza hasta que por fin tenga su cabeza de trofeo. Y tú eres una de sus
debilidades.
Se
sintió avergonzada. Sopesó las implicaciones de lo que acababa de oír. No sólo
por la gravedad de los hechos, sino por lo que le atañía a ella misma. Varister
era un asunto personal para ella. Uno de los grandes dirigentes del bando
enemigo que seguía vivo y oculto. Tan sólo llegaría el momento de darle muerte
y la guerra habría puesto su verdadero punto y final. Le habían puesto un gran
precio a su cabeza pero ni los cazarrecompensas más experimentados eran tan
diestros como él en combate. Debía ser alguien muy hábil en la batalla quien
consiguiera darle muerte y Laie se lo tomaba como un capricho suicida propio.
—¿Hay
alguien que haya cantado? –Preguntó la joven, cambiando de tema.
—Uno
cantó. Le mataron. Ahora tenemos nuestras sospechas.
Hizo
una floritura con la mano desdeñosa.
—Migajas
para ellos.
—Migajas
para nosotros. Para vosotros. Para ti.
—¿Qué
quieres decir?
—Que
no será un gran esfuerzo para la gran Irial.
—Así
me llaman en el país entero. No será así en Ruña.
—Será
mejor para tu investigación que ignoren quién eres en realidad. Los ignorantes
no son conscientes de los barrotes que los encarcelan
—Y
no pensar. Yo estuve mucho tiempo encarcelada —–divagó Laie mientras cavilaba
su decisión. En Ruña ya no es que fuera una más del montón, es que siempre
había sido despreciada. No esperaba un buen recibimiento.
—Ahora
todos te adoran. Eres una heroína.
—Eso
piensan de Irial. En cambio, mi rostro sigue siendo el mismo. El de la misma
marginada que marchó como una No Válida.
El
rey inspiró hondo y clavo su oscura mirada en los ojos azules de Laie.
—Habla.
Pronúnciate. Muéstrate y hazlos callar.
—Supongo
que ese es el menor de mis problemas.
—Pero
le das tanta importancia que el problema ha crecido con ella. Te quiero allí
para que me ayudes. Sin embargo, también es algo personal para ti.
—Eso
no significa que sea la más adecuada.
—En
esta guerra siempre has sido la mejor para todo.
Laie
se giró hacia un gran espejo del salón del rey y se pudo ver tal y como era en
aquel momento. Pelo pajizo, ojos azules, tez pálida y cuerpo atlético salpicado
de cicatrices.
—La
guerra ha acabado –se pronunció, tras la pausa.
—Aún
quedan ratas que aplastar
Finalmente,
asintió. Sí había un asunto que le importaba en Ruña que nadie conocía y había
dejado de lado.
—De
momento tan sólo deseo volver para volver a ver mi lugar de nacimiento.
—¿Alguien
hay vivo que te espere allí? –Se interesó el rey.
—Mis
familias. La biológica y la que me ha acogido, a parte del tercer padre que me
ha dado mi madrastra –rezongó Laie.
Notó
que se tomaba su tiempo para responder.
—La
duquesa de Ruña no dejará su puesto fácilmente.
—Entiendo
vuestras palabras pero tal no es mi deseo –contestó educadamente.
—¿No
quieres el ducado de tu lugar de nacimiento? Creo que sería un buen premio si
lo haces bien.
—No
–se limitó a contestar ella.
Sabía
que al rey a veces le gustaba jugar con las lealtades de la gente otorgando
títulos. Como Irial, ya había sido propuesta a general, puesto que ella
rechazó. Realmente no tenía claro qué hacer en el futuro pero el poder no
estaba dentro de sus planes.
—Por
ello serías la mejor—. El rey sirvió un par de copas de té, tranquilo pero
interesado—¿Cómo se puede razonar con esa lucidez antes de que te maten?
—Hay
quien dice que, al morir, toda tu vida pasa sobre tu cabeza. Yo he sido siempre
niña de espíritu y mi vida se pasa ganándola, luchándola. Quizás estar tan vivo
de mente y espíritu es lo que me ha librado de la muerte.—Decía Laie casi por
acto reflejo como si fuera un concepto elemental—Es la esperanza la que hace
vivir al guerrero. Y, en ausencia de ella, la que provoca su derrota.
—Te
describo el mundo real. Tú has pintado un mundo placentero, colorido, feliz.
Pero aún quedan resquicios del antiguo golpe de estado. El caos, la
desesperanza, lo triste…
Hubo
un silencio entre los dos.
—Tus
silencios son tan escandalosos… Callas pero gritas por dentro y tan sólo
alguien que te conozca sabe interpretarlos –comentó el rey mirándola con
curiosidad.
Laie
resopló ante los jueguecitos mentales del rey y volvió al tema:
—Tendré
que mentir. No podré ser yo misma.
—Por
desgracia, debes abandonar tu cómoda armadura como legendaria guerrea Irial
para volver a ser la triste muchacha que
eras… con sus ropas de dama. Tienen tu cuerpo, no tu alma. Has cambiado. Pero,
durante la travesía, todos cambiamos. No seas egocéntrica.
El
rey dio un sorbo al té mientras que Laie lo apartó educadamente. No tenía ganas
de bebidas estimulantes. Entonces, sucedió. El rey tosió sangre y cayó
inconsciente frente a ella.
Laie
se levantó rápidamente y pudo ver como el rey dejaba de respirar y de tener
pulso. Estaba muerto. Olfateó el té y comprobó que estaba envenenado. Habían
asesinado el rey y también habían intentado asesinarla a ella. Más que nunca se
decidió a seguir con su misión, No obstante, para marchar en Ruña no se podría
fiar de nadie. Había un traidor cercano y no se imaginaba quién podría ser. En
aquellos momentos, tan solo confiaba en una persona. Pero antes debía alertar a
la reina.
Marchó
corriendo por los pasillos pedregosos. La reina debía estar en sus aposentos
reales y ella sabía bien donde se estaban debido a tantos encuentros con el rey
en plena jornada de sueño durante la guerra, cuando ella ya disfrutaba de las
comodidades del palacio real.
Llamó
a la puerta tras descubrirse ante sus guardias que, conociéndola como la
heroína Irial, le dedicaron una reverencia. La reina parecía despejada pero no
quiso traspasar el umbral de la puerta. Lejos de sus elaborados peinados
habituales, lucía un pelo lacio y negro
con un flequillo que semejaba ridículo. Portaba un camisón elegante que bien
podría pasar por un vestido de una doncella.
—Mi
señora, el rey ha muerto.
La
reina no respondió. Permaneció callada con su mirada oscura perdida en un punto
fijo, forzando retener el llanto.
—Cuéntamelo
todo –dijo, finalmente.
Era
una reina fuerte pero lejos de los asuntos de su antiguo marido. No por ello
era estúpida. Ciertas estrategias e ideas del rey las había tramado ella,
aunque permaneciendo en el anonimato. Laie se dispuso a contar toda su reunión
con el rey hasta el momento de su muerte. La reina asentía y dejó escapar una
lágrima.
—Debes
continuar la misión en Ruña –terció con aplomo.
—¿Estabais
al tanto? –Quiso saber, Laie, hablando con delicadeza.
—Tu
duquesa planea volver a convocar el laberinto de poder. Quizás no nos veas
merecedores de tu talento aquí. Mas allí podrías demostrarlo.
A
Laie le extrañaban las palabras de la reina. Decidió pensar que se trataba de
alguna de sus triquiñuelas con el rey. Al fin y al cabo, al difunto rey no le
había dado tiempo la vida para dejar de hablar de su plan. Mientras tanto, un
silencio sepulcral inundaba los corredores, tan solo cesado por el crepitar de
las antorchas. Ni siquiera los guardias reales daban señal de haber oído nada
de lo contado.
—Es
una prueba vedada a esclavos.
La
reina resopló y esbozó una sonrisa de autosuficiencia ante la respuesta de Laie.
—Ese
será tu destino si no decides volver sobre tus pasos. Puedes ganar. Puedes
gobernar. He de confesar que te he temido. Te he subestimado. Verás, resulta
que en tu ducado natal existen ciertos negocios turbios que atentan contra el
reino. Puedes descubrirlos y tu duquesa será apartada del lado por la fuerza…
—No
me incumbe. Eso es ilegal.
A
Laie le sorprendía la frialdad de la reina. A decir verdad, nunca la había
conocido demasiado bien de primera mano. No supo discernir si se trataba a su
entereza y templanza o… a otro motivo más turbio.
—…
O bien puedes ignorarlos y acabar demostrando tu valía en el tan aclamado este
año el Laberinto de Poder.
—Vuestro
marido no lo hubiese ordenado –contestó Laie.
Habitualmente
se permanecía inmutable en su semblante pero aconsejarle entrar en el Laberinto
de Poder le hizo sentir escalofríos. Había escuchado historias sobre aquel
lugar desde que era pequeña. Ninguna solía acabar bien.
—Pero
no está en sus capacidades de ordenar. La ignorancia no te valdrá a tu favor. Sé
que no conocías las intenciones de la condesa de Ruña –proseguía la reina—.
Cumple el último deseo de mi viudo. Yo me encargaré del resto. Por algo soy
reina.
—Por
favor, que sea secreto –apuntó Laie.
La
reina asintió con una sonrisa condescendiente.
—Mandaré
algún soldado con título allí pero no dejaré que sepa quien sois. Si es de
vuestro agrado.
—De
acuerdo.
—Los
conocerás. Podrás contactar con ellos en cuanto queráis y veáis que no os
perjudica. Ellos en cambio a vos, no.
Bastante
desconcertada, Laie hizo una reverencia mientras la reina se volvía a adentrar
en sus aposentos. ¿Tendría algo que ver en el asesinato de su marido? A saber.
Lo que sí sabía era que en palacio no estaba ya segura. Le dio la sensación de
que la reina la quería muerta. Al menos era lo que sus palabras denotaban.
Pero… ¿por qué matar a su marido? ¿por qué matarla a ella? O lo que era peor,
¿por qué matarlos a los dos? Eran interrogantes sin respuestas, de momento.
Corrió
a ver a la única persona que creía digna de confianza y lealtad para
acompañarle. De hecho, él también había nacido en Ruña. Se trataba de su mejor
amigo desde que les había acaecido la guerra: Poulei. Con paso ligero, llegó al
ala más abandonada de palacio, donde tan sólo algunos soldados preferentes
tenían cuarto. A veces, compartido con otros del mismo rango.
—¿Qué
hora es? –Musitó él con voz ronca cuando Laie irrumpió con su llave maestra en
su cuarto.
—La
hora de la conversación.
Poulei
se irguió de golpe frotándose sus ojos color miel con sus largos rizos negros
cubriendo su rostro.
—¿Para
eso me has despertado?
—Se
avecinan cambios.
Cuando
se irguió dando una seca cabezada de militar en seña de asentimiento mostró su
cuerpo fuerte pero esbelto de estatura mediana.
Laie
procedió a explicarle todo, lejos de oídos indiscretos. Él, como soldado
experto que era, asintió. Se vistió rápido para acudir otra vez con Laie a sus
aposentos donde Laie agarró sus cosas de viaje y se cambió de ropa sin pudor
ante su mejor amigo. Partirían ya.
Cavilando
y luciendo el talento del que presumen las mujeres de realizar más de dos cosas
a la vez se dio cuenta de que la gran tragedia de ese país no era la guerra.
Era la muerte. Muerte de vivir tranquilo, libre, feliz. Para todos y cada uno
de los ciudadanos. Ella podía contribuir a impedirlo.
-Nuestros
soldados no han vivido muchos años y aún no acaba la guerra –se lamentaba Laie
cuando marchaban cuales sombras silenciosas en la oscuridad de palacio.
—Veo
temor en sus ojos. Todos los días. De que vuelva…
Laie
le interrumpió.
—Yo
veo valor.
—¿Cómo
dices?
—Yo
veo ese valor difícil de distinguir. Veo el valor de quien ha tenido miedo y lo
ha superado. De quien ha sufrido y ha superado sus lamentos. Del ave fénix que
renace de sus cenizas—. Sonrió y le estrechó la mano con fuerza —. Te agradecemos,
de verdad, tu cooperación.
840.000
personas habían muerto en la guerra civil. No era muerte natural. Era
asesinato. Era la guerra. Habitantes entre habitantes del mismo país. Había
visto dolor y alegría. Sufrimiento y dicha. La guerra tiene siempre demasiados
matices. ¿Cómo sería regresar a casa? ¿Seguiría todo igual? La guerra no le
había dejado escapar de ella, a pesar de todo.
1 LABERINTO DE PODER
Llegarían a Ruña durante el primer festejo de El
Laberinto de Poder. En ella, las personas que lo deseasen debían atravesar un
laberinto lleno de obstáculos. La muerte era casi segura. Pero, quien consiguiera
llegar al final, lograría un poder político y se convertiría en un noble.
Laie a pesar de ser una de las heroínas más famosas
del país era una muchacha de veinticinco años muy comedida. Sufría dolores
crónicos de espalda debido a problemas psicológicos que la raza le ayudó a
controlar con ciertas plantas y meditación. Su filosofía era no tener que ganar
siempre, sino nunca rendirse. Eso era lo que la había convertido en guerrera
legendaria. Necesita escuchar y cuidar su cuerpo todos los días para ser quien
era. Para ser la heroína en la que se ha convertido.
El sol aún no había aparecido en el horizonte mientras
emprendían el camino a caballo. Tenían que ser discretos y no tomar un medio de
transporte donde tener que desvelar su identidad. A Laie siempre le había hecho
gracia Poulei. Era una persona a quien no sabía si llamar como distinta, pero
para su favor. Se quejaba de pulgas y piojos en maltrechos lechos durante el
viaje. Iban de incógnito. No podían permitirse lujos. Mucho menos cuando el
país se estaba recuperando de una gran guerra. Sin embargo. era eficaz y letal
en el campo de batalla.
Si encima uno va a pie durmiendo de manera poco
confortable bajo una ciencia que requería conocimientos en no ser visto bajo (o
incluso sobre) copas de árboles… A él lo conocía del Ruña, el lugar de
nacimiento de ambos.
Antes de la guerra, él no era nada destacable. Sus padres
siempre estaban discutiendo. Él tenía una inteligencia brillante. Siempre se
sentía menospreciado. Sus amigos le reconocían lo brillante que era mientras
que su familia lo infravaloraba como si nada bueno pudiese haber salido de ese
hogar. Luchó hasta los catorce para que lo admitiesen en cualquier lado:
medicina, ejército… Estudió, se entrenó, tuvo relaciones donde siempre tenía
complejo de fraude con chicas hasta que llegó a Laie. Laie confió en él y vio
su potencial. Lo comprendió porque, en parte, se sentía identificada con él. Pidió
permiso a la capitana Ganesa para poder entrenarle. Poulei llegó a enamorarse
de Laie pero ella siempre lo vio como un amigo. Nunca hubo rencores. Poulei era
enamoradizo en la época en la que empezó a destacar y rápidamente encontraba
una novia tras otra. Juró guardarle su secreto a Laie toda su vida en cuanto
ella se lo pidió. Aunque fue algo que él nunca lo comprendió. Alguien que soñó
siempre destacar y ser reconocido. En esta nueva guerra llegaría a Ruña como el
vencedor en que Laie/Irial lo había convertido. En cambio, Laie agradecía poder
volver a ser la misma tal y como había nacido, a pesar de que ella, como su
nuevo nombre de Irial, era la guerrera más famosa de todo el país. Tras haber
despegado rumbo al pasado, no se podían permitir la vuelta.
El astro de fuego insinuaba su resplandor rojizo
cuando cinco noches después se adivinaban los lindes de Ruña. Entretanto ya
había descubierto que su decisión de teñirse el cabello y disimular su
identidad de Irial era acertada. Tras incidentes en posadas, al menos había
disfrutado de la libertad de ser ignorada. Cosa que indignaba infantilmente a
Poulei, quien prefería alguna casona de lujo. Sí, había nacido humilde. Sin
embargo, se había acostumbrado a ser un oficial bien remunerado del ejército.
Durante el viaje ninguno habló mucho. Buena parte del
tiempo se limitaban a un lenguaje que había desarrollado la mutua compañía de
ruidos vocales y gestos. La confianza da asco.
Si Poulei tenía aspecto de cansado no lo mostraba más
que por dos ojeras a las que Laie ya se había acostumbrado en sus múltiples y
conjuntas misiones. Por lo que había comprobado, operaba bastante bien en
operaciones delicadas. Esta le venía como anillo al dedo. Tan sólo hacía falta
explicarle lo que se estimaba como necesario que conociera. Laie lo puso,
cavilando agudamente, en situación durante el trayecto.
Tras una apacible tarde soleada aunque con brisa
fresca, aparecieron en el pueblo, tal y como habían planificado. Poulei
exclamaba ante los cambios del pueblo. En cambio, Laie, callaba ante los pocos
que veía. Poulei tenía razón en cuanto los festejos proferían una luz
multicolor y decoración a las casas que pocas veces habían tenido. Sin embargo,
Laie notó la ausencia de la guerra. No era un ducado beligerante, de ello se
había encargado la duquesa Talma. Por ello notó la ausencia de ruinas o
edificios desmerecidos por la batalla que había presenciado los últimos años.
Sacudió la cabeza ante tales pensamientos y callando,
mientras su mejor amigo disfrutaba de verdad la vuelta al hogar. Ella sólo
tenía en mente la reunión junto a la capitana, el comandante y el inspector. El
objetivo estaba claro.
Los esperaba con los ojos bien abiertos. Tampoco
quería que dieran todo por sentado. Pudo, por suerte, evitar varios contactos
por protocolo más que por deber. Tras la muerte temprana del rey la operación
era secreta. No esperaba de ellos grandes avances pero esperaba ayudarles en lo
que estuviera en su mano.
Ruña era un pueblo costero de casas de piedra y
pintorescas. Bajas pero anchas. Parcas de fachada pero esbeltas en sus tejados.
Calles empinadas entre baldosas de granito. Aquel día la algarabía y la fiesta
reinaba en todas sus esquinas. Puestos ambulantes, mimos, cantantes y resto de
músicos callejeros, comerciantes artesanales. Hasta que llegaron al centro.
Allí la plaza principal de Ruña estaba llena a rebosar y apenas podían andar
mientras Poulei abría mucho los ojos ante lo que veía y Laie se ocultaba en su
capa preocupada, más bien, de llegar a la posada en donde había quedado.
No pudo evitar alzar la cabeza y media hora después de
los fuegos artificiales, ver a la duquesa Talma anunciar con un discurso que
apenas pudo escuchar entre los gritos de los asistentes y la lejanía al
estrado. No obstante, sabía de sobra de lo que estaba hablando. El Laberinto de
Poder.
Antaño, el laberinto se utilizaba como ocio y como
forma de liberar a los esclavos. Quien llegara al centro lograba romper sus
cadenas como esclavo y ser libre. Con el tiempo, era tan sólo divertimiento y
competición entre los más fuertes. Este año habría otro de los que se habían
prohibido hacía más de una década. Los únicos que ella recordaba y había
conocido. Los que quieran presentarse tan sólo han de depositar su nombre en el
ayuntamiento y, por sus logros en los siguientes meses, serían escogidos.
La gente aullaba eufórica ante tal espectáculo tras
una guerra. Si ellos supieran lo que realmente significaba una guerra, no
querrían algo así para celebrarla. Al menos eso pensaba Laie. Negó con la
cabeza mientras se abría paso entre la muchedumbre y no pudo evitar ver el
signo de la espiral. El signo del Laberinto de Poder.
La espiral representaba los viajes que debemos
emprender para conocernos y amarnos de verdad. De estos viajes interminables
regresamos con más poder y sabiduría. Laie no pudo evitar resoplar. Ella sí era
de los que había emprendido un viaje que la habían cambiado por completo. No
sólo por dentro, sino ante los ojos de un país.
Decidió parar la marcha hasta que acabasen los
espectáculos. Así era imposible moverse sin llamar la atención entre gentes con
todo tipo de ropajes menos lujosos hacia el lugar donde la esperaban la
capitana, el comandante y el inspector. La sibila del pueblo se alzó junto a la
duquesa Talma. La duquesa lucía una sonrisa brillante mientras que la sibila se
mantenía firme y a pesar de ser tan menuda y mayor.
—Alguien se alzará en este último laberinto sin que
nadie se lo espere dando fin a esta tradición –anunció con voz áspera y
desentrenada.
Si bien entre el público se escuchaban murmullos,
quejas, rumores y demás; no se escucharon por encima del himno de Ruña que se
empezó a entonar tras las palabras de la Sibila, predictora del futuro del
pueblo. La sacaron unos guardias del estrado y la duquesa Talma se lucía ante
le himno. Laie permaneció un momento cavilando. Nunca había hecho caso de
premoniciones ni trucos de falsas brujas y, sin embargo, de tantas veces que
había escuchado a la sibila, nunca le había parecido tan sincera. Decidió
despejar su mente de pensamientos innecesarios y fijarse en su objetivo. Mas
cuando Poulei tiró de ella para guiarla a la taberna donde tendría lugar el
encuentro no pudo evitar que el himno de Ruña se le embriagase como un lamento.
La melodía del himno de Ruña. Le recordaba a su infancia. Dudaba si era la
primera canción que había memorizado en su vida.
Entonces, comenzó a sonar la gesta de Irial por parte
de un juglar. Laie resopló y quiso escapar corriendo. La gente empezó a
aclamarla, como la guerrera en la que se había convertido. ¿Qué sabrían ellos?
Los estaba rozando, empujando, apartando. Y, sin embargo, no reparaban en ella,
sino en la imagen del estrado.
Como guerrera, siempre había sentido cerca la muerte.
La había visto, olido, rozado. Esperaba que el símbolo que se había convertido
en tantos corazones no se extinguiera aunque se sintiese un fraude por no poder
corresponder a tanto amor y admiración que, en el fondo, había aprendido
durante toda su vida a no sentir. ¿Desaparecería su nombre? ¿Seguiría en la
historia? No eran cuestiones relevantes para ella pero sí le ofrecían un toque
de curiosidad morbosa.
—Hablan de Irial y su historia en el reino –comentó
Poulei, sardónico mientras llegaban a la taberna y ante la aparente sordera de
Laie. —Irial, tú.
—No es solo eso. Es Irial, la desinformación y la
manipulación contra el miedo –zanjó Laie.
Poulei rio y se encogió de hombros.
La bodega no era demasiado aparatosa ni demasiado
decorada. Más bien se trataba de un antro amplio donde los tonos predominantes
eran los pardos de la madera de la barra, sillas, mesas y taburetes con el tono
beige con manchas de grasa de las paredes. Allí ya se encontraban la capitana
Ganesa, el comandante Sult y el inspector, a quien Laie aún no conocía. Era un
hombre que parecía ir vestido de incógnito, con una larga capa gris y una barba
y bigote espesos que tapaban casi todo su rostro. Lo destacable eran sus profundos
ojos azules que intentaba disimular con unas lentes cuadradas. Calzaba botas de
policía y su cabello parecía no haber pasado por un buen lavado en días.
Miraban con expresión de desaprobación a su redor, a la par que parecía que
estaban estudiando el ambiente con su disciplina militar. No parecían tener
ganas de charlar. Sólo había en toda la bodega un par de borrachos solitarios y
grupos de gente mal arreglada que se disponía a celebrar los festejos del
pueblo.
Poulei quedó dándoles la espalda y vigilando al grupo
sin entrometerse en la conversación. Tan sólo pendiente de que nadie inesperado
o indeseable los interrumpiera. Acató tal orden de Laie/Irial sin rechistar.
Laie se presentó ante ellos bajándose la capucha y mostrando su antigua melena,
no la de la guerrera Irial. Los demás asintieron sin saludar y el comandante se
dispuso a hablar:
—Bien lo que está sucediendo es lo siguiente: antiguas
bandas que se dedicaban a traficar con alcohol y otros tipos de drogas mudaron
su comercio en cuanto estalló la guerra para traficar con otros conceptos, esta
vez con suministros vitales… comida, productos de higiene, etc –Laie asintió
para corroborar que lo estaba siguiendo—. Sin embargo, en cuanto se distinguió
un bando vencedor, optaron por un nuevo tipo de negocio, además de los
anteriores: documentación falsa para supervivientes del bando enemigo. Al
principio eran nuevas identidades y documentos para cualquiera…
Ganesa, con su resolución habitual se impacientó por
interrumpir:
—Este tipo de mercado lo llevaban solo dos bandas.
Pero las dos querían el monopolio de esta actividad tan peligrosa pero que
tanto dinero les da. En el crimen de la frontera fue asesinado el cabecilla de
una y ahora las dos están en guerra entre ellas. No descartamos más asesinatos,
de hecho, el inspector sospecha de algunos crímenes que acontecieron esta
semana.
Laie optó por esperar a conocer el punto de vista del
inspector.
—Sí, tres asesinatos en extrañas circunstancias en la
calle de sujetos que no pertenecían a Ruña sin poder ser resueltos. Se
ocultaron muchos indicios. Sospecho de infiltrados en la policía —. Lo contó
con una sonrisa tristona. Era una negligencia, pero la intuición de Laie le
decía que estaba dispuesto a enmendar su error poniendo todo su empeño en ello
y sería una gran baza ya que era nacido en Ruña y podría filtrarse sin
sospechas en más lugares que el resto de la comitiva.
—¿Por qué Ruña? –Preguntó Laie dándose cuenta de una
persona a la que se estaban refiriendo sus interlocutores.
—Es un ducado bastante desapercibido en el país y
tiene puerto.
—Entiendo.
Los enemigos con nueva identidad intentarían marcharse
en barco, un medio que los mantendría más ocultos y seguros para marcharse sin
tener que atravesar el continente gobernado por el bando vencedor.
—Eso no es todo –prosiguió el comandante—. Tememos que
una de las bandas tenga acceso a nuevas identidades para peces más gordos del
bando enemigo que hayan conseguido escapar.
Laie rio secamente.
—Varister.
—Podría ser –confirmó la capitana Ganesa.
Laie fijó sus grandes ojos en Ganesa. Era la única a
la que conocía del grupo. Había sido su profesora. Laie conocía su historia.
Fue una joven brillante. Excelente estudiante y deportista. Se enamoró de un
individuo que resultó acabar en el otro bando. Lo asesinó y estuvo años sin querer
saber nada de amor. Volvió a enamorarse pero decidió que era un romance sin
futuro. Dejó un hijo. Lo dio en adopción sin decírselo al padre que falleció en
la guerra entre el bando contrario. Se dedicó a la clausura y dar clases de
medicina a sus alumnas repudiadas de algún modo. Ganesa se había sentido
siempre indentificada con Laie. También había salido de una familia que no
comprendía su talento. Le dio permisos a Laie para que entrenase para ser la medico-guerrera
en la que debía convertirse. Había visto antes que nadie su potencial y puso
sus expectativas frustradas de vida en ella, como si de ella misma se tratase.
Laie le debía todo.
—Entiendo porque me han llamado aquí —. Añadió
mientras se mecía en sus elucubraciones y la objetividad—. Ruña es mi pueblo de
nacimiento, tengo experiencia con los más altos cargos del bando enemigo y…
—Uno de los jefes de las bandas sospechosos es su
padrastro –añadió el comandante Sult.
Laie asintió sin mostrar atisbo de emoción.
—Supongo que se pretende que vuelva a mi antigua casa
a investigar como infiltrada. Bien. Así sea. No diré mi verdadera identidad.
Durante la investigación volveré a ser tan sólo Laie.
—Podrías intentar adivinar detalles sobre sus
trabajadores de la banda para poder infiltrarme yo donde tú no puedas –añadió
Ganesa.
Laie asintió con ademán contemplativo para poder darle
el visto bueno a Ganesa.
—Eso será más adelante. De momento, capitana y
comandante, id uno al censo del pueblo y otro al registro del puerto para
comprobar todas las identidades a ver si damos pescado a alguno ya encubierto.
Inspector, continúe su labor, pero esté atento y apunte todos los indicios de
algo sospechoso sobre los crímenes habidos y por haber y sobre los posibles infiltrados.
Nos reuniremos en esta taberna cada día de fiesta de la semana para no levantar
sospechas. Nos haremos pasar tan sólo por extraños amigos.
Todos estuvieron de acuerdo. No obstante, el
comandante Sult replicó más tranquilo:
—¿Se puede saber por qué este lugar en medio de toda
la muchedumbre del pueblo en fiesta?
Laie rio.
—En este pueblo cuanto más oídos haya, menos te oirán.
Para no levantar sospechas en la investigación—. Mientras veía sus secas
cabezadas de asentimiento, añadió: —Perseguimos peces muy gordos.
Y ahí estaba el documento del crimen oficial. El
inspector se lo otorgó antes de marchar. Además de lo que le habían explicado
resumidamente de manera hablada se veían imágenes de víctimas ensangrentadas.
Parecía que se habían ensañado con ellas.
La sangre era a algo a lo que se había acostumbrado.
Una gota, un hilillo, un reguero. La cantidad de sangre que se escapase de un
cuerpo era la diferencia entre leve herido, grave herido o muerto. En las
batallas el color de la sangre era un escarlata que adornaba la estampa. Era
inevitable.
Poulei lo miró con impresión interrogante cuando se
marchaban. La multitud en la plaza también se estaba despejando. Laie siempre
supo ocultar sus intenciones y pensamientos. Su cara de póker era conocida. Fue
espía para el rey escalando como buena guerrera a la para que nadie conocía sus
intenciones. El rey fue listo cuando la descubrió cuando en una ocasión tuvo
que huir. Se hizo amiga de enemigos e, incluso, del principal líder del bando
contrario. Así fue que lo mató. Las historias hablaban de heridas de guerra en
contra de la verdad, él último aliento del enemigo fue gracias a la traición de
una soldado doble. Con estreza, inteligencia y su famosa cara de póker. Siempre
quiso ver el lado bueno de las personas. Y Poulei era una de ellas. Era su mejor amigo
que nunca la había traicionado y se merecía la verdad.
—De momento es cuanto tenemos pero averigua todo lo
que puedas sobre gente que haya luchado en la guerra.
—Y tú te encargarás de investigar a tu padre –terció
Poulei tras la explicación.
—No es mi padre. Es mi padrastro.
— Tienes demasiados padres –intentó bromear Poulei.
Ante el semblante serio de Laie,a ñadió—. Él siempre te subestimará. Eres la
mejor para conseguirlo. Si llega a saber quién eres realmente sospechará…
—¿Y quién soy realmente?
Laie arqueó las cejas. Ante una pregunta que
aparentemente era simple, se escondía un dilema vital para ella.
—Para mí y todo el país siempre serás Irial. La que ha
acabado la guerra y salvado millones de vidas.
—No es sino la sombra de una ilusión en lo que creéis.
Laie le dio la espalda y marchó con paso rápido frente
a su amigo entre una callejuela que ambos conocían. En aquel pueblo nunca había
sido nada. Todo había cambiado al llegar como No Válida al hospital del ducado
de Merk. Era una buena aprendiz. Consiguió ser doctora antes de lo previsto.
Dura, de ceño fruncido, callada, seria y arisca. Muchos parecidos con su padre.
Un día se subió a lo alto del hospital, no sabía si quería morir o no. Un señor
le habló. Ella le dijo que quería aprender a defenderse, no sólo como médica,
sino también como guerrera. Él se lo prometió. En poco tiempo, un par de años,
se hizo una gran guerrera. Había un tratamiento controvertido, ella se lo
ofreció a cambio de partir con él. Lo curó, él fue su padrino en la lucha y la
llevó consigo. La parte mala había ocurrido después. Nunca había hablado con
nadie de ello y aquel día no sería una excepción.
—Siempre he creído que tenía que arreglar el mundo. Al
menos, en este pueblo durante semanas, me lavo las manos de lo que ocurra. No
seré responsable –dijo, brusca, mientras las pisadas fuertes de ambos oficiales
resonaban en el suelo pedregoso de la callejuela.
—Tú no eres una mala persona. Tus actos te han llevado
por la senda de tus circunstancias –respondió, sin intimidarse, su amigo.
—¿Y tú?
Poulei calló. Para él la situación era distinta. Él no
tenía que ocultar su identidad y sería recibido como un héroe. Laie soltó una
carcajada áspera y le dio un leve golpe en el hombro como seña de complicidad.
—Desde luego más difícil de explicar que tú. Te
mereces ser el héroe durante unos días.
—La gloria es tuya.
—En este lugar es difícil.
—Sin la guerra no hubiera existido la historia. Una
historia que ya no se podía rectificar.
Entre compañeros que no se hartaban de compartir
bromas groseras las conversaciones serias se volvían incómodas. Laie se
despidió al llegar cerca de la que había sido su casa hacía diez años con
nuevos propósitos. Poulei parecía nervioso ante acudir a la suya. Llegaron en
la encrucijada a un lugar extraño para ambos que lucía como un desagüe. Laie se
había acostumbrado antes de la guerra, en el instituto como No Apta, de
medicina, a los peores olores del ser humano. Aquello ya tenía otra estética,
otra dimensión. Lejos del hogar que Laie recordaba. Parecía que su acompañante
pensaba igual ya que no mediaron palabra mientras miraban con ojos muy abiertos
en su redor. No quería preocuparlo y quería tumbarse en una cama decente e
investigar aquello en otro momento. No comentó nada. En cambio, disimuló su
asco con una risa nerviosa.
Partió sola hacia la mansión de sus padrastros. La
aclamada victoria de la guerra se desmoronaría en cuanto se conociesen los
últimos acontecimientos. Más aún y se descubría el crimen que daba luz a la
vuelta de algunos rebeldes. Caso que trataba Laie. Deseaba confiar en la reina
Astigia en que… no obstante, sospechaba de ella. Era inevitable para el sentido
común. Debería enderezarse lo que se hubiera torcido. Laie temía un caos
social.
Parecía un desafío prueba de sus probabilidades. No
las de Laie. Eso quería pensar ella. Si había un lema en su vida es que nada
era imposible y, otro, que nada era nunca suficiente. Algo que no le apetecía
demasiado, sabiendo que solo disponía de días de libertad mientras durase la
investigación en su pueblo. Y, sabiendo que podría estar Varister de por medio,
esos días de extraña libertad podrían acabar en la muerte.
Nunca se libraría de la estampa de haber blandido una
espada que le había llevado a ganar la guerra. Aunque nunca había puesto las
cartas sobre la mesa. Nadie, excepto el rey sabía cómo lo había logrado
realmente. No obstante, no por ello Irial dejaba de ser respetada y conocida
heroína patriota.
Le resultaba reconfortante verse entre la muchedumbre
como una más. Como Laie. No como Irial. Sobre todo, en aquellas noches donde el
pueblo cobraba vida cuando solían dormir al atardecer, por costumbre. Estaba
escuchándola como cuando la hipnotizaban los mejores cánticos de los
espectáculos de la capital. Desde luego, la condesa sabía hablar y cómo captar
a su público. Sin embargo, sabía marcar distancia. Como si algo fuera ella sola
y otra la muchedumbre. En el mismo centro de la ciudad, en las inmediaciones de
unos jardines se encontraba la tan temida casa de su infancia y parte de
adolescencia.
La mansión por fuera se presentaba con el mismo
aspecto de siempre. Una amplia estructura de piedra grisácea con un ancho patio
de adoquines en cuyo centro reinaba un árbol podrido y sin hojas. Caminó con
paso decidido y timbró. Unas pisadas taconearon hasta la entrada.
Al cruzar el umbral se accedía a un amplio recibidor
que ahora estaba ostentado con decoración que se le antojaba un derroche:
armaduras, esculturas, cuadros que con ojo avizor se adivinaban caros… Frente a
ella, su madrastra. Los años habían hecho mella en ella. Más arrugas y un
cabello ahora caoba que adivinó, taparían sus nuevas canas. Gritó. Laie quiso
sonreírle hasta que su padrastro irrumpió a trompicones. Él parecía conservar
mejor la edad. Era el mismo, exceptuando hebras de plata en su denso cabello.
Vestía una bata verde botella y estaba con los ojos como platos mientras que su
madrastra empezó a sollozar.
—¡Ni una sola carta en todo este tiempo! ¡Te dábamos
por muerta! –bramó su padrastro.
—Los hospitales no son como el frente. Aún hay moral
para tenerlos considerablemente bien protegidos –respondió ella. Tenía el pulso
acelerado pero se mostraba tranquila.
—Pues con más motivo –añadió él, un tanto aturdido a
la ausencia de la antigua sumisión de la muchacha.
—Mi destino no está con vosotros.
—Romian ha muerto –anunció su madrastra entre
lágrimas.
Laie bajó la mirada ante el semblante duro de su
padrastro y la congoja de su madrastra. En ese mundo se había acostumbrado a
ver cadáveres y sangre. No a ver a su padrastro envuelto en turbios negocios a
los que no se quería abrir a nadie. Ni siquiera a sus hijas, ni a su hijo menor
fallecido en batalla. El sistema estaba tiritando.
Dibujó una sonrisa apagada con un abrazo flojo para
intentar consolarla.
—¿Qué tal está Gía? Lamento mucho la muerte de mi
hermano pequeño. No sabéis cuanto.
Su padrastro la miró entonces con una expresión de
perplejidad, como si no estuviera convencido de su explicación.
—Tu hermanastra está perfectamente. A punto de forjar
un matrimonio perfecto con un noble de Ruña.
—Me alegro mucho –contestó Laie.
—Vamos chica, te haré un té – la instó su madrastra.
Los tres acudieron a la cocina donde tantas cosas
habían ocurrido desde que la habían adoptado. Sus hermanastros jugando mientras
ella estudiaba y luego la culpaban a ella, conversaciones familiares, prácticas
de cocina entre niños y mayores… Sin embargo, Laie no podía dejarse llevar por
lazos sentimentales. Su padrastro era el principal sospechoso de una
investigación de guerra de nivel nacional. Estaba allí por eso y no porque
guardase, precisamente, buenos recuerdos familiares ni nostalgia.
Su padrastro le sostuvo la mirada. Como buen nuevo
jefe era un animal que sabía oler el miedo. Por lo tanto, había que mostrar
respeto, pero nada de amilanamiento. El interrogatorio inicial desembocaría en
un rapapolvo. Ella lo miró con determinación.
—Querida, me duele la espalda. ¿Podrás prepararme tu
mágico brebaje?
—¿No ves que tiene sueño? Mamá, no prepares ningún té.
Me iré a cama ya.
—¿Unos años en medicina y ya te atreves a conducir mi
vida? ¿La de tu padastro? –vociferó.
—Tan sólo he visto a mamá bostezar. Si no es mucha
ciencia, teniendo en cuenta las horas que son, significa que quiere dormir.
—Ay, hija. Te doy la razón –murmuró con cansancio su
madrastra.
—Más os vale. Ha vuelto mi hija de a saber dónde con
aires de grandeza y ahora tengo que tratar con ella.
—Mañana será el día.
Su madrastra la miró con ternura y abandonó con manos
temblorosas la cubertería de porcelana que estaba preparando. Su padre volvió a
torcer el semblante.
—Mañana tengo una reunión de negocios.
—¿De las secretas? –susurró su madrastra, pero Laie la
entendió demasiado bien, con oído agudo, por sus años de experiencia en
combate.
Su padrastro asintió.
—Estoy muy cansada por el viaje. Estaré en casa pero
intentaré no molestar –terció Laie fingiendo un bostezo mientras se levantaba.
Estaría atenta por si aquella reunión secreta le hacía avanzar en su
investigación—. ¿A qué cuarto puedo ir para dormir?
2 DE VUELTA EN CASA
Al
despertar, la mañana siguiente, sintió que sufría algún tipo de deja vú. Su
familia adoptiva no se había molestado en cambiar en nada su antiguo cuarto.
Parecía que ni siquiera en limpiarla. Se encontraba de nuevo en la pequeña cama
de colcha azul con dibujos de flores blancas y el resto de su cuarto escaso en
decoración sin destacar nada más que un armario suficientemente grande para una
muchacha, un escritorio caoba y un espejo al lado de una ventana.
Laie
se desperezó y se asomó a la ventana que daba al patio trasero de la mansión. Aquel
día en particular, había amanecido despejado. Un buen augurio, la calma ante la
tempestad… quién lo sabía. No era mucho, pero era favorable. Su padre se ponía
de mal humor con el mal tiempo. Esperaba que su reencuentro no desembocara en
el desastre. Habían pasado diez años sin verse. Quizá debía mantener la boca
cerrada. Sería mejor con el Sr. Arsio. De noche se habían visto muy poco y sus
ojos semejaban hostiles. Pero podía ser que los años lo hubiesen ablandado y,
tras la sorpresa inicial, se mostrase más cálido.
Ella
nunca había tenido cuarto de baño privado, al contrario que sus hermanastros y
padrastros. Decidió que seguía siendo lo suficientemente sigilosa como para
acceder al cuarto de baño común sin tener que molestar a nadie. Al fin y al
cabo, su familia nunca la había tenido en gran estima. Desde que la catalogaron
como No Válida y empezó a tener un carácter más arisco y taciturno debido a la
pubertad se convirtió en oveja negra. No como los queridísimos hijos de su
padrastro Arsío. Sus mellizos hijos biológicos dos años más pequeños que Laie habían
llegado como un milagro cuando ya estaban en trámites de adopción.
Laie
sintió la pérdida de Gío, el favorito de su padre. Supuso que al final la
vanidad lo había matado. Como Irial, no recordaba su nombre entre los que
habían luchado a su lado. Aún recordaba al joven Gío que destacó rápido entre
los militares de Ruña y era vanidoso, pasándose noches sacando brillo a sus
condecoraciones. Cómo se le hinchaba el pecho de orgullo a su padre. Laie
sentía curiosidad por saber en qué batalla había caído. Pero conociendo a su
familia, sabía que no era momento de tocar ese tema tan delicado.
Tras
arreglarse en el cuarto de baño, bajó a la cocina. Un aroma a tostadas con
mantequilla invadía la estancia. Sentadas en una mesa redonda con un mantel
amarillo pastel, estaban su madrastra y su hermanastra, Gía. Laie pensó que la
edad no le había favorecido del todo. Sin embargo, parecía que ella se esmeraba
en contradecirla. Tenía el cabello rubio bien colocado en un peinado elaborado
y lucía un vaporoso vestido dorado que lucía con facilidad. De hecho, a Laie le
habían dispuesto un vestido del estilo en frente a su cama. Solo que era más
feo y viejo. No le había quedado otra que ponérselo. No iba a pasarse la vida
en Ruña con una más que sospechosa capa oscura.
Tras
años de infancia intentando hacer la tarea lo mejor posible, lo cual no le
resultaba difícil, sonrió a su familia y se sentó en uno de los dos asientos
vacíos.
--Deberías
haberme avisado que irías al cuarto de baño común. No abunda el agua caliente
–graznó Orie, su madrastra.
--Tenía
a mi familia como más hospitalaria –replicó ella sin darle importancia.
--Así
es con los invitados y tú no eres ninguna invitada. Deberías saber mejor las
reglas de esta casa. Se pide permiso para utilizar agua caliente y te lleno un
cubo.
Su
madrastra frunció los labios mientras sorbía un té tras pronunciar las
palabras. Gía soltó una risita divertida.
--Llevaba
diez años fuera. Culpa a mi mala memoria --. Laie sabía, objetiva, que si se
intentaba desmerecer un poco, aunque se tratase de una broma, calmaría a
Orie--. Aún no me habéis preguntado por mis planes futuros.
--¿Adónde
vas a ir? –inquirió, escéptica, Gía.
--Tiene
razón, el país está destruido menos las ciudades principales. Tu casa es esta
–terció su madrastra mientras Laie aguantaba las ganas de reír por su cambio de
tono.
En
aquel momento irrumpió en la cocina su padrastro. Gía y Orie se enderezaron.
--Y
solo se te ocurre decir, “hola papá”, “hola hermana”, como si estos diez años
no hubieran pasado –gruñó él.
Miró
fijamente a Laie, taladrándola con la mirada mientras se servía un vaso de
leche.
--Te
ves fatal, hermanita –rió cantarina su hermanastra Gía.
Laie
también rio, lo cual desconcertó al resto. Era cierto, la guerra había hecho
mella en ella. Aunque ellos no sabían cuánto.
--Pero
me siento bien –contestó encogiéndose de hombros.
--Y
has acabado aquí, de nuevo tras la guerra.
Laie
resopló.
--Tan sólo quería unas tostadas para desayunar
gratis. ¿No es mi casa?
--Y
ni pides permiso –murmuró su madrastra.
--Creía
que mi familia solía ser más hospitalaria.
--¿Es
tu forma de darme las gracias? –gruñó él--. Desde luego, tu antiguo final, fue mejor
que tu nuevo principio.
--Antes
eras más elocuente –le rebatió, con risa ahogada, Laie.
Quiso
pensar que ya se veía venir que la recibida no sería buena. Sobre todo con Gío
muerto recientemente. Tan sólo debía aguantar allí lo que durase la investigación.
Aprovechó la pausa para examinar mejor a su padrastro, pero no vio nada
sospechoso en su traje diario habitual que utilizaba para hacer negocios en el
pueblo.
--Sé
cauta. Para de decirme lo que tengo que hacer con mi maldita vida. Yo quiero ser
lo bueno o lo malo que se me antoje. Pero vivimos en un mundo de libertad. Y no
la libertad que todos querrían.
Vaya,
parecía que el viejo había aprendido a filosofar durante la guerra. Y esas
palabras decidió apuntarlas mentalmente. Dejaban entrever que los nuevos
negocios que desenvolvía no habían sido escogidos porque sí ni por las buenas.
--Disculpas.
Vivimos en un nuevo país. En este país somos libres y haremos lo que queramos.
Siempre y cuando respetemos al resto --Se empecinó Laie.
Dejó
a su familia muda y se sirvió otra rebanada de pan con mantequilla.
--Hermana
aprovecha ahora que estás en los huesos. Si no dentro de poco ya no entrarás en
mis vestidos viejos –rio Gía.
Laie
se dio cuenta de que quería provocarla. Siempre lo había hecho, en eso seguía
siendo igual de infantil.
--Lo
cierto es que ya me quedan muchos más holgados y apenas he adelgazado. Supongo
que tienes razón –rezongó Laie cogiendo dos tostadas y mirando,
intencionadamente, la barriga de su hermanastra.
--¿Insinúas
que he engordado? –murmuró ella, de pronto tocándose el vientre con ojos muy
abiertos.
Gía
pretendía ser una dama perfecta. Laie negó con la cabeza, haciéndose la
inocente. Pero, aunque el resto del desayuno prosiguió en silencio, Gía
abandonó las tostadas.
Aún
siguió ajustándose el vestido cuando estaban de camino al carruaje. Le gustaría
pensar que así aprendería la lección. Cuando sus padres adoptaron a Laie fue
porque querían una muñequita, una joven dama que era a lo que aspiraba Gía. No
salió tal y como ellos querían. Laie sospechó, más adelante, que también se
debía a que su padre eludía cierto impuesto en aquellos años por dar cobijo a
una niña sin recursos. Meneó la cabeza en señal de negación, divertida.
El
aire era cálido para ser otoño. Laie apretaba la boca ante lo que le tocaba
realizar esa mañana. Debido a los festejos previos a la celebración del
Laberinto de Poder, las damas de las mejores familias de Ruña se reunirían a
escuchar a la segunda al mando de la duquesa. Escucharían gestas de juglares y
de lo grande que era su gobierno mientras serían observadas para desposarse.
--¿Qué
haréis vosotros? –Preguntó Laie, aparentando indiferencia ya dentro del
carruaje con toda su familia adoptiva.
--Asuntos
de guerra –se limitó a responder su padrastro.
Aquello
no le decía nada. Tan sólo que estaba mintiendo. Decidió indagar
disimuladamente.
--La
guerra ya ha acabado.
--Tú
no sabes nada de la guerra.
Laie
inspiró una gran bocanada de aire.
--¿Qué
no sé nada de la guerra? Todos tienen miedo aunque lo nieguen. He tratado a
soldados que suplicaban por su vida, por sus miembros… hombres enormes
llorando.
--Calla.
-¿He
tocado tu vena sensible?
--Sigo
pensando que no tienes ni idea de lo que hablas.
Una
mueca sarcástica se apoderó de su rostro.
--Ni
yo del cuento que te has creído.
Se
levantó y se encaminó hacia la ventana del carruaje para descorrer las
cortinas.
--Silencio
durante el trayecto –dijo su madrastra, autoritaria--. Gía ha de estar perfecta
y de buen humor para que algún chico decente se fije en ella.
--Claro
algún matrimonio fructífero –terció Laie lo más educadamente posible.
Su
madrastra la fulminó con la mirada y decidió callar para mirar por la ventana,
distraída. Cada uno debería sopesar sus decisiones como correspondía. No estaba
en posición de ver el gesto de Gía pero pudo observar de reojo como esgrimía
una mueca de autosatisfacción.
Durante
el viaje pensó que debería medir bien sus palabras y actos en el acto al que
acudirían. Sería en el centro de Ruña, donde las mujeres ricas tomaban té bien
vestidas, chismorreando y atendiendo a charlas mientras su padrastro realizaría
tráficos menores como proveer de comidas y bebidas.
A
Laie no le fue necesario divisar toda la ciudad desde el carruaje. Se la
conocía de memoria. Desde graneros a glorietas, almacenes y bulevares, tabernas
y bodegas… Al menos la parte que tenía grabada en mente era la que comunicaba
su antiguo/nuevo hogar con el castillo de la duquesa.
Al
fin, el carruaje frenó y una concubina acudió a recibirlos. El hombre que la
precedía se puso a repartir órdenes a diestro y siniestro. Y dominándolo todo
sobre una colina en el centro de Ruña estaba el palacio de la duquesa. Cuatro
torres altas y achatadas rodeando un edificio abovedado. Su padrastro aún
parecía crispado ante las contradicciones de Laie. Eso el hizo suponer a la
muchacha que acostumbraba a tener siempre el control y ser siempre el líder, no
a que le llevasen la contraria. Su esposa lo acompañó, dato que Laie apuntó
mentalmente. Se podía deber a algún acto formal de negocios donde acudieran
solamente a amenizarse, nada serio. Mientras tanto, Gía y ella se encaminaron a
una terraza cercana al palacio de la condesa donde había una fila donde una
treintena de jóvenes bien ataviadas y bien peinadas hacían cola.
Una
buena dama tenía que tener arranque para que no la comieran viva. Por lo menos,
Laie recordaba eso de la corte de la reina. Aunque nunca había sido
precisamente “una dama”. Aquella terraza llena de aquellas señoritas y señoras
le parecía un recinto lleno de víboras. Así, Laie se incorporó a la senda de
las mujeres que iban todas emperifolladas en vestidos vaporosos que se le
antojaban más pesados que las armaduras con sus grandes sombreros a juego y
peinados elaborados en no menos de una hora. Su hermana parecía acongojada.
Las hojas a sus pies crujían anunciando el
primerizo otoño. Gía no estuvo tranquila hasta que ocuparon una mesa para tres
en la segunda fila del estrado. Alzó los oídos al oír una voz que reconoció sin
ubicar. La tercera en discordia no tardó en aparecer. Laie la recordaba cuando
era apenas una muchacha de once de años con la cara llena de granos. La edad la
había tratado bien. Tenía una tez pálida e impecable con rizos castaños bien
elaborados y unos enormes ojos azules que semejaban curiosos. Miransa. Ella y
Gía se saludaron muy efusivas en un gran abrazo y besos en la mejilla. Se
mostraban muy cariñosas y Miransa relucía reparo.
--¿Acabará
lloviendo? No quisiera estropear este vestido –dijo amigablemente cuando todas
las damas de la sala de la terraza estuvieron sentadas.
Laie
negó pensando que aquel sol y escasas nubes pálidas presagiaban todo lo
contrario a que se fraguara una tormenta.
--El
otoño se presenta amigable a nuestras galas –respondió muy risueña su
hermanastra.
Miransa
sonrió. Laie observó el terreno. En la terraza había un edificio de piedra
clara. De dos plantas con un bajo elevado comunicando la terraza con una
escalinata blanca. Observó a las jóvenes. Eran tan distintas a ella. El cansancio
le cayó encima de repente mientras cavilaban en que no había ni una a la que
pudiera considerar amiga. Dudaba que ni lo pudieran hacer entre ellas. Retorcía
su mirada ante los atuendos lejanos a los que había acostumbrado en los últimos
diez años. Se ponía las prendas que debían ser su atuendo cotidiano como Laie
en Ruña. Al menos, mientras siguiera con la tapadera de buena hija del
principal sospechoso de su caso.
Mientras
esperaban todas ya sentadas, a Laie el ruido de conversaciones banales le
taladraba la cabeza al no querer entrar en ellas. Hasta que sonó el himno del
continente. En cambio, hay un ruido que complace, el que suena bien. Entonces
ya no se le llamaba ruido pero para Laie cualquier sonido que le recordase a su
zona de confort era ruido agradable. Sintió cómo sería llevar una vida más
cómoda, como el resto de gente de Ruña. Tarde o temprano marcharía de nuevo. Su
tapadera desaparecería y todos se enterarían que la mediocre Laie era realmente
la famosa guerrera que había salvado al país: Irial.
--¿Sabe
acaso alguien de qué va a tratar la charla? –preguntó en voz baja Gía mientras
sonaba el himno y los estandartes se izaban.
--Debe
tratarse el tema de la muerte del rey –dijo en el mismo tono de voz Miransa.
Nada
para despertarlas como el discurso de una reina. A partir de ese momento ya no
era difícil atraer su atención. Laie se sintió como un monstruo. Aquellas
muchachas eran inocentes. Quizás demasiado ingenuas y petulantes en su
ignorancia. Pero no habían acabado con miles de vidas como ella misma siendo
Irial. Laie había matado, torturado, traicionado, luchado. Mientras ella
blandía las más terribles armas ellas tan sólo blandían una aguja para la costura.
--Oh,
es demasiado controvertido –rió Gía--. Por cierto, he oído que el caballero
Tamen te ha propuesto matrimonio.
Miransa
asintió con un rubor en las mejillas.
--¿Y
aceptaste?
--Lo
siento. La idea de que me separasen de mi querido novio Rubien, ahora a punto
de llegar superviviente me hizo rechazarle.
--Me
enternece tu conciencia social –musitó Gía, quien no tenía idea de lo que
hablaba--. Estás invitada al té. Espero que Rubien y tú os encontréis pronto.
Aunque, si no volviese, nunca te faltarán pretendientes. ¿Por qué no juntamos a
Tamen con Laie? Francamente, a ella le hará falta mucha ayuda…
--Ha
sido todo un detalle de tu parte y, aunque te lo agradezco mucho no acepto
proposiciones –la cortó rápidamente y muy crispada, Laie.
--Sí,
es lo mejor…
Quiso
ayudarla Miransa mientras que su hermanastra le taladró con los ojos de su
padre.
--Hasta
que dejé de serlo –añadió.
--¿Cómo?
–Inquirió Laie arqueando las cejas.
--Nada
que te incumba por ahora. Quizá pueda echarte una mano.
Se
disponía a replicar a su irritante hermanastra cuando una mujer de mediana edad
y cabello oscuro entró en el escenario custodiada por cinco centinelas por cada
lado. Sonreía con elegancia y sus modales ganaron rápido la aprobación de las
damas. Las tres habían terminado los tés hacía rato. Permanecían como el resto
de las damas esperando el discurso. La terraza resonaba con la canción hasta
que la mujer se presentó como la segunda al mando de la duquesa de Ruña.
Se
llamaba Laima y comenzó presentando a la duquesa, con tal detalle que Laie no
dejó de escuchar. La familia de la condesa eran una dinastía de cinco hermanos,
todos hijos del famoso y bravo guerrero tío de la reina. El primogénito se
quedó con un ducado para sí mismo y toda su familia descendiente. En el ducado
de ella, primero tuvieron un duque, que murió por veneno y tras trifulcas entre
hermanos, la duquesa se impuso en Ruña. Tras acabar la “sangrienta guerra”
quiso festejarlo con un nuevo Laberinto de Poder donde se nombrarían nuevos
nobles por su coraje y destreza.
Bajo
el pesado vestido echó de menos el cuero curtido y las cotas de malla de la
batalla, Laie pensó que la historia de la duquesa escondía más detalles por
descubrir. Había aprendido por su experiencia que las muertes entre familiares
(sobre todo con veneno de por medio) eran bastante sospechosas. Justo
acordándose de la muerte del rey, Laima declaró silencio por el nombrado
difunto y anunciando que su mujer, la nueva reina velaría por el continente con
la fortaleza que siempre la había caracterizado hasta nombrar un nuevo heredero
digno del trono. Mientras tanto, sería Astigia la Regente.
La
conversación le distrajo cuando Laima comenzó a hablar en cómo las damas debían
animar a sus nobles maridos o parejas para reunir el coraje de atravesar el
Laberinto de Poder y ascender en escala social. Las que eran solteras,
participarían en un baile con los aspirantes solteros. Lo cual provocó risitas
tontas en muchas asistentes.
Cuando
pensó que no se podía aburrir más notó que todas las miradas de las damas
presentes se dirigían hacia ella. Dio un respingo al sentir una mano helada en
la espalda. Se dio la vuelta para ver cuál era el motivo de tanta atención y
vio a Poulei. Sintió alivio y se levantó como impulsada por un resorte. A Poulei
parecían haberlo tratado mejor que a ella de vuelta a Ruña ya que lucía un
elegante traje de metal que ostentaba sus condecoraciones. Le hizo, cohibido,
una seña a Laie y se marcharon.
--Después
de todo el hospital donde has estado no será tan desagradable como pensaba
–dijo Gía con voz aterciopelada, dirigiéndose a Laie pero mirando a Poulei.
Viniendo
de ella, era un cumplido. Laie comprendió el porqué de todas las miradas de las
damas que intercambiaban risitas y Poulei parecía aturdido. Rubio de ojos
azules y con cuerpo curtido por el combate, el joven podía parecer atractivo.
Laie nunca lo había visto con tales ojos pero podía entenderlo. Rio divertida y
lo arrastró a grandes zancadas de la terraza.
--Vamos
Poulei, antes de que te devoren las serpientes.
Emprendieron
una caminata por la ciudad antes de empezar a hablar.
--Gracias
por rescatarme.
--¿Qué
hacías ahí?
--Proteger
mi tapadera como Laie y aguantar a mi hermanastra.
--Soportas
eso porque quieres, Laie.
--Sólo
porque el principal sospechoso de esta investigación es mi padrastro –replicó
ella, empecinada--. A ti ya veo que te han tratado bien.
Poulei
suspiró y se encogió de hombros.
--Ahora
soy el héroe de la familia y tendré que participar en actos de la duquesa. Pero
cuando todo esto acabe volveré al Palacio Real, lo tengo claro. No me gustaría
tener que quedarme a servir a la duquesa.
--¿Por
qué? A las damas nos la pintan como modelo a seguir –ironizó Laie mientras
tomaban rumbo al exterior de la ciudad. Realmente no sabía adonde se dirigían, no
obstante, seguía crispada antes de preguntarle a su amigo por el trayecto que
seguían.
Laie
le contó lo que acababa de oír sobre ella en la reunión de damas.
--Historia
inacabada –terció Poulei--. - La segunda duquesa era una tirana que se creía
una diosa hasta que todos se volvieron contra ella y la actual condesa fue la
mano ejecutora entre distintos pueblos para derrotarla en lucha, con lo cual la
consideran una heroína. El quinto hermano es un bastardo. Era hijo de su madre
pero no de su padre de la realeza e intenta luchar por su lugar en la realeza
para no ser despojado de su raro título ni dejar de ser reconocido como hijo
del tío de la reina.
--Suena
a una historia familiar sangrienta. Por cierto, ¿Se puede saber adónde vamos?
--He
descubierto algo que puede ser útil para la investigación.
--¿Ah,
sí? –Preguntó Laie, con sorpresa y emoción.
--Siempre
ese tono de condescendencia --. Poulei puso los ojos en blanco--. Me he reunido
con Riomer y Macieu. ¿Los recuerdas? --. Laie asintió mientras resonaban las
pisadas de ambos sobre un suelo pedregoso entre casas más humildes y de
tonalidades más apagadas. Riomer y Macieu eran amigos de Poulei en Ruña antes
de la guerra. Nunca había reparado demasiado en ellos pero sabía que su amigo les
guardaba confianza y estima. Asintió con una seca cabezada--. Me han hablado de
un sitio que podría ser un lugar donde empezar una investigación… es
complicado.
--Creo
que puedo seguirte.
--La
duquesa no quería aceptar en el pequeño hospital de Ruña a más heridos de los que
podía. Vamos, que al final tan sólo los soldados más privilegiados pudieron
ingresar allí. Los que volvieron de la guerra y vieron la cantidad de heridos
del ducado que necesitaban atención médica sin poder recibirla levantaron un
campamento para ellos.
--Me
estás diciendo que me llevas a un campamento de heridos de guerra humildes que
la duquesita no quería con los más ricos.
--Sí
–corroboró Poulei--. No solo eso, allí hay heridos de todo el ducado pero
también algunos proceden de fuera de él.
Laie
asintió de nuevo en señal de entendimiento.
--Quieres
decirme que quizás allí encontremos gente con identidad falsa o miembros del
bando enemigo que puedan revelarnos algo.
--Es
tan solo hipotético. Pero sí.
Mantuvieron
un silencio reflexivo cuando llegaron a la encrucijada entre el río y el
puerto. A lo largo del puerto, varios barcos de diversos tamaños atracaban en
una marea calmada. Era donde el caudaloso río Eis desembocaba. Una torre de
cristal obraba como faro para que los navíos no perdieran el rumbo.
--¿Por
qué lo conocen tus amigos?
--Riomer
y Macieu conocían a su fundador con el que también estuvieron alistados,
durante cinco años. Juntos. Coincidieron con él en su cuartel. Al acabar la
guerra, cuando se enteraron de la situación, usaron la casona de su difunto
abuelo como centro del nuevo hospital y montaron tiendas de campaña bien
equipadas para atender a los heridos –explicaba Poulei.
--¿Cómo
se llama ese misterioso chico? ¿Qué piensa la duquesa al respecto? –Interrogó
con ojo analítico, Laie.
--La
duquesa está encantada de que se encarguen de lo que para ella es escoria. Y el
chico en cuestión… tan sólo sé que su abuelo fue médico de Ruña hace muchos
años. Luego su familia se mudó y él también se hizo médico durante la guerra.
Se
internaron entre una arboleda con suelo de tierra que marcaba la entrada a las
afueras de Ruña. Laie se ensimismó. Dentro de sus estudios de medicina, estuvo
a punto de ser terapeuta. La versión oficial es que fue expulsada a otro lado
como enfermera de guerra. La verdadera es que se volvió heroína del país,
escondida. Sin embargo, esa parte de ella que le hizo querer ser terapeuta le
hace entender las mentes y ayudar a la gente. Tras avanzar cien metros, se
divisaban unos débiles muros ennegrecidos.
--Tienes
razón, el lugar en cuestión parece un buen punto de partida para la
investigación.
Se
acercaron al gran casón al que lo rodeaban tres tiendas de acampada militares
en las que cabrían decenas de personas y parecían totalmente aisladas y
esterilizadas. Laie las conocía, eran las empleadas en batalla para los heridos
y cadáveres. La mansión era de piedra ceniza con techo de teja negra.
Aparentaba haber sido en el pasado tan sólo un hogar idílico en medio del
campo. Ahora la fachada indicaba que había estado un tiempo abandonada y
plantas como las enredaderas se abrían camino por ella.
Poulei
marcó un número en la puerta de madera y esta se abrió haciendo un sonido
estridente. Poulei apuntaba el paso y Laie lo seguía observándolo todo.
Llegaron a una gran estancia llena de estanterías con archivos donde se
encontraban Maciu y Riomer sentados leyendo unos papeles.
--Chicos,
traigo la incorporación de la que os había avisado –anunció Poulei sin saludar.
Macieu
y Riomer alzaron la vista y miraron a Laie con curiosidad. Macieu era un joven
de baja estatura de cabello castaño como sus ojos y brazos torneados que le
conferían un aire arqueado a su silueta. Riomer era pelirrojo y lleno de pecas,
más alto y delgado que su amigo. Vestían ropas de sanitario.
--Tú
eres Laie, la hija de Arsio–señaló Macieu sonriendo.
--La
misma –confirmó Laie y ellos se levantaron para saludarla--. Quisiera ayudar.
En la guerra he sido una No Válida en un hospital del centro del país y he
acabado como enfermera.
--Toda
la ayuda se agradece –la apoyó Riomer mostrando una dentadura irregular en una
agradable sonrisa.
Laie
correspondió automáticamente el saludo y Poulei se dispuso a abrazarse a sus
amigos. Ella empezó a echar un vistazo a todos los archivos de las estanterías.
Quería empezar a investigar. Solo en pensar en ello la adrenalina fluía por sus
venas como una droga.
--¿Mucho
trabajo? –Inquirió Laie, despreocupada mientras los jóvenes agarraban unas
bebidas que aparentaban ser algún tipo de alcohol.
--Ya
hemos acabado la jornada. Ahora estábamos ordenando los expedientes de hoy
–contestó Riomer.
Laie
tuvo la impresión de que un brillo recorrió su propia mirada.
--Poulei
os ayudará a colocarlos. Estaréis agotados –dijo Laie mostrándose
dicharachera--. De hecho, yo también. Pasar entre los festejos del Laberinto de
Poder cargando con este vestido y estos zapatos que me machacan los pies me
hace querer sentarme con una cerveza.
Rio
despreocupadamente y dio un codazo a Poulei.
--Claro,
Laie. Sales de las víboras y te echas a los chacales –Poulei le seguía el juego
y había entendido su estrategia. Laie rio. Siempre conseguía arrancarle una
sonrisa aunque ella era bastante seria.
--Perfecto,
es hora de que empieces a familiarizarte con el precioso arte del orden
alfabético, oficial Poulei –bromeó Macieu y los tres se sentaron en una mesa
más pequeña y más apartada con una jarra de cerveza y vasos de barro mientras
Poulei rondaba los expedientes.
Laie
sabía que debía distraerlos para que su compañero consiguiera sonsacar algo
relevante de los archivos. Entonces, otro joven irrumpió en el cuarto. Era
alto, de cabello negro y tez morena con grandes ojos oscuros.
--Mi
turno por hoy.
--¿A
quién habéis pegado tú y tu primo hoy, Dom? –Inquirió Macieu.
--He
espantado a un inspector. Nos quieren cerrar el garito --le dijo con brusquedad.
Avanzó hacia ellos a zancadas--. ¿Qué hacéis bebiendo aquí? Vayamos a la
cocina… --entonces pareció reparar en Laie y Poulei, que seguía su cometido--.
Estos dos me suenan.
--Laie
y el oficial Poulei.
El
joven dio un giro brusco y pareció haber visto un fantasma.
--¡El
pequeño Poulei! Anda que, tan fino hace diez años y ahora todo un alto cargo
del gobierno…
Estaba
realmente contento de verlo.
--Me
alegra verte, Tiano –sonrió Poulei,
En
ese instante, miró a Laie y tiró unos cuantos expedientes. Laie sabía lo que
significaba.
--La
torpeza aún te acompaña –reía Tiano. Laie salió disparada a ayudarle a recoger
los expedientes. Cuando se agachó, Poulei le cedió uno un poco denso que Laie
guardó con sigilo y destreza militar dentro de su vestido--. Y esta… ¿no es la
hija de Arsio? Bonito vestido Laie.
Laie,
resuelta, se carcajeó. No se enorgulleció de su sarcasmo. Sin embargo, debía
marcar límites. Mirándolo mejor, era un joven duro y frugal. No le decepcionó.
Tenía la respuesta lista.
--El
mejor del armario de ropa para tirar de mi hermana. Poulei, descansa, me
encargaré yo de ordenar tu desastre.
Poulei
pareció captar la indirecta.
--¡Qué
frío tengo! ¿Hacemos caso a Tiano y vamos a la cocina?
--Yo
no. No estás acostumbrado al norte –terció Macieu--. Aunque coincido que es
mejor la cocina.
--Tú
no tienes un sentido normal de la temperatura –rezongó Laie a Poulei--. Por eso
te he visto quitarte la camiseta en ocasiones poco propicias.
Todos
rieron y un silbido llegó con otro nuevo hombre que llegaba a la estancia. Se
parecía mucho a Tiano. Moreno, de cabello negro bien peinado y ojos oscuros y
musculoso. Era muy atractivo.
--Laie,
este es Dom. El fundador de este improvisado hospital y primo de Tiano – lo
presentó Poulei.
--Un
mero funcionario sin licencia –se encogió Dom de hombros--. Podéis ir yendo. Yo
ayudaré a Laie--. Se giró y se dirigió a Riomer--. Tengo novedades para ti
sobre cierta doctora…
--Cuando
quiera escuchar estupideces te diré que me cuentes estupideces –graznó brusco y
colorado como su cabello, Riomer.
--Pero
ella ha dicho que tú dijiste de ella… --decía divertido Dom dándole un puñetazo
en el hombro.
--Shh…
No quiero saber más. Pues eso, estupideces.
--Vamos
chicos, ahora me pondréis al día. Dom, estás en buenas manos. Ella es de
medicina como tú –intervino Poulei ante el asentimiento de Laie, quien seguía
confiada y ya tramaba como librarse del doctor.
Ellos
marcharon ruidosamente.
--¿Qué
habilidades se requerían allí? ¿Ser una buena chica? –le preguntó Dom mientras
se ponía manos a la obra para empezar a colocar expedientes.
--Supongo
–contestó Laie.
--Lo
eres.
--No.
Laie
soltó una risa amarga.
--Tengo
muchas caras –añadió ella.
Él
la miró con sus grandes ojos negros de una manera que la deslumbró. Desvió su
mirada de ceño fruncido hacia otro archivo.
--La
que muestras es muy bonita –le susurró al oído Dom, con voz aterciopelada.
--No
me tomes el pelo.
A
Laie le estaba empezando a crispar. Él le agarró el pelo, lo olió e hizo ademán
de comérselo.
--Me
encanta.
Laie
sintió escalofríos y decidió ponerse a la defensiva.
--¿Acaso
has oído algo de mí?
--Quizás.
Lo
observó con ojo avizor. Quizás sólo estaba jugando. O podría ser que quisiera
acceder a la riqueza de su padrastro. Dudaba que sospechase de ella como Irial
o mostraría más respecto. No esa manera grosera de comportarse.
--¿Habrá
represalias?
--¿Habría
de haberlas?
Rieron
los dos. De momento, la conversación con Dom le parecía divertida. Decidió
seguirle el juego.
--Es
cierto. No sé si tendría que haberlas --. Terció ella adoptando un tono de voz
petulante--. Quizás las hayan tomado. Quizás lo he hecho yo misma.
--Es
la primera vez que una mujer me deja en blanco.
Dom
sonrió mostrando dos hoyuelos en sus mejillas. No se apresuró a responder a su
impertinencia. Algo quiso que se recreara en lo que estaba por venir aunque
ella nunca caía en la vanidad, pese a todo.
--Como
yo no hay dos –se encogió ella de hombros y le guiñó un ojo.
--Pareces
una chica buena. De las buenas de verdad y, sin embargo, robas en mi almacén.
Ahora
fue Laie la que se quedó en blanco. ¿Cómo lo sabía?
--¿Cómo
dices? –Balbuceó.
Él
volvió a deslumbrarla con su sonrisa y meneó la cabeza, divertido.
--Ay,
ay, Laie. Las chicas malas mienten mejor. Llévate los archivos prestados.
Seguro que tienen algo que ver con tu padre.
Laie
adoptó su tono más duro.
--Si
así fuera no podría decírtelo.
Dom
asentía esbozando, esta vez, una media sonrisa pícara.
--
¿Cuáles son las palabras mágicas? Gracias.
--Gracias
–musitó Laie.
No
tenía una respuesta clara y soltó una risa amarga. Se quedó observándolo, algo
descolocada.
--Tengo
que irme a casa. Dile a Poulei que lo veré mañana.
Lo
único que se le ocurrió fue salir corriendo. Dom hizo un gestode despedida con
el brazo todavía sonriendo.
Laie
avanzaba desconcertada a grandes zancadas siguiendo un pequeño trayecto por un
sendero deseando alejarse de allí lo antes posible. No era solo porque Dom la
hubiese descubierto. En cualquier caso, Poulei sabría cómo encubrirla. Al fin y
al cabo, él era también un diestro militar. Solo que no podía permitirse que la
retuvieran cuando debía estar a tiempo en la casa de su padrastro. La secreta
reunión que podría tratarse de un segundo punto donde investigar comenzaría
pronto y ella debía estar presente. Además, revisaría los archivos que había
conseguido en la casona antes de que a alguien se le ocurriera requisarlos si
algo salía mal.
Hacía
años que no cedía al abatimiento. Si algo le hacía bajar sus fuerzas o ánimos
siempre encontraba dentro de ella la fortaleza suficiente para recomponerse.
Debía pensar en el doctor Dom y cuánto sabía sobre lo que estaba sucediendo.
Sin embargo, era primordial centrarse. Primero la reunión, luego los archivos.
Pronto acudiría a ver a Dom de nuevo. El joven Dom la desconcertaba de mil
maneras pero era una figura dentro del entramado de Ruña que no debía
descartar.
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